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AcordeónCorreo privado. Crónicas peruanas desde el ojo exterior

Correo privado. Crónicas peruanas desde el ojo exterior

Impulsados por las guerras o por el comercio, por la venganza o por la ambición, los escritores de la antigüedad escribieron bellos textos a partir de sus viajes. Ese impulso de moverse y contar lo nuevo, lo otro, parece recorrer las venas de todos los escritores: desde el joven Marco Polo y sus apuntes sobre el reino misterioso, salvaje y desconocido de Kubla Khan, hasta los escritores peruanos que se reúnen en este libro y nos cuentan sus impresiones a través de crónicas sobre ciudades europeas y norteamericanas.

Tampoco han cambiado mucho los motivos del viaje y la migración. Varios de los autores huyeron de la guerra interna en el Perú, otros se desplazaron en busca de un mejor futuro económico. A ello una nueva modalidad que habría que agregar a la lista: los viajes que se realizaron gracias a las becas universitarias. Así, pues, todos proceden de una raíz común y repiten una estructura similar de viaje, experiencia y narración.

Habría que comparar a estos catorce escritores con la trayectoria del héroe. También ellos abandonaron sus hogares para atender una llamada y adentrarse en un mundo desconocido, otro idioma, otra cultura, otras normas legales. Y allí, en esas ciudades nuevas, encontraron una forma de sabiduría, una visión fugaz. Capturaron un instante o un acontecimiento que terminaron empaquetado dentro del género de la crónica, para luego compartirla con una comunidad de lectores. Pero viajar nunca es una experiencia del espacio únicamente, sino también del tiempo. En el sentido de que un viajero a menudo reflexiona sobre la historia de un lugar. Un espacio que está marcado por el tiempo, por una época específica, un día en particular, y al que el autor agrega su propio registro textual, su propia mirada, mientras levanta el telón de la historia.

Varias de las crónicas aquí antologadas son narraciones de corte flâneur. El flâneur es ante todo un personaje literario, una persona que describe y observa la vida urbana. Incógnito, deambula por las calles examinando la vida de una manera imparcial. La traducción literal significa flotar, pero también debería traducirse como errante porque el deambular se caracteriza por el movimiento no planificado, el vivir transitando temporalmente por diferentes entornos de la ciudad; sobre esa geografía que puede ser amenazante o un lugar para saciar la curiosidad.

El caso de Claudia Salazar no es la del típico flâneur baudeleriano que recorre enormes bulevares arbolados, tiendas, museos, galerías de arte, teatros, cafés y grandes almacenes, sino la de aquella que se atreve a experimentar la ciudad de Nueva York desde el subway. En ese recorrido en metro, absorbe la ciudad, toma conciencia de la importancia del espacio –como forma vital– en la convivencia entre las personas de una gran metrópoli. Descubre al héroe, no al que sale a pelear mil batallas en tierras lejanas, sino al héroe cotidiano que abre la puerta del tren como un Sansón vestido de oficinista. También la crónica de Julia Wong es el recorrido de una flâneur, la suya por la ciudad de Londres, un recorrido caótico pero lúcido en reflexiones, como cuando se interroga: “¿Por qué hay ciudades envueltas en poder, ciudades donde mirar un caballo es un arte?”. Wong es la flâneur que muestra asombro, que captura aromas, recuerda canciones de rock y colecciona detalles exquisitos de la vida diaria. De la misma manera, Grecia Cáceres recorre las antiguas y embaldosadas calles de Nápoles. Una ciudad llena de gatos asustados, enojados y hambrientos, mientras la población camina alegre en pleno mediodía soleado o se persigna ante la imagen de Diego Maradona. A pesar de que Nápoles fue una antigua colonia griega, la autora la vincula con la capital peruana, su ciudad natal, cuando dice: “¿Quién se atrevería a decir que Lima y Nápoles son ciudades gemelas, que se asemejan en carga de caos?”.

