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AcordeónCorrespondencia desde El Paso

Correspondencia desde El Paso

 

Desde finales de agosto del año pasado vivo en El Paso, como becario de un programa de escritura. A continuación, pueden leer una serie de correos electrónicos que envié a mi gente más cercana. Por alguna extraña razón, en este caso, el ámbito privado se hizo un tanto público.

 

 

23-08-09

 

      Vine a un programa de escritura en el fin del mundo.

      Acabo de dejar la ropa lavando en unas máquinas que comparten todas estas residencias. En un rato debería volver para meterla en la secadora. Es irónico que tenga que recurrir a esa máquina con el calor infernal que hace acá. Uno bien puede dejar una franela encima de un mueble y se secaría en cuestión de minutos.

      El Paso quizás tenga el calor más enconado con el que me he topado en mi vida. Siempre he  tenido como referencia el verano madrileño o el clima de Maracaibo, pero esto lo supera sin esfuerzos. No es sólo la sensación térmica asfixiante, sino la inclemencia del sol. El de acá pica y quema. De hecho, nunca antes me había visto obligado a comprarme un protector solar. Sobre mi cabeza se encuentra ahora uno de los muchos agujeros de la capa de ozono…

      Es poco lo que he visto de este lugar. Da la impresión de que la mayoría de la gente vive encerrada en sus casas con aires acondicionados o amparadas bajo alguna sombra. Sólo refresca por la mañana temprano o al anochecer. Entonces apetece salir a caminar. Dicen que el calor asfixiante remitirá en octubre. Así que falta poco.

      Ésta es una ciudad gringa llena de mexicanos y sin gente en las calles. Sólo una cerca divide Ciudad Juárez de esta parte, y el contraste es evidente: por un lado se palpa el american way of life y por el otro, el subdesarrollo latinoamericano. Unas casas son propias de los barrios residenciales, con sus perros y jardines cuidados; otras, de adobe y materiales de desecho. Entre unas y otras median tan sólo algunos metros -nada de kilómetros-. Coronándolo, el lado mexicano tiene un banderón tricolor que ondea con cierta dignidad a los ojos de los de este lado de la frontera.

      Parece que toda esta zona te impone la necesidad de elaborarle tántas crónicas como estrellas tiene el cielo.

 

 

24-08-09

 

      No creo que el desierto se acople al sentido de ciudad de la zona, sino al contrario.

      Hace unos días, de camino a una tienda, me topé con un lobo. Era una de esas tardes inclementes, y el animal metía el hocico en una cesta de basura que estaba al borde de la autopista. Flaco y con las patas largas, el lobo demostraba que la singularidad en El Paso siempre sale airosa de las generalidades que albergan nuestras cabezas.

      No sé si luego volveré a escribir. No sé si el programa del fin del mundo servirá para eso. Tengo mis dudas.

      De momento, lo único que siento es mucha paz y la necesidad de leer antes de que sea demasiado tarde.

 

 

3-09-09

 

      En 1910 la revolución mexicana logró que Porfirio Díaz entregara el poder tras reformar un artículo para hacer realidad su reelección indefinida. Como sucede en muchos tramos de nuestra historia latinoamericana, después de tanto batallar, los reivindicadores de la justicia terminaron por convertirse en hombres lobo. Sin lunas llenas, ni noches tenebrosas, aullaron, mutaron y se envenenaron de codicia. Tipos de otrora nobles causas, se mataron a tiros por el poder. El dictador había claudicado, y era muy difícil restablecer un nuevo orden en una porción de tierra que ríe con la muerte y llora con la vida.

      En Sunset Heights, un barrio de El Paso junto a Ciudad Juárez, se podían escuchar los fragores de una lucha intestina tan absurda como real. Fue en esa época cuando se llevó a cabo uno de los primeros desarrollos turísticos conocidos: en las colinas del lado gringo se vendían y rentaban parcelas a precios atractivos. El fin era tan innoble como el dinero: desde las lomas era posible ver el espectáculo de la bala y la carne, del aullido y el silencio, de la causa y la pérdida. La distracción duró poco. Un norteamericano entusiasta se acercó mucho al espectáculo y un proyectil le dio de lleno en el alma.

