Ya escribimos en este blog que la misteriosa voladura del barco surcoreano Cheonan en el que perecerieron 46 marineros colocó la relaciones entre las dos Coreas en el peor momento desde la guerra que mantuvieron y que concluyó hace 57 años. Todo apunta a que el barco fue torpedeado por los norcoreanos.
Las autoridades sureñas han mostrado una prudencia considerable aunque la indignación en el país era colectiva. Estados Unidos, aliado tradicional de Seul, tenía que mostrar su solidaridad e indicar al norte que la repetición de un acto parecido no quedaría impune. Estos días, en consecuencia, se han iniciado unas maniobras militares americano-surcorenas en las que participan unos 8.000 soldados y unos 200 aviones. Corea del Norte ha puesto el grito en el cielo, ha amenazado con una guerra santa contra Seúl y Washington y mencionado incluso la utilización del «disuasorio nuclear».
Uno puede preguntarse qué hay detrás de las bravuconadas de Pyongyang. Saben que cuentan con China para poner paños calientes y aguar cualquier resolución condenatoria en la ONU, pero amenazar al país militarmente más poderoso de la tierra es algo fuerte y ha de tener alguna explicación. Los comunistas del norte creen que los habitantes del sur, los del «pueblo de abajo», como les llaman, están perennemente preocupados con que los del norte pasaran a los manos y lanzaran una bomba nuclear sobre la aglomeración de Seul, que tiene varios millones de habitantes. Pero, por otra parte, el remolino belicoso actual debe estar relacionado con la delicada situación que vive el norte.
Hay dos factores potencialmente desestabilizadores. El primero es la posible enfermedad del Querido Líder Kim Jong Un y su no descartable desaparición. Kim parece preparar el acceso al trono de su tercer hijo, un joven inexperto, y ha nombrado a su cuñado para que pilote la transición. Podría darse una lucha intestina por el poder con consecuencias imprevisibles que irían desde la incógnita de quién tiene el gatillo nuclear hasta el posible estallido económico del país que produciría, con entradas masivas de personas, enormes problemas en China y Corea del Sur.
El segundo es que los norcoreanos ya no parecen tan ignorantes del mundo exterior ni, en consecuencia, tan papanatas a la hora de enjuiciar las «maravillas» del régimen que los gobierna. El libro Nothing to envy, de Barbara Demmick, describe la desaparición de entre un 2 y un 10 por cien de la población norcoreana hace algo más de una década a causa del hambre y se detiene en la narración de un puñado de huidos del norte que cuentan las condiciones de vida y el grado de conocimiento por sus compatriotas de lo que ocurre en el exterior. Aunque estar en posesión de un vídeo de Corea del Norte puede ser castigado con cuatro años de trabajos forzados y conectar, en los lugares en que se puede, con programas sureños esta igualmente prohibido, bastantes personas van teniendo acceso, aun de forma esporádica, a una u otra cosa y se les empieza a caer la venda de los ojos. El descontento en los últimos meses se ha acentuado porque el régimen anunció a fines de noviembre una revaluación de la moneda, medida poco extraordinaria en sí, pero que llevaba aparejada una limitación: cada ciudadano sólo podría cambiar un cierta cantidad de dinero. Aquellos que habian ahorrado algo trapicheando, campesinos que vendían productos, pequeños comerciantes, etc., perderían una parte importante de su pequeño capital. El gobierno sofocaba el modesto comercio privado que habia surgido en los últimos años. El malestar resultó palpable.
En definitiva, el abismo entre la propaganda desaforada del régimen y la descarada realidad de la vida diaria se va haciendo cada vez mñas evidente. Decir incluso que los del sur tienen más bienes materiales, pero que son unos peones, sin alma coreana, vendidos al imperialismo yanqui empieza a no ser creíble en determinadas capas de la población.
De ahí tal vez que Pyongyang necesite encontrar un enemigo exterior y que precise aumentar su belicosidad verbal.