El fin de semana ha visto el mayor desfile militar en la historia de Corea del Norte. Es, quizás, la dictadura más impresentable del planeta y el país, con una población de 24 millones, tiene 1.200.000 efectivos en las Fuerzas armadas de los que desfilaron unos 20.000. En esta ocasión, varios periodistas extranjeros fueron invitados a asistir. Nunca había habido simultáneamente tantos en el país.
La razón principal no era mostrar la preparación de los efectivos norcoreanos, aunque en el desfile aparecieron imponentes proyectiles con un radio de acción de 5.000 kilómetros, capaces, en consecuencia, de alcanzar Japón e incluso la isla estadounidense de Guam, sino de presentar en sociedad a Kim Jong-un, tercer hijo del doliente dictador Kim Jong Il. El joven de 27 años que, dentro de los secretismos del régimen, nunca hasta ahora había aparecido en público, fue nombrado general hace una semana, ungido sucesor de su débil padre y emergió en sociedad en la parada militar. Nadie sabe por qué el sátrapa reinante ha escogido a su tercer hijo, educado al parecer en Suiza, para perpetuar la dinastía postergando a los dos primeros.
Totalmente cerrado al exterior, con un régimen opresivo en el que hasta oír una radio extranjera puede ser penalizado, con períodos en que la estúpida política económica del sistema ha producido centenares de miles de muertos, dependiendo para la subsistencia de parte no despreciable de la población de la ayuda que llega de la desarrollada Corea del Sur, las autoridades imponen una censura férrea en la que los ciudadanos son bombardeados con noticias ominosas sobre lo que ocurre en el extranjero y con informes triunfalistas sobre las realizaciones locales. La buscada veneración por el fallecido fundador de la dinastía, el primero de los Kim, alcanza cotas inverosímiles: “qué contento estaría el presidente Kim si pudiera ver nuestra realidad”, exclamaba un espectador; “no hay palabras para describir nuestra excitación al ver al presidente Kim y a su hijo”, suspiraba otro; “he llorado toda la ceremonia al verlos juntos”, gimoteaba un tercero.
Sabiendo las increíbles penalidades económicas de la población, la asfixia política, el despótico sistema imperante en el que, mientras la población está desnutrida, el sátrapa, con dos trenes privados para desplazarse, y la élite militar son conocidos grandes importadores de whisky escocés caro y de artículos de lujo, los comentarios citados resultan patéticamente esperpénticos. Son producto más que del miedo imperante del proceso colectivo de lavado de cerebro de más éxito del último siglo.
El desfile tenía también por objeto mostrar que el ejercito, un pilar del régimen con la familia Kim, estaba detrás de la transición que se inicia ahora. El jefe de las Fuerzas Armadas, Ri Yong Ho, contemplando los missiles en los que se leía “Derrotaremos a los Estados Unidos”, hizo un discurso agresivo: “si violan nuestra soberanía incluso levemente responderemos con un golpe despiadado incluyendo la fuerza nuclear disuasoria y conseguiremos la reunificación histórica” (con el Sur).
En su exabrupto está la madre del cordero. Corea del Norte tiene el arma nuclear con la que puede llegar a Japón y, sobre todo, a la vecina y próspera Corea del Sur cuya capital, Seúl, se encuentra cerca de la frontera. Un régimen despótico, con un comunismo que ya estaba superado a fines de los ochenta, plantea enormes problemas de seguridad en la zona. Los esfuerzos para que abandone el arma nuclear, a cambio de una cuantiosa ayuda económica de Corea del Sur, Estados Unidos, Japón etc., han resultado estériles. El ejemplo de que el arma nuclear te da respetabilidad es contagioso. Irán es un buen ejemplo.
En este tablero político, la actitud de China, aún con limitaciones dado lo impredecible del régimen coreano, es relevante. Beijing ha de temer la inestabilidad en su vecino comunista coreano. Por ello o por mirar con desconfianza la explosión del país que podría llevar a la absorción del mismo por la más poblada y rica Corea del Sur, los dirigentes chinos tienen considerables contemplaciones con los norcoreanos, torpedean los intentos de la comunidad internacional para sancionar a Corea por su actitud nuclear, no condenan el alevoso hundimiento de un submarino de Corea del Sur por el Norte y se inhiben a la hora de enjuiciar los excesos del régimen dictatorial. Van más allá. En días pasados el presidente Hu dirigía un mensaje a Kim Jong-Il en el que lo felicitaba “por convertir a Corea del Norte en una nación próspera y por mejorar la vida de la gente”.
La afirmación es patética pero así es la política internacional.