      Pienso ahora en esto, lejos de la caminata que dio Ambrose Bierce para perderse para siempre por estos desiertos. Veo por una ventana de mi salón la calle a la que da mi casa en Sunset Heights. La realidad no ha cambiado. Ahora somos estudiantes vacuos y la guerra es otra. Detrás de la cerca que prohíbe el paso a esta extraña zona también hay tiros y batallas. Bajo el escudo de la corrupción, los carteles de la droga se confunden con los militares. Tampoco hay causas, ni buenos espectadores. Sólo tiros y crucificados…

      No sé, El Paso me ha hecho perder mucho tiempo en cuestiones cotidianas. Mudanzas, acarreos, decepciones domésticas. Ahora vivo en un cuarto con otras esperanzas.

      Hoy leí a Langston Hughes y a James Baldwin. Ambos negros, ambos con travesías parisinas, ambos con predilección por la música, ambos desconocidos para mí. Debo escribir un ensayo sobre todo esto, aunque todavía me faltan conclusiones. Se me antoja pensar que el mismo dolor del negro norteamericano traza paralelas con los mexicanos de antes, durante y después de 1910.

      Esta frontera es mental.

      Y creo que debo dormir, reposar, estar en blanco.

      El Paso puede acabar con uno.

 

 

10-09-09

 

      A mis amigos le gustan estos correos, que suelo llamar reportes. Algunos me piden que los publique.

      No sé si se entienden de esta forma. La intención no fue esa.

 

 

12-09-09

 

      Tengo en mis manos El camino de Kerouac. No sé si los beatniks pasaron de moda. Sin embargo, nunca me fascinaron. Entre los lectores de acá que conozco, hay muchas voces insatisfechas con el legado de este grupo. Sólo cuando perciben que ya han dicho bastante contra el libro de Kerouac, se retraen un poco y comentan: por cierto, El Paso sale en esa novela.

      Parece mentira. La sola mención de esta ciudad es un triunfo para quienes viven acá. No importa dónde aparezca. Lo cierto es que equivale a una constatación de su existencia, capaz de recuperar del abismo lo que momentos antes ardía en la negación y la soflama.

      Hace unos días caminé bajo un sol inclemente con un periodista de la frontera. En una pausa miró la línea que separa los tejabanes de Ciudad Juárez, y me habló de Pancho Villa. Le pregunté si era verdad que el personaje cruzaba a este lado con frecuencia para tomar helados, y él me respondió algo que dejó mi gracia sin efecto. Me mostró un edificio viejo del centro de la ciudad. Me explicó que la arquitectura era de principios del siglo pasado, quizás de finales de 1800, y que allí había una antigua y esplendorosa tienda, La Popular. Precisamente era en ese comercio donde Villa solía ir a hacer sus compras. Me lo imagino con bandoleras, armas y sudores pidiéndoles a los vendedores que le mostraran la mercancía. La leyenda cuenta que en una ocasión coincidieron Villa y Madero en el mismo lugar. Si se veían, podían desenfundar y matarse a tiros. Dos de los dueños, en un alarde de sincronización, hicieron el milagro de distraerlos con telas y pacotillas para que nunca coincidieran el uno con el otro. El periodista no paró con el tema del comercio La Popular y PanchoVilla. Me contó la historia del genio detrás del mercenario, del tipo que hizo pactos con los norteamericanos, del hombre que tenía un contrato para filmar películas en Hollywood. Me habló, incluso, del vengativo que en un arrebato perpetró el hecho irrepetible de invadir Estados Unidos por unas pocas horas.

      Ahora la tienda, descuidada y achacosa, lucha contra el olvido y la indiferencia. Quizás su guerra no sea la mejor. Desde lejos, se ven montañas de ropa interior de ínfima calidad a precios de saldo.

      La reconquista tiene muchas caras.

 

 

16-09-09

 

      Alguien me comentó que los gringos, ofendidos por la inmensa bandera mexicana que ondea a escasos metros de El Paso, decidieron recoger firmas para hacer una aún más grande y ponerla enfrente, del otro lado de la frontera. La iniciativa les salió mal. Fueron pocas las personas que decidieron suscribir la acción por un pequeño detalle: El Paso está lleno de mexicanos.

      Quizás para muchos trabajadores ilegales, esa es su pequeña victoria.

 

 

16-12-09

 

      Hace rato que no escribo, y que no leo -algo tendrá que ver el programa del fin del mundo-. Cuando me pasa esto, pienso en la muerte, en la negación de todo, en lo estéril y lo absoluto. No es difícil perder horas sobre este asunto en El Paso. A veces, si uno evade el vericueto, el camino llega a ti sin mucho esfuerzo.

      Hace unas semanas vivía en otra zona de este mapa texano. Allí solía comprar productos para resolver emergencias en un mini mercado venido a menos. La cajera, una mexicana de cuerpo seco y de agria actitud, despachaba mis latas sin mirarme a la cara. Yo, en cambio, me quedaba mirando su barriga de meses, a explotar, pensando en el futuro que le esperaba al pobre infeliz.

