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Mientras tantoCorrida de beneficencia (1)

Corrida de beneficencia (1)


Cómo evitar el dolor en estos tiempos de coronavirus más que con la fantasía. Me preguntaba eso mismo la madrugada pasada poco antes de cerrar los ojos para dejar volar la imaginación sin más límite que la capacidad de regresar al mundo real, tomar aire, cargar pilas y de nuevo volver a remontar. Un buen amigo me había dado una pista para una aventura cuyos protagonistas fueran humanos como yo y roedores como los tres inquilinos ilustrados, que han decidido poner sus reales en mi cueva sin fijar fecha de salida.

Yo creo que con tu labia y tus contactos logras persuadir a unos y a otros y montas un espectáculo ratero en Las Ventas, sin picadores, ni banderillas ni por supuesto ejecuciones. Que para eso ya está la trágica estadística de muertos por el Covid-19. ¿Qué te parece?, me comentó entusiasta mi colega. Sería para una buena causa. Toda la recaudación se destinaría a ayudar a los comedores sociales donde por desgracia crecen cada día las filas del hambre.

Óptima idea pero nada fácil de poner en práctica, respondí. Yo siempre he sido muy exigente conmigo mismo. Si hago algo es para hacerlo muy bien o casi perfecto, y esta idea necesitaba de la aceptación de muchos protagonistas empezando por mis peculiares inquilinos. ¿Estarían de acuerdo Freddy, Teby y Abigail, las tres ratas ilustradas que habitan en mi piso desde hace algunas semanas, para participar en un espectáculo de ratomaquia en el coso madrileño? ¿Pensarían que esa propuesta escondería un deseo perverso de humillarlas y finalmente deshacerme de ellas? Somos muy dados a la saña los humanos con los animales o con aquellos que consideramos más débiles que nosotros. No hay piedad con los seres inferiores. Podemos tener la misma ferocidad que cualquier coronavirus de turno.

Hablé con ellas por la mañana. Estaban desayunando en la cocina con sus crías y fui directamente al grano. El tiempo volaba y el montaje de ese espectáculo requería contactar a mucha gente que ni tan siquiera yo conocía. Debieron pensar con razón que estaba completamente loco cuando les hablé de las corridas de toros, de la tauromaquia y de los pros y los contras de ese arte que en estos momentos está sujeto a debate en el país. Les dije que se me había ocurrido montar un espectáculo, por supuesto pacífico, con ellas como grandes protagonistas al que acudiría lo más granado de la sociedad española, con el Rey a la cabeza, además de las principales figuras políticas, financieras, eclesiásticas, militares, culturales y sociales, así como la ciudadanía en general. No sería un acto gratuito. Todos sin excepción tendrían que pasar por ventanilla para aportar lo que quisieran o pudieran. «Una buena causa», rematé.

«¿Con qué propósito?», me espetó con una mirada severa Freddy. Siempre que clavaba sus diminutos ojos en los míos me temía lo peor. Con un propósito loable, respondí, que seguro ustedes entienden, apoyan y desean colaborar: recaudar fondos para los comedores de beneficencia, para combatir el otro virus tan cruel que ya está entre nosotros, el hambre, y del que hablamos menos, distraídos como estamos con nuestras peleas políticas y nuestras luchas intestinas para pasar de una fase a otra hacia una nueva realidad imposible. «Sí, son increíbles ustedes, sus políticos y sus gentes, qué capacidad de autodestrucción muestran», intervino Abigail, que de las tres era siempre la rata menos comunicadora.

Confirmé por si aún me hacía falta saberlo que Freddy, Teby y Abigail son tres roedores de gran inteligencia y sensibilidad y muy puestos en todos los ámbitos del saber. No es casual que sean investigadores seniors de la Columbia University y que esta institución les haya encargado y financiado un trabajo en España sobre el comportamiento humano a la luz del coronavirus. No eran expertos pero sí conocedores de la tauromaquia, aunque me confesaron que era un arte para ellos difícil de entender por la crueldad que comportaba. Afirmé que más o menos podía compartir su opinión, si bien, añadí, los aficionados a ese arte sostenían que era una lucha de igual a igual, entre un torero y el toro. «Ya, ya», me interrumpió Freddy. «¿Y para eso se necesita que el animal antes de ser sacrificado sea lanceado por el picador y banderilleado de manera cruel?».