La crónica de Pedro Novoa es un suceso peculiar. Mientras se encontraba en Madrid recibe un e-mail de una lectora suya, una mujer que le pide que la visite en una ciudad de Noruega porque cree que su historia personal le podría servir como trama para su nueva novela. Pedro no lo piensa dos veces y se embarca a la aventura de cazar la historia perfecta. El resultado es la crónica de ese encuentro con Edda, una mujer nacida del amor de una noruega con un soldado nazi. Es una historia de dolor, el dolor del otro en la propia piel. Pero ese dolor, además de tener un origen en la empatía, parece intensificarse justamente por la extranjería de Pedro y por esa mirada poética que le imprime el autor.

Por otro lado, en esa búsqueda del sueño americano, Pedro Medina exhibe las propias vacilaciones, nos revela las condiciones de su partida de Lima a Miami y los azares que determinan su trayectoria. La prosa nos remite a un ritmo de preocupación y ansiedad, fragmentario, acelerado y digresivo. En un pasaje narra el cruel destino del visado: “El oficial de inmigración es un gorila de gesto adusto, pelo al ras y brazos que parecen chorizos prensados. En el pecho le cuelga una plaquita que dice Trevor Sánchez. Le digo, le miento, que vengo de vacations. Entonces verifica la información de mi formulario de ingreso a Estados Unidos y la fecha de regreso de mi boleto. Me concede dieciocho días de permanencia en el país. Prácticamente me condena a la ilegalidad desde el momento en que pongo un pie en el Miami International Airport”.

Alejandro Herrera elige autorretratarse desde un ejercicio de memoria. Con una mirada melancólica, se propone reconstruir ese pasado reciente, exorciza demonios de tema literario. Nos narra su viaje a Milán con otros dos escritores, a un evento literario organizado por el consulado peruano. En su caso, la memoria no es un ideal, sino una suerte de resistencia, una negativa al olvido. Y desde ese recuerdo desmitifica Europa y a la literatura latinoamericana, porque ha llegado al viejo continente muchos años después del gran boom literario, cuando la fiesta había acabado y ya no existía ni restos de la piñata, ni de champán ni las serpentinas de papel.

Los temas que integran esta antología son diversos, pero de alguna manera están salpicados de intimidad y vida cotidiana, como si nos dispusiésemos a leer un Correo privado o una tarjeta postal escrita con sangre. De alguna manera, los autores aquí presentes reinventan las ciudades, rompen paradigmas, resignifican las cosas. La nieve que los peruanos adoramos porque engalanan nuestros nevados y volcanes, con Luis Rebasa-Solaruz, se convierte en una suerte de tragedia, de delirio afiebrado del inmigrante, cuando nos narra la claustrofóbica experiencia de una avalancha helada en Maryland. Roxana Crisólogo, desde la oscuridad, divisa unas sombras juveniles en Kiev. El poeta Mario Wong relata la fundación de un grupo literario en París, y aprovecha para reflexionar sobre la bohemia, la locura, la pandemia y las guerras. Lingán niega y reniega de su condición de migrante y se declara con la nacionalidad de escritor. Juan Manuel Chávez nos habla de los límites de la frontera.

Por último, las crónicas de Raúl Tola, Jorge Coaguila y Jorge Cuba-Luque tienden a un corte más bien periodístico. Tola sigue de cerca las travesías de un torero peruano por España y Coaguila narra el encuentro con otro peruano en Berlín, a quien identifica entre la multitud por la semejanza del color de su piel. La crónica de Cuba-Luque posee una influencia enorme de Truman Capote, pues va de la mano con el policial.

Esta antología aspira a explorar las ciudades desde diferentes lentes, y las ciudades –como diría Italo Calvino– “son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje. Son lugares de trueque, como explican los libros de historia de la economía, pero estos intercambios no lo son sólo de bienes, son también intercambios de palabras, de deseos y de recuerdos”. Asimismo, esta selección pretende reivindicar a los muchos escritores peruanos que residen fuera del país, a estos arriesgados nómadas que buscaron en otras latitudes lo que su país ya no podía ofrecer. A todos ellos mi gratitud por participar en este volumen. Yo aquí soy solo el archivista. Mi único deseo es que esta antología que el lector tiene entre sus manos intente, de alguna manera, proponer un cambio en la forma en que vemos Europa y Estados Unidos, pues muchas de las crónicas ponen al descubierto esas realidades silenciosas que se filtran y se dejan entrever, tras la amable belleza de las ciudades.