      Las personas solemos fijarnos en los pequeños detalles hasta el punto de inmortalizarlos en fragmentos de memoria que no solemos compartir con nadie… A veces no era muy placentero ser atendido de esa forma, sin el small talk norteamericano de las grandes cadenas, sin las mínimas maneras para conservar un cliente del barrio. Quizás los latinoamericanos tenemos el sentido de la despersonalización más claro: no trabajamos porque enaltece, sino porque no hay otra salida.

      Lo cierto es que un buen día dejé de ver a esta mujer. Hasta me sentí aliviado. Ya podía comprar mi muerte a plazos sin pasar por la alcabala de la mueca y el maltrato. De repente, la nueva vendedora se me hacía menos molesta. La embarazada parecía haberse esfumado, desaparecido, ser tan sólo un vago recuerdo de un sueño de resaca.

      Una mañana, hablando con el casero, le pregunté por ella. Éste llevaba un rato delineándome a cada personaje del sector. Parecía conocer el barrio mejor que a sí mismo. Cuando la pregunta interrumpió el antepenúltimo de sus relatos domésticos, el desconcierto que experimentó me pareció real. Me inquirió si no sabía nada y, ante mi negativa, me sorprendió con la historia del asesinato de la mujer al cruzar a Juárez como parte de su rutina diaria al término de su jornada. Mientras él prosiguió con su trama de una muerte que valió por dos, comprendí el malestar de la cajera, el miedo transmutado en silencio y descortesía, la impresión de estar cada vez más cerca del borde de la violencia…

      La muerte circula por El Paso como fantasmagoría de la frontera. Cada uno la toma de una manera diferente: muchos no quieren cruzar al lado mexicano para no desaparecer en los folios estadísticos; otros, como el poeta William Carlos Williams, dieron con el ars poetica en medio del puente divisorio para asir un atardecer en La música del desierto. Incluso están los que lograron su fin desde el lado seguro.

      Victoriano Huerta fue uno de esos extraños casos. Después de un breve pero intenso mandato, el general fue derrocado en una época en donde los levantamientos formaban parte del orden normal de las cosas. Herido en su amor propio, y lleno de coraje mexicano, Huerta tramó un regreso lleno de caballos relinchantes y traiciones medidas. Para ello debía viajar de Barcelona a Nueva York y de allí a El Paso para encontrarse con el revolucionario Pascual Orozco. Cuando el plan ya había sido logrado según lo previsto, ambos fueron arrestados en territorio texano. Tras las rejas, y con hambre insaciable de México, Huerta murió de cirrosis un año después sin volver a pisar su país. Sus restos permanecen enterrados en el cementerio La Concordia a escasos metros de Ciudad Juárez. Algunos dicen que es el único presidente azteca bajo tierra gringa. Quizás esa fue su condena, porque hasta los huesos de Orozco lograron su repatriación chihuahuita…

      La muerte como fantasmagoría y realidad.

      Muy pocos saben que acá siguen los restos de un presidente mexicano, tenido por traidor, que la lápida no es otra más del montón.

      Un día el periódico de esta ciudad me pidió que escribiera una crónica sobre Guadalajara pero desde el punto de vista de un paseño. Quien me la encargó dijo que por el tiempo que llevaba acá podía contarme como uno. Lo dudo mucho. No estoy muy seguro de que los moradores de El Paso se preocupen por estas cosas. El fútbol americano puede con toda la historia y la realidad de un sitio que parece una bestia dormida.

 

24-03-10

 

      Texas y Nuevo México pueden estar entre los sitios más retorcidos de Estados Unidos. Ya el tema  de la frontera es todo un universo. La historia de la fiebre del oro, de Billy the Kid y de los robos a diligencias cargadas de lingotes y billetes, tampoco son un asunto menor. Buena parte del mejor cine versa sobre eso: Charles Chaplin, John Ford, Howard Hawks, Sam Peckinpah o John Huston vistieron a John Wayne, Humphrey Bogart, William Holden y al Indio Fernández como forajidos del Lejano Oeste, con música country, muchos caballos, apaches por doquier y un mestizaje cultural en el que el color de las pieles se confunde, los ojos intercambian rasgos, las oraciones mezclan palabras imposibles y los sitios suelen llamarse Ruidoso, Cloudcroft, Los Álamos, Marfa o Mesilla.

