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Coronavirus y crisis económica: una estrategia gradualista para contener un tsunami

El Gobierno, con las medidas económicas que ha planteado para mitigar los efectos sociales de la pandemia, muestra su miedo a la respuesta de los mercados. Pero pronto podría y debería dar un paso más.

El Gobierno ha ido tomando decisiones de forma gradual, a medida que ha ido observando cómo se desarrollaban los acontecimientos. Primero, para contener la expansión de la pandemia. Simultáneamente, para reducir sus efectos económicos y sociales.

Aquí no vamos a abordar las medidas sanitarias. Sino el segundo capítulo, las políticas en materia social y económica que se han adoptado. En este última materia, la estrategia gradual ha sido clara: el Gobierno primero ha tratado de garantizar la liquidez a las empresas, a continuación ha intentado evitar despidos de trabajadores y, poco ha poco, está construyendo el que califica de «escudo social», aún demasiado endeble.

En este análisis, hay que dar un paso más. Y si se estudian las medidas, se puede adivinar que, con el objetivo de mitigar el impacto en las cuentas públicas, el Ejecutivo ha preferido no cargar de momento las tintas con el gasto público más inmediato -lo hace sólo lo imprescindible-, y ha optado por ofrecer al Estado sólo como respaldo, como garante, como aval de los agentes económicos, lo que aleja el riesgo del corto plazo y lo desplaza para más adelante, si es que los impagos de los que tendría que responder se llegan a materializar en el escenario económico más adverso.

Así, en primer lugar, lo que el Ejecutivo ha puesto sobre la mesa en apoyo de las empresas han sido avales. Ello implica que el Estado, en un primer momento, no inyecta dinero nuevo en la economía, pero se compromete a hacerlo en el caso de que las empresas, en sus operaciones de financiación avaladas con los fondos públicos, fallen en el cumplimiento de sus obligaciones con sus acreedores. Ocurre lo mismo que cuando alguien se compra un piso y sus padres ejercen de avalistas: el comprador es el que tiene que pagar las cuotas de la hipoteca y, si éste no puede hacerles frente, el banco recurre a quien ha respaldado al moroso. Ser avalista, por tanto, no implica tener que poner dinero. Eso sólo sucede en la peor de las eventualidades. Y no inmediatamente, sino en el futuro. El Estado diluye el riesgo en el tiempo, no lo acumula para el momento presente.

Si bien con estos avales estatales las empresas pueden lograr mejores condiciones de financiación que si fueran aportando sus propias garantías, también es verdad que en esta situación en la que muchas de ellas se han quedado sin actividad, algunas, las que vivían más «al día» tendrán que estar engordando su deuda para hacer frente a gastos corrientes. Ello supone que hay un riesgo en la deuda privada gestándose. Y puede saltar a los bancos. Y, en última instancia, al Estado.

Otras medidas de alivio que ha decidido el Gobierno pasan por el diferimiento en el pago de impuestos o de cuotas sociales a empresas y autónomos. Ello, quizás, se hace contando con un escenario de recuperación de la actividad económica que haga posible asumir estas deudas pendientes dentro de unos pocos meses. Estas decisiones del Gobierno pueden haberse tomado previendo el futuro inmediato con demasiado optimismo, a tenor sobre todo del último discurso del presidente Pedro Sánchez, que afirma que ésta es “la mayor crisis de nuestras vidas”.

Es comprensible que este tipo de decisiones se hayan tomado pensando en un golpe momentáneo en la economía de la que ésta podría recuperarse rápidamente. Pero esa hipótesis parece haberse descartado de manera definitiva. De lo contrario, el Gobierno no estaría hablando de “presupuestos de reconstrucción” para cuando la pandemia pase (porque una reconstrucción sólo cobra sentido después de la destrucción), ni de la necesidad de unos nuevos Pactos de la Moncloa, de un acuerdo multipartito y con los agentes sociales, para salir de una catástrofe nunca antes vista por nuestros ojos.

El límite que imponen «los mercados»

Por tanto, la mesura de las medidas gubernamentales debe de obedecer a un razonable temor a que los mercados financieros se revolucionen como lo hicieron a principios de la década pasada si llegaran a atisbar un importante crecimiento del déficit y de la deuda pública. El riesgo de que los inversores se pongan nerviosos es que lleven al país a una situación complicada ante sus periódicas refinanciaciones.

