Invierno
El bus salió a las siete de la mañana del terminal de Busan. Sentí que nos deslizábamos por la autopista de Gyeongbu como un brochazo de pintura sobre una pared blanca. La carretera apenas si tiene curvas. Habíamos hecho el trayecto un par de veces en KTX, el tren rápido que atraviesa Corea del Sur, pero desde ahora la idea es ahorrar hasta el último centavo mientras conseguimos trabajo. Fueron cinco horas de trayecto hasta Seúl, con una parada de quince minutos. En uno de los puestos de comida, Cecilia pidió una orden de jumokbap. Le he tomado el gusto a esas bolitas de arroz recubiertas por una capa de algas, con un corazón hecho de atún y mayonesa. La primera vez que las comí, mi mujer me contó que el jumokbap era un alimento común en los campos de refugiados después de la guerra de Corea. Comida fácil y rápida de preparar, quizás porque en aquel entonces la receta era solo una bola de arroz y sal. Pero yo quería algo grasoso para espantar el frío del invierno, así que elegí la versión local de un perrito caliente: una salchicha atravesada por un largo palillo y envuelta en una esponjosa masa de maíz. Al tiempo que le daba el primer mordisco a mi perrito caliente vi en una pantalla la temperatura. Fue como escuchar una sentencia en un tribunal. Estábamos a 15 grados bajo cero.
Llevaba puesto mi uniforme para esta batalla silenciosa contra el frío. Gorro de lana, dos pares de medias, botas de caña alta, saco, abrigo y, como si fuera poco, una camiseta interior hecha de una tela especial, regalo de mi suegra. Es brillante, se pega al cuerpo como si fuera una prenda interior femenina. Lo importante es que cumple su cometido a la perfección. El problema eran las piernas, sobre las que sentí por momentos horribles dentelladas. Nunca me ha mordido un perro pero asumo que la sensación debe ser parecida. Mientras fumaba después de acabar mi salchicha, recordé lo que me contó un veterano de la guerra de Corea, una historia sobre la que escribí alguna vez. Fue hace unos cinco años, durante mi primera temporada en este paan nacido en pueblos pequeñpart. y tan lejos, en proceso de edici creo que habrl como jefe dle al contract, but a first aproximaís. El sargento Yu me estaba esperando al final de uno de los tantos callejones del distrito de Eul Ji-ro, la zona de Seúl donde se consiguen baldosas, tubos, espejos, todo lo necesario para remodelar un apartamento. Llevaba una gorra con un escudo de su regimiento, un cinturón con una chapa conmemorativa y una tira de cuero azul al cuello que hacía las veces de corbata. En ese entonces lo contacté a través de la asociación que depende del Ministerio para Veteranos, una organización gubernamental dedicada a los asuntos de los ex-combatientes. Quería cerrar un círculo, hablar con un coreano que hubiera estado más de sesenta años atrás en el mismo terreno lleno de nieve por el que había caminado el cabo Danilo Ortiz, un veterano que conocí hace una década. Ortiz hizo parte del contingente que envió en 1951 el gobierno colombiano a pelear en la guerra de Corea. Pasó la mitad de los tres años que duró el enfrentamiento con un radioteléfono al hombro y el resto del tiempo en un campo de prisioneros administrado por los chinos. Recuerdo que tenía un tigre de color azul tatuado en el antebrazo y una timidez algo sombría. Esta mañana en la estación, con el frío atacando por oleadas, pensé otra vez que Yu y Ortiz compartían muchas cosas. Ambos habían nacido en pueblos pequeños y habían llegado al ejército muy jóvenes, después de terminar el colegio. La pobreza los había arrastrado a las filas. Ambos habían formado parte de un escuadrón de comunicaciones. Yu había perdido en la guerra de Corea la falange superior de su índice izquierdo y Ortiz el ojo derecho. Al final de la contienda, el sargento Yu había estado a punto de quedarse sin los dedos de los pies, congelados por un frío de 15 grados bajo cero, pero una prisionera norcoreana, que pasó una noche entera con ellos entre sus manos, se los salvó.
La tarde que entrevisté al cabo Ortiz me regaló una foto de su escuadra, conocida entre todos los veteranos de la guerra de Corea como Los Tigres. Lleva diez años conmigo. A menudo imagino el momento en que fue tomada, poco antes de que los mandaran al frente de batalla. En el retrato se ve a aquel grupo de soldados colombianos acompañados por varias muchachas coreanas en un burdel de Busan, frente a dos mesas llenas de cerveza. Ortiz está en primer plano. Rodea con el brazo el cuerpo de su compañera, una mujer menuda con la boca pintada y un vestido de motivos geométricos. Todos sonríen como si estuvieran en un paseo, como si uno de ellos se acabara de casar y estuvieran celebrando. Tengo la foto en la maleta, espero colgarla pronto en mi estudio.