 

Londres, invierno del 2023.

 

 

Sol a medianoche, por Pedro Novoa

 

El tiempo pasado y el tiempo futuro
Sólo permiten mínima conciencia.
Ser consciente significa no estar en el tiempo,
Pero sólo en el tiempo puede el momento en el jardín de rosas,
El momento en la pérgola bajo el azote de la lluvia,
El momento en que desciende el humo sobre la iglesia atravesada por corrientes de aire,
Ser recordados, envueltos en el pasado y el futuro.
Sólo con tiempo se conquista el tiempo.

T. S. Eliot

 

Vine a Bergen porque Edda me dijo que acá se puede ver el sol a medianoche. Me dijo que en Bergen había vivido su madre, Else, una maravillosa mujer que cometió un horroroso pecado: amar a un hombre del país equivocado. Me prometió que me contaría todo, que como escritor, podía elevar lo horroroso hacia un nivel superior e insólito, a convertir ese drama en un sol a medianoche.

Llegaba de Madrid con casi nada de equipaje, pero con una mochila imposible de soportar: mi última novela había sido un rotundo fracaso. Mi vocación literaria no me daba de comer –nunca lo hizo–, en Bergen tenía la oportunidad de oro de volver a fracasar. Buscar a Edda, entrar a su casa como a su memoria, recordar a su abuela, reconstruir su dolorosa historia de amor. Esa que flotó en sus ojos llorosos cuando me contó que durante la invasión nazi, no solo se enamoró de un soldado del III Reich, sino que le dio dos hijas: ella y una hermana que vive en Alemania, luego de que expulsaran a su madre de su ciudad natal.

Recorro la ciudad a pie para sentir mejor la ciudad. Voy sin mapa, sin GPS, me gusta la sensación de exploración cruda, esa permanente posibilidad de perderse y no salir de un lugar tan bello como Bergen. Me dejo engullir por sus imponentes montañas a lo lejos y sus casitas de colores de apariencia medieval. Voy de pregunta en pregunta, más que recoger datos que me acerquen a la casa de Edda, disfruto del noruego nativo. Entiendo la mitad, pero disfruto el doble y prosigo sin prisa por la ciudad fundada por el rey vikingo Olaf Kyrre en 1070.

Hay cierta atmósfera guerrera que se mezcla con la tranquilidad casi insonora de las calles del arrio Bryggen, al final de la calle me indica una rubia de ojos celestes. Estoy en el corazón de lo que fue el emporio de la Liga Hanseática, curiosamente de origen alemán. Un emporio que volvería a Bergen como uno de los focos económicos más importante de toda Escandinavia.

Pasando la zona histórica, llego por fin a destino.  La casa tiene una impresionante puerta de madera repujada como si quisiera llamar la atención en medio de portones más bien sobrios. Pasan unos minutos y sale un niño rubicundo de unos siete años, habla alemán, supongo que me ha saludado y yo solo le sonrío y entramos en una competencia de quién dura más en silencio. Desde el fondo la voz de Edda llega nítida y perfecta en español: ¿Eres Pedro? Sí, le respondo también en español y el niño me cede el paso.

Saludo a Edda con dos besos en la mejilla, me pone al tanto de todo: él es Igor, me dice. Le gusta mucho escribir, como a ti. Ha escrito una crónica muy bonita sobre nuestra visita a la tumba de la abuela en Núremberg.  Su voz parece quebrarse, pero se retiene, se llama como su papá. Me hace tomar asiento, me sirve caldo caliente de mariscos. Lo tomo con fruición. No le pregunto sobre el padre del pequeño. Sé que se quedó en Alemania, que se separó de Edda por mil y un problemas. Acabo mi plato y le agradezco, pretendo irme y me dice que no lo haga, que puedo quedarme en una habitación de la casa. Abochornado, acepto.