La prima de riesgo de España se ha llegado a casi duplicar en lo que llevamos de año. La intervención del Banco Central Europeo, la flexibilización de sus propias reglas para poder comprar bonos en función de las necesidades que observe en el mercado, puso un freno al endurecimiento de las condiciones de financiación para el Estado español (o, al menos, las que se deducen del comportamiento de los bonos españoles en el mercado secundario).

También se puede presumir que el Gobierno ha hecho algo, aunque sin poner toda la carne en el asador, para ganar tiempo mientras en Europa se llega a un acuerdo para abordar la crisis sanitaria, y sobre todo la económica y social que la siguen, todos a una, con coronabonos de manera coyuntural, o con eurobonos de manera más estructural.

De momento, la esperanza de una acción conjunta en el Viejo Continente que no lleve consigo a los países individuales a tener que asumir una dura condicionalidad a cambio de la ayuda europea (recordemos a Grecia) se ha frustrado. Pero esta circunstancia, y aun a riesgo de contar con el castigo de los mercados, no ha de impedir que el Gobierno sea más ambicioso en la toma de decisiones para atajar la crisis social de la que ya asoman sus primeros indicios.

Más gastos y menos ingresos

En materia social, el Gobierno ha tomado algunas decisiones para proteger a los trabajadores que, efectivamente, implican un importante esfuerzo público en forma de recursos económicos, como los expedientes temporales de regulación de empleo (ERTE) por causa de fuerza mayor y que dan derecho a prestación a los empleados que no acumularan el tiempo suficiente trabajado para cobrarla, así como otros subsidios extraordinarios, como el destinado a las empleadas de hogar. A ello hay que sumar un incremento del gasto sobrevenido, como la nuevamente creciente nómina de las prestaciones por desempleo, tras el fuerte aumento del paro en marzo.

Este incremento del gasto público coincide, además, con los aplazamientos de ingresos fiscales y por cotizaciones sociales de los que hemos hablado antes, y con la reducción generalizada de los ingresos públicos por el parón de la actividad económica.

Esta combinación de mayores gastos y menores ingresos para el Estado, así como el temor al tratamiento que pueda recibir la deuda española en los mercados, ha frenado al Gobierno en su ambición a la hora de abordar las políticas sociales.

Esta timidez es patente en que las medidas de apoyo a los inquilinos vulnerables no toman la forma de una transferencia directa de rentas públicas hacia los particulares, sino que se realizan, una vez más, con créditos. El inquilino que acredite su vulnerabilidad podrá pedir un préstamo para pagar el alquiler (si su casero es un pequeño propietario). Aunque para la devolución existe un largo plazo de tiempo. Y, además, el Estado liberará de la deuda a quien demuestre que no puede hacerle frente.

La situación actual de la economía, su hibernación, su parón, la incertidumbre respecto a cómo puede ser el día después del final de la epidemia, requiere medidas más decididas como las que se están tomando en otros países en forma de transferencia directa de rentas a las empresas y a los trabajadores. Máxime teniendo en cuenta el estado de máxima vulnerabilidad en que la Gran Recesión dejó a muchas familias y a los jóvenes, y ante lo escasamente eficaz que se muestra el Estado del bienestar español para mitigar la pobreza de los más pobres, cuya nómina va incrementándose crisis tras crisis.

Las recuperaciones económicas cada vez son menos eficaces en el rescate de las personas que más duramente se vieron castigadas por las crisis previas.

El Gobierno tiene que marcarse el objetivo de que ese “no vamos a dejar que nadie se quede atrás” se haga realidad para frenar la espiral social destructiva.

El presidente Pedro Sánchez hoy ha dicho algo muy importante que da una pista sobre los próximos movimientos del Gobierno y que da cierta esperanza en que algo va a cambiar en su estrategia de contención de los efectos sociales del coronavirus: va a pasar de los avales y los créditos al dinero real. Sánchez ha hablado de la necesidad de transferencias de rentas y de que la deuda pública va a aumentar. Ello va en la línea de los trabajos que llevan a cabo los ministerios de Trabajo, Inclusión Social y la vicepresidencia de Derechos Sociales para poner en marcha un ingreso mínimo vital. Debería aprobarse en los próximos días, quizás en el próximo Consejo de Ministros. Puede ser un hito en la historia del Estado de bienestar español, el mayor desde que se reconoció el derecho a los servicios públicos de la Dependencia. La coyuntura exige que ese ingreso mínimo vital sea ambicioso en su cuantía y en el número de beneficiarios. Las condiciones estructurales preexistentes, todavía más.

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