No supe qué responder. Además ése no era el asunto que en esos momentos yo me traía entre manos. «Mire, Freddy, no debatamos ahora sobre la belleza o la crueldad de la tauromaquia. De lo que se trata es si quieren o no participar en un espectáculo no sangriento con fines benéficos en Las Ventas. Le doy mi palabra que si soy capaz de ponerlo en marcha nadie les va a humillar. Al contrario, les facilitará mucho la tarea para seguir desarrollando su investigación ampliando contactos y reuniones con gente importante del gobierno y de la oposición».

«¿Podremos hablar con el Rey, con su padre, con el primer ministro, con el líder de la oposición después del espectáculo benéfico?», preguntó esta vez Teby. No entendía del todo esa insistencia roedora de cerrar previamente una agenda de reuniones que yo modestamente no podía fijar. «Si está en mi mano, desde luego que sí. ¡Hasta con Zidane si decide asistir!», le interrumpí nervioso. «¿Usted cree que irá Zizou?», preguntó zalamera Abigail. «¡Seguro que sí!», aposté no sin cierto riesgo. Finalmente accedieron, aunque deberían aún establecer asuntos de logística y de intendencia. «¿Iremos vestidas? ¡Yo desnuda no salgo al ruedo!», gritó Abigail. «Ya veremos, ya veremos», la tranquilicé: «Recuerde, Abi, nadie se va a reír de ustedes. No lo permitiré».

Quedaba aún mucha tela que cortar por el lado humano. Muchísima. ¿Quiénes serían los otros tres protagonistas? ¿Quiénes accederían a participar como toreros en la lidia pacífica? En momentos tan delicados como los actuales, con la guerra entre partidos desatada, no sería nada sencillo convencer a tres figuras relevantes para distraer a la afición durante un par de horas con unas ratas, animales que por otro lado no es que despierten precisamente cariño entre los humanos. Más de uno pensaría que sería una encerrona, una artera estratagema urdida desde Moncloa. Pobre de mí, un humilde individuo enclaustrado como otros muchos en un confinamiento obligatorio con permisos de pernocta. ¿Qué poder tenía un ser asocial, que desembarcó accidentalmente en una ciudad de mar, qué maravilla, hacía ya cuatro años y a quien un amigo le había propuesto una buena causa?.

Me debatía en esos pensamientos, en mi desasosiego rutinario, cuando, real o no, desperté y me dirigí casi sonámbulo al salón. No sé qué hora podía ser, pero observé que el sol estaba ya alto y las hormigas humanas paseaban y hacían deporte en tropel por el paseo marítimo sin respetar los protocolos de distancia social que exigían las autoridades. Frente a ellos dos o tres unidades móviles de policía parecían deleitarse con la belleza del mar sin prestar atención a lo que hacían los ciudadanos en la alegre mañana de sábado.

«¡Hoy es sábado!¡Es su día! ¡No puede faltar a la cita semanal!», chillé desaforado hasta el punto que los amables vecinos de al lado salieron preocupados a su terraza pensando que estaba siendo agredido por el patógeno maligno.

No podía faltar, me dije. Viene a hacerme compañía, a recordarme los horarios de supermercado y farmacia, a confirmar que hemos pasado a la siguiente fase en la Operación Coronavirus y a darme palmadas en la espalda, virtuales naturalmente, para agradecerme el esfuerzo impagable por haber actuado durante estas ocho semanas con sacrificio, disciplina y moral de victoria.

Encendí el televisor y allí estaba él, mi gobernante, con mejor aspecto que otras veces, sin las ojeras del inicio, anunciando: «…y en consecuencia, voy a solicitar al Parlamento prorrogar durante un mes el estado de alerta».

 

 

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