Me cuenta de su madre, que desde que murió y heredó esta casa teme haberse vuelto monotemática. Me cuenta que hace unos días la primera ministra pidió disculpas en nombre de Noruega a todas las mujeres humilladas por haberse relacionado con soldados alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Añade que le hubiese gustado que su madre pudiera haber escuchado dichas disculpas, pero que fue como sí lo hubiera hecho, que ese día lo escuchó por la televisión con el pequeño Igor, que ese día fue especial, que quizá no haya servido para compensar todo el sufrimiento que padeció su madre, el hecho de ser rapada, escupida, haber sido expulsada del país por haber engendrado a dos hijas de un nazi. Era una historia conocida, sabía que además de injusta fue muy desigual, incluso en su injusticia, ya que los hombres que se casaron con alemanas no tuvieron ninguna vejación. Le dije que lo sentía, que precisamente por eso había venido desde Madrid para conocer un poco más de esa historia, que pensaba publicar una crónica donde narraría mi visita y esta conversación. ¿Podrás convertir este drama en un sol a medianoche?, me preguntó clavándome sus pupilas azules. Le dije que lo intentaría, que quizá algo de magia todavía me quedaba en mi escurrido tintero literario.

Es cuando me toma de la mano y me dice si quiero ir a los alrededores de la torre Rosenkrantz Tårn, para ver el sol a medianoche, que faltaba cerca de una hora, pero caminando el tiempo se pasaría rápido. Le pregunto que quizá el pequeño Igor se incomodaría por quedarse solo. Me responde que no era ningún problema, porque la abuela Else lo cuidaría.

No me atrevo a cuestionar su decisión y acepto.

Caminamos hacia la torre, una construcción defensiva y residencial, la idea más radical de la resistencia: vivir allí donde uno defiende a su ciudad. No llegaremos a tiempo, no sabemos si nos permitan ingresar a las almenas, desde donde la visión de la ciudad es una postal obligada cuando uno viaja a Bergen. Sin embargo, es verano y el cielo escandinavo es tan generoso que nos permite ver el sol. Un ojo anaranjado, vigilante y eterno. Subimos una pequeña colina y entonces se detiene. Me dice: aquí, mi madre Elsa conoció al hombre de su vida. Un militar que había nacido en el país equivocado. O quizá, visto desde el otro lado, un militar que se enamoró de una mujer nacida en un país inconveniente. Aquí le dio el primer beso. Aquí empecé a nacer. Entonces, sus cabellos dorados se iluminan, sus ojillos azules relampaguean y todo en ella es resplandor. El secreto, me dice de pronto, es que solo con los ojos cerrados se puede ver el sol a medianoche. No importa en verano o en invierno. No importa la estación que sea ni el lugar. Mi madre vio el sol a medianoche al cerrar los ojos y besar al hombre que amaba. Tú también puedes verlo si lo intentas. Entonces cierro los ojos y veo el sol más hermoso que podré ver alguna vez en mi vida.

 

Pedro Novoa (Huacho, Perú, 1974-2021) fue un escritor y educador peruano. Ganó el Premio Horacio de Novela Corta 2010 con Seis metros de soga. En el 2011 ganó el Premio Internacional de Novela Corta Mario Vargas Llosa 2012 con la novela Maestra vida. En el 2013 publicó, a través del Instituto Cervantes, el ensayo Cristales quebrados y la reconstrucción de totalidades escindidas del boom latinoamericano, así como el libro de cuentos Cacería de espejismos. En el 2015 fue finalista del XI Prix Internacional Hemingway (Nîmes, Francia) y de la V Bienal de Novela Premio Copé. En el 2016 obtuvo el primer lugar en la XXVII edición del Concurso de las 1000 palabras de la revista Caretas por el cuento ‘Inmersión’, traducida a catorce idiomas y cuya versión en ingles (‘The Dive’) fue publicada en diario inglés The Guardian.

Estos textos forman parte del libro Correo privado. Crónicas, que acaba ha publicado El ojo de la cultura.

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