Caminé un poco mientras Cecilia estaba en el baño. Todo lo cubría la nieve. Hasta las máquinas expendedoras de refrescos estaban coronadas por una gruesa capa blanca. Me quedé mirando a un grupo de personas. Supuse que irían a esquiar. Tenían equipos sofisticados, ropa térmica, complicados gorros. Una mujer parecía vestir una bolsa de dormir en forma de overol. La envidié profundamente. Moví los dedos de mis pies. Estaban bien. Cecilia regresó y nos subimos al bus. Por la ventanilla pasaron túneles de varios kilómetros, pueblitos blancos, cerros sin vegetación, árboles esqueléticos, lagos congelados. Pensé en que quizás exista una novela coreana que haga las veces de El país de la nieve, de Yasunari Kawabata. Un libro donde quepa toda la blancura de este mundo al que he venido a dar. Volteé a preguntarle a mi mujer pero estaba dormida.
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Llegamos a mediodía a la estación de buses de Seúl. Tomamos un taxi que olía a una larga noche de alcohol y cigarrillos. El conductor, un hombre que seguramente sufría de un dolor de cabeza apocalíptico, nos dejó en una esquina de Itaewon, nuestro nuevo barrio. Caminamos cincuenta metros por una pequeña pendiente, entre los restos de una tormenta. Vimos montañas de nieve sucia apiladas en las esquinas, viejos trabajando con palas, un letrero de la municipalidad, en coreano, inglés y árabe, sobre el correcto reciclaje de las basuras: las primeras señales de una nueva vida. Dejamos las maletas frente a la puerta de nuestro apartamento, en el segundo piso de una casa muy grande, una especie de antigua mansión que ha sido dividida para que la ocupen varias familias. Todavía me parece increíble que hayamos podido dejar las maletas a la vista de todos mientras íbamos a recoger las llaves a la inmobiliaria a unas diez cuadras.
En la oficina firmamos algunos documentos y pagamos el primer mes de arriendo. Tuvimos la suerte de que la dueña nos rebajara el dinero del depósito. De otra manera, no habríamos podido mudarnos a un apartamento de tres habitaciones en el centro de la ciudad. En esta zona de Seúl viven muchos extranjeros y las cosas son un poco más flexibles. En otro barrio hubiéramos tenido que dejar un depósito de diez o incluso de veinte mil dólares. Aquí pagamos solo cinco mil. Pero hay lugares en los que se debe dejar un depósito de 200 mil dólares para poder mudarse.
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Antes de que se vaya el sol subo al techo de la casona a fumar. Tenemos una terraza gigantesca que será nuestra alegría cuando llegue el verano. Si todo va bien podremos comprar un asador, un par de sillas de plástico, plantas. La vista me emociona. El departamento está justo en la mitad de Seúl. Tenemos la torre de Namsan a nuestras espaldas y a la izquierda se alcanza a ver el minarete de la mezquita más grande de Corea. Al frente se ve un entramado de techos de diferentes formas y tamaños y a la derecha una colina donde está parte de la base militar de Yongsan. Los gringos están en ese mismo lugar desde el fin de la Guerra, y no hay señales de que se vayan a ir a pesar de que todos los años los periódicos anuncian la retirada. La primera vez que vi el letrero que está en varios de sus muros me deprimí: U.S. Government Propierty. No trespassing. El área que ocupa la base gringa es tan grande como el Central Park de Nueva York. Un hoyo negro en mitad de Seúl.
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Tenían niños. Los anteriores inquilinos tenían niños. Asumo que eran pequeños. La tapa del inodoro que dejaron con sus dibujos descoloridos de cohetes y planetas así lo indica. Nosotros no tenemos nada, ni siquiera una cama, mucho menos nevera, un sofá o un escritorio. Nuestra vida está empacada en cuatro maletas. Aun así, somos felices y no tenemos miedo. Quién sabe cuánto nos dure la fortaleza. La primera noche la pasamos sobre el piso, con los abrigos como almohadas. El piso está tibio gracias al sistema coreano para calentar las casas. Lo primero que sube de temperatura es el suelo. Mañana compraremos un colchón.
