Leo que en Zaragoza, mi ciudad natal, se han puesto en marcha los divorcios on line. Aproximadamente en diez minutos un@ sale del juzgado o de la notaría dejando atrás una convivencia que no funcionó por lo que sea. Se bate así la marca de rapidez para contraer matrimonio o para descasarse que tiene la lúdica Las Vegas. Tomemos nota en estos tiempos de inseguridad, de incertidumbre y de oscuridad que nos ha dejado el bicho asesino.
También leo en no sé qué periódico, lo siento por quien haya redactado la noticia, que el Covid-19 se ha cebado psicológicamente más en las mujeres que en los hombres, según un estudio de la Universidad del País Vasco realizado junto con otros cinco centros universitarios con féminas entre 18 y 92 años. Estas últimas, ignoro cuántas, merecen mi elogio no sólo por seguir vivas, sino por el buen talante para atender al encuestador de turno. La encuesta revela que ellas han perdido más confianza y optimismo que ellos, y que sufren más ansiedad, depresión e ira. ¿Será que yo también soy del sexo femenino y aún no me he dado cuenta?
Me parece lógico que en estos dos meses y medio haya aumentado el número de solicitudes de divorcio. Al menos aquí, en España. No sé en otros países. No es igual convivir dos personas con familia en un espacio de 50 metros cuadrados o menos, que disfrutar de un hábitat cuatro veces mayor con derecho a jardín y piscina. Afloran en esas situaciones el cansancio, la frustración, el pesimismo y hasta la irritación por no poder cometer un acto de infidelidad. La mente humana es capaz de alimentar los peores pensamientos, más en circunstancias límite, que afortunadamente la mayoría de las veces no se llevan a cabo. Porque si no estaríamos hablando de una sociedad incivilizada, una sociedad de asesinos potenciales. Me viene a la cabeza ahora escenas de la genial película de Stanley Kubrick, El resplandor, cuando el protagonista, Jack Nicholson, un novelista cuando menos problemático, se extravía en la locura y trata de asesinar con un hacha a su mujer y a su niño pequeño, que es vidente.
¿Cómo es posible que el humano llegue a descontrolarse hasta ese extremo? La violencia forma parte de nuestro carácter y si no, observemos cómo reaccionamos en un embotellamiento de tráfico o en una larga fila en un aeropuerto cuando por culpa de los malditos controles de seguridad todo apunta a que vayamos a perder el avión de nuestra vida, el que nos permitirá iniciar un viaje de placer, un encuentro con una nueva amistad o una entrevista de trabajo decisiva. Yo estuve a punto de llegar a las manos con un carabinieri hace muchos años en Fiumicino y de ser detenido, porque me obligó con muy malas formas pasar un segundo control de seguridad. Venía de Trípoli y tenía que pillar la conexión a Bruselas para escribir la crónica. Milagrosamente la cosa no fue a mayores. Confieso que episodios de esa clase he tenido alguna vez. Mi antigua profesión exige tener nervios fríos, mucha paciencia, virtud que yo carezco.
No, esta pandemia no nos ha igualado a ricos y pobres pese a que ciertamente la muerte ha golpeado a unos y a otros, aunque especialmente a la población anciana residente en centros de mayores. Si acaso ha acentuado las diferencias sociales, ha azotado a los menos favorecidos. Son estos quienes han perdido su empleo o vislumbran un futuro mucho más negro que los privilegiados. Son ellos quienes más han engrosado las filas del hambre, las peticiones de una simple bolsa de alimentos o reunirse en los comedores sociales.
¿Comedores sociales? Al escribir las dos palabras recuerdo entonces la tarea que me he propuesto de manera un poco atrevida con Horacio, mi amigo periodista, en la que deben desempeñar un papel fundamental Freddy, Teby y Abigail. Las tres ratas ilustradas de la Columbia University que me han acompañado a Madrid para ser toreadas, no sacrificadas, por tres toreros procedentes de la clase política en el coso de Las Ventas con el objetivo de recaudar fondos para ayudar a los comedores sociales.