      Pero hay otro Far West para quienes son difíciles de complacer. El de los indios modernos, que llenan sus reservas naturales de casinos, se visten de etiqueta y olvidan la pipa de la paz cuando compran fichas para jugar al póker. Asimismo, existe el lejano Oeste del pueblo Truth or Consequences. Un sitio sin gracia, una manchita en el mapa, que recibió su nombre en 1950 después de que casi toda la población votara para lograr rebautizar su comarca con el título del concurso de televisión más sintonizado por ellos, gentes que parecen consumir su vida contando bolas de heno, contemplando virutas de polvo y cambiando de canal. También está Anthony, una localidad  dividida entre Texas y Nuevo México, donde funciona un bar que despierta simpatías por su logística nocturna: sus clientes beben sin cuartel hasta las dos de la mañana en el lado texano y, por los mandatos propios de la ley, a esa hora apagan las luces de aquella zona y se corren para la otra mitad, con una alegría etílica propia de saber que el 50% del negocio que queda en Nuevo México cerrará unas horas después -y todo en perfecto acato de las normas del otro estado-.

      Pero la zona da para más. A cuatro horas por carretera desde El Paso se encuentra Roswell. El sitio bien podría ser otro más del montón, pero un mito aliña su constitución. Tiene que ver con militares, rancheros y otras minucias… En junio de 1947, un granjero de Corona se hallaba en su casa en una noche de fuertes tormentas. Una gran explosión lo hizo saltar de su asiento. Al día siguiente decidió inspeccionar su propiedad. La sorpresa fue mayúscula: restos de un metal muy fino e indestructible estaban esparcidos por un espacio de un kilómetro cuadrado. El hombre llamó al sheriff y éste a los militares. Todos se reunieron, tomaron fotos y hablaron de un platillo volante. Así se publicó en la prensa, aunque días después el Gobierno norteamericano dio marcha atrás y habló de un malentendido. Luego comenzaron las teorías conspirativas, los videos de autopsias a marcianitos y los debates que terminaron en películas y series de televisión.

      Lo cierto es que desde entonces, Roswell es la meca de todos los apasionados por el tema de los ovnis. Hay un museo, un festival de encuentros extraterrestres, organizado por la Cámara de Comercio local, cientos de conferencias y muchas tiendas de curiosidades que facturan millones de dólares al año. Venden excremento alienígena, reproducciones de fetos de marcianos en frascos de formol, muestras de la tierra donde cayó el presunto platillo y libros de dudosos sellos editoriales en donde afirman que Marilyn Monroe fue asesinada por la CIA, al comprobar lo mucho que sabía la actriz sobre un tema tan escabroso. Y sí, en un sitio con estas características los hoteles y restaurantes tienen precios para humanos y para extraterrestres -y los bancos muestran préstamos y tasas de interés para ambas especies-.

      Dicen que 200.000 personas al año peregrinan a Roswell para dejar cinco millones de dólares en recuerdos, hospedaje e información que logran sacar a los lugareños. Estos últimos, unos 50.000 habitantes en total, suelen relatar historias de abducciones, avistamientos y temas afines para complacer al turista. Todo eso lo saben, menos dónde divertirse, ver un partido de fútbol o tomarse una cerveza, porque en realidad en Roswell nunca pasa nada para los terrestres. Y, a veces, creo que ni para los extraterrestres…

      Esto no es un reporte, es tan sólo una impresión que espero escribir en estos días con mayor calma y profundidad.

 

 

11-05-10

 

      Muchas veces siento que escribir estas líneas no tiene ningún sentido. De ahí algunos de los grandes lapsos entre una y otra entrada. Pienso que todo es culpa del programa del fin del mundo. El valor y la estética de las palabras no pueden aprenderse en clase. El talento no se enseña. Veo con pena a muchos que piensan lo contrario, que esperan largas filas de editores en cuanto tengan el título, que recitan con voz impostada poemas que han nacido muertos. Cuando repasan libros de Lorca, Baricco o Allende, prefiero callar que pecar por indiscreto.

      Hoy cojo el avión para Nueva York, y no volveré hasta finales de Agosto.

      Espero que al menos uno de los que finalice el programa de escritura del fin del mundo salga de la universidad, cruce a Ciudad Juárez y perciba las historias que gravitan en el desierto.

      No hay otra forma de aprender.

 

 

 

Daniel Centeno Maldonado (Barcelona, 1974), es doctor en Periodismo. Fue Director Editorial de Alfaguara en Venezuela. Ha publicado artículos en numerosos medios de Latinoamérica y España. Es autor de dos libros y está a punto de publicar un tercero en la editorial Random House.

 


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