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Primer golpe de suerte. Llevamos apenas tres días en Seúl y mi mujer ha conseguido un puesto como profesora de coreano en una academia. Enterramos con rapidez nerviosa nuestros meses en casa de sus padres, en el puerto de Busan, ese tiempo donde nuestra vida estuvo suspendida, empacada al vacío hasta nueva orden. Fueron días en que frecuentábamos una playa llena de marineros rusos o íbamos al estadio de béisbol para mantener a raya el pánico de ser dos treintañeros casados sin un lugar al que llamar propio.
Lo mejor de todo es que el nuevo trabajo de Cecilia está a solo quince minutos en bus de casa. No es lo que ella tenía en mente pero no tenemos opción. Ahora podremos disponer de nuestros ahorros sin temor. Pedimos un par de sillas por internet y una mesa. Ya no comeremos con los platos sobre el regazo.
En la tarde compramos una nevera, lavadora y electrodomésticos para la cocina. Decidimos cenar afuera para celebrar. Vamos a un restaurante de carne a la parilla al estilo coreano. Hundimos los trocitos de cerdo en una salsa espesa y los envolvemos en hojas de ajonjolí antes de llevarlos a la boca. Pedimos cerveza. Nos antojamos de soju, una botellita de aguardiente de arroz para calentarnos, para brindar por un futuro que se nos resistía hasta hace apenas unas semanas. Regresamos a casa un poco borrachos. Antes de llegar, vemos a unos cuantos soldados gringos que hablan ruidosamente en una esquina. Mi mujer me contó que hace unos años el barrio era temido por las peleas que se armaban entre los soldados borrachos que estaban de permiso. Antes se arremolinaban en Hooker Hill, una calle empinada a pocas cuadras de nuestro apartamento. Hubo un gran escándalo cuando un auto oficial del ejército norteamericano que salía de la base arrolló a una niña. Los coreanos exigieron que la guarnición se fuera de la ciudad. Lo que pasa dentro de la base militar de Yongsan es todo un secreto, incluso desde antes de que los gringos se instalaran. Antes de la guerra de Corea, allí estaban los cuarteles generales del ejército japonés. Todavía existen construcciones del tiempo en que Japón se anexó a Corea después de la guerra ruso-japonesa a principios del siglo XX.
Itaewon, donde decidimos comenzar nuestra vida compartida en Seúl, ha sido desde siempre el punto de encuentro entre extranjeros y locales. Es una buena idea haber esperado a conseguir un sitio donde se cruzan todos los caminos. Por sus callejones intrincados se ven a diario profesores de inglés de diversas pelambres, grupos de musulmanes, familias coreanas envejecidas y matrimonios mixtos como el nuestro. Hay sastres a la medida y diminutas zapaterías como Bob, que ofrece piezas en piel de “tiburón, avestruz, cocodrilo, anguila y lagarto”. Hay comida china al estilo neoyorkino, cervecerías japonesas, viejos restaurantes familiares especializados en uno o dos platos coreanos, como paticas de cerdo o fideos de alforfón, palabra que desconocía por completo antes de venir aquí. En Itaewon hay hoteles cinco estrellas, casas con una sola ventana y muchas villas. Así se les llama a las construcciones como la nuestra. Están hechas de ladrillos oscuros y tienen portones de hierro: ciervos grabados en un bosque o tigres sobre un peñasco. El rock coreano nació en estas calles. La moda coreana nació en estas calles. Podríamos haber conseguido un apartamento en un suburbio inmaculado, a una hora en metro del centro, con muebles y servicios incluidos, pero caminaríamos por esquinas sin intestinos, sin corazón.
Este texto corresponde al inicio del libro Corea: apuntes desde la cuerda floja, que acaba de publicar Ediciones Universidad Diego Portales, editado por Leila Guerriero.
Andrés Felipe Solano (Bogotá, 1977) es autor de las novelas Sálvame, Joe Louis y Los hermanos Cuervo. Fue finalista del Premio FNPI por su crónica Seis meses con un salario mínimo, incluida en Lo mejor del periodismo de América Latina (FNPI-FCE) y en la Antología de la crónica latinoamericana (Alfaguara). Seleccionado por la revista Granta como uno de los veintidós mejores narradores jóvenes en español, sus crónicas y cuentos han aparecido en publicaciones como Gatopardo, Soho, McSweeney’s y The New York Times Magazine. Hace dos años vive en Corea del Sur, donde por temporadas lee las noticias en español para KBS World Radio.