Llevamos ya 48 horas en Madrid, alojados en el céntrico hotel Wellington, y me parece como si hubiéramos estado recluidos aquí durante 48 días y 48 noches. Son tantos los detalles que faltan todavía por resolver, los encuentros con autoridades que quieren hablar con nosotros, que siento pánico escénico y deseo despertar del sueño. Olvidarme de todo y dedicarme a leer tranquilamente en la terraza de la guarida de mi ciudad accidental. La madrugada no sé si la pasé en Málaga o en Madrid, pero doy fe que resultó agobiante por culpa de dos o tres pesadillas extrañas, que motivaron que yo sacara mi yo violento. Se lo comento a McFarlane, mi psicoanalista jamaicano, y éste se reafirma en su idea machacona: «Usted es agresivo. Le salva su autocontrol y su buena educación».
El ambiente, ya me manifestó ayer Horacio, es tenso y la temperatura de la caldera lejos de bajar sube a cada instante. Hay voces discordantes sobre el espectáculo de ratomaquia tanto en las autoridades taurinas como en las civiles. Las primeras estiman que el acto desvirtúa por completo la esencia de la fiesta española al no haber ni tercio de rejones, ni banderillas ni, por supuesto, muerte de los animales. A eso nos hemos opuesto mi amigo y yo, que he comprometido mi palabra con los tres roedores.
En el Gobierno y también entre algunos dirigentes locales existe también quienes consideran una locura autorizar una reunión de más de 20.000 personas violando todos los protocolos de distancia social que las autoridades sanitarias han marcado. «Estamos en el buen camino, pero es insensato permitir este espectáculo», ha dicho, al parecer, el taciturno ministro de Sanidad en conformidad con mi paisano, el doctor Fernando Simón, a quien últimamente le llueven las críticas por su gestión y hasta una querella criminal por supuestamente no haber desaconsejado la manifestación feminista del pasado 8 de marzo, cuando ya tenía información de la expansión letal del virus.
Además, en las últimas horas el clima se ha agravado con el rifirrafe entre el ministro del Interior y un alto cargo de la Guardia Civil, que ha terminado con el cese de éste y la dimisión del número dos del instituto armado en protesta por la decisión del ministro. Y todo, según me explica mi amigo, está relacionado con la autorización de la manifestación del 8 de marzo en la que participaron el ministro y varias de sus colegas de gobierno. Algunos sostienen que esa fue una de las mechas que propagaron el contagio del Covid-19.
«No te lo vas a creer. ¿Sabes quién nos está defendiendo más para que el acto no sea suspendido?». «No, no lo sé, Horacio», digo con gesto de fastidio. Siempre me han molestado estas preguntas de adivinanza. Va en mi carácter de refunfuñón. Me mira fijamente a los ojos sonriente y exclama: «¡¡El Rey!! Y en buena medida también el conducator y Vicedós, aunque con un poco más de reserva. Zarzuela estima que es una oportunidad extraordinaria para llamar a la unidad de todos los españoles». «Pues no sé qué decirte», respondo con un poco de escepticismo para añadir: «Tú mismo me has hablado de que hay rumores de que la ultraderecha quiere reventar el acto y que los populistas pretenden aprovecharlo para convertirlo en una sonora protesta contra la monarquía». «Sí, y así es. Si hablas con gente del Ministerio del Interior te lo confirmarán, pero el hecho es que el monarca está por la labor», asegura Horacio.
Luego entonces es evidente que Su Majestad vendrá al almuerzo que tenemos este mediodía con el Ayuntamiento de la capital, el cardenal arzobispo y el presidente de Cáritas Diocesanas, que es quien está recogiendo todo el dinero de la venta de entradas y de donaciones para ayudar a toda esa pobre gente que no tiene siquiera un euro para llevarse un pan a la boca. Así lo pienso y así se lo comento a mi amigo: «¡Caray, qué pesado te pones a veces! ¡Ni que te hayas enamorado de Felipe VI!».
Pero antes del ágape aún nos queda reunirnos con Reconquisto, el líder de la extrema derecha, quien al parecer está presionando para que el espectáculo conserve la pureza de la fiesta y concluya con la muerte de los roedores. Espero que no convenza a nadie, pero miedo me da hablar con él de eso y de política en general. Me comenta Horacio que en la corta distancia es afable y menos agresivo que en sus mítines. «Vaya, la misma historia de siempre. Eso lo he oído yo antes no sobre Abascal, sino sobre tantos políticos o incluso jefes que yo he tenido a lo largo de mis años como periodista», le interrumpo. «El prejuicio es mío, ¿verdad?», añado con ironía.