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Corrida de beneficencia (12)

Este año suponía que iba a marcar en mi vida, un antes y un después. El antes lo tenía claro pero el después, en cambio, no sé ahora dónde está. No lo veo por ninguna parte. ¿Y si fuera autista y no me hubiera dado cuenta hasta que llegó el bicho asesino? ¿Y si la locura estuviera en quienes me gobiernan o los que se oponen a ellos y no en mí, como alguna vez he sospechado? Ser diferente, sentirme a millones de años luz de los que me gritan, me dicen, me ordenan y me mienten, a sabiendas de que lo hacen hasta el extremo de considerarme tonto, no significa que lo sea más que ellos. Si no fuera porque de algún modo mi libertad completa es una quimera querría desintegrarme o levitar para ascender a los Cielos.

Es complicado para mí mantener la lucidez, la cordura ante lo que oigo, veo y leo. No vivo solo en una isla, a lo Robinson Crusoe, sino rodeado o mezclado entre otros insectos humanos como yo. Por consiguiente, pese a que lo intente día y noche no soy capaz de aislarme. Pero lo malo es que tampoco lo soy de integrarme en el grupo. A veces tengo ganas de hacerlo. Lo hago con torpeza y con un éxito modesto. Pero las más salgo huyendo, despavorido de tanto dislate. ¿Dónde está la enfermedad? ¿En ellos o en mí? ¿O en ambos?

Está claro que entre realidad irreal e irreal realidad opto por lo segundo. Prefiero soñar, adentrarme en las alucinaciones que últimamente sufro aún a costa de dejarme día y noche jirones de mi salud. Pero, ¡ay!, lo que me sucede es que mi yo racional muchas veces sobresale y derrota a mi otro yo, el de un individuo que vive en la fantasía porque le disgusta la realidad; o lo que yo entiendo por realidad.

Y es ese yo quien me convierte en notario del presente, en examinador de quienes teóricamente tienen más poder y lo administran sin que a mí sólo me quede el derecho a la protesta, al pataleo y a castigarles cada cierto tiempo con mi voto. Cuando lo hago. Ejemplos tengo tantos a diario. Ahora más desde que estalló la pandemia, porque el comportamiento humano no me está demostrando, y bien que lo siento si así lo pienso, que saldremos más fuertes, más solidarios, más unidos.

A juzgar por lo que observo en la política nacional lo dudo mucho. Me entristece observar que un país que no lleva ni siquiera medio siglo desde que recuperó las libertades tiene una democracia débil y enferma en la que los representantes elegidos por el pueblo soberano sólo se representan a sí mismos, a sus propios intereses. Merecerían que, ahora que tengo en mi cabeza fresca la cultura taurina, se encontraran en la puerta de toriles con la llegada de los mansos para que los agruparan y los llevaran si no al matadero -soy pacífico- a unos furgones y que los condujeran directamente a un centro de reclusión. Y si se me permite, hasta un centro de reeducación, a lo Revolución Cultural de Mao Zedong. Pero sin ejecuciones sumarias.

Allí tranquilos, pero bien alejados del mundanal ruido, de ese mundo en el que un hombre o una mujer se levanta a diario, trabaja duro para mantener una familia a la que alimentar y adquirir una casa vía crédito sangrante, les obligaría con la moviola a revisar su conducta en la res pública hasta que sus emociones se quebraran, sintieran vergüenza y asco de sí mismos. Yo, que soy un cinéfilo incurable, recuerdo ahora la secuencia de La naranja mecánica donde Alex, el violento joven protagonista, es internado en un centro de reeducación para ser testigo de episodios históricos de violencia que él pone en práctica con sus amigos gamberros. Pues algo así haría con estos individuos. Nos han hecho huérfanos de la política, descreídos e intolerantes e irrespetuosos con el oponente. Es la política frentista entre hooligans y haters, como señalaba hoy un tertuliano en una emisora de radio. Creo que fue Felipe González quien opinó hace un año que todos los líderes políticos deberían retirarse si no eran capaces de ponerse de acuerdo en la formación de un nuevo Gobierno. Es cierto que de los comicios de noviembre salió una coalición que legítimamente gobierna, pero es el resultado de una mayoría débil y a veces contranatural. La famosa coalición Frankestein.

Sin duda hay muchos servidores públicos que son honrados y competentes y que se dejan las cejas para elaborar leyes que hagan funcionar mejor la sociedad. Pero por desgracia abunda más ese rebaño de aprovechados, palmeros de sus jefes para ser un día como ellos, que no sé si cuando llegan al poder piensan que lo hacen en beneficio del resto de sus conciudadanos.

A fecha de hoy, la crisis del coronavirus no hace más que asquearme de mis políticos, del signo que sean, responsables de haber convertido el Parlamento en un ring de boxeo. A veces llego a pensar que realmente se creen lo que afirman, que no es otro que el insulto al contrario. Pero después lo pienso y me digo que no es posible que se lo crean, porque si así fuera concluiría que no son sólo ineptos sino estúpidos.

Cuanto más se atacan más se parecen. Se odian pero en el fondo se necesitan. Hay una simbiosis entre ellos sin que ni siquiera sean conscientes. Es como el boxeador con el saco de golpeo. Si falta uno no tiene sentido el otro. En realidad, más de una vez hemos escuchado que hay dirigentes que públicamente se insultan y que luego en privado se toman una cerveza juntos. ¿Será entonces que todo es una puesta en escena, una representación teatral, algunas veces decente pero las más pobre, penosa y aburrida?

Es por eso que en alguna de estas notas que escribo desde hace más de dos meses he opinado que, por ejemplo, el vicepresidente segundo, apodado por mí Vicedós, y la presidenta de la Comunidad de Madrid, alias Isa, o la misma portavoz parlamentaria de los populares, alias Tana, se necesitan porque se complementan. Es como lo del policía bueno y el malo: los dos son policías.

Esta mañana, que me he despertado más perezoso de lo habitual, he encendido el televisor y me he topado con la sesión de control al Gobierno. Para empezar todo está muy amañado. No hay factor sorpresa, porque las preguntas de los grupos políticos deben conocerlas antes los interpelados y así poder preparar previamente una respuesta. Vicedós, que reconozco tiene dotes de oratoria que yo aceptaría si no fuera por la carga de retórica que lleva encima, es de los pocos que no abusa de las notas que le preparan sus asesores. Por contra, mi gobernante tan pronto se sale del guión es de una pobreza verbal enorme. Y como él la mayoría de sus señorías a los que la providencia no les ha dotado de un buen verbo fluido.

Vicedós es irónico. También lo es Tana. Eso, en principio, más allá de lo que afirmen me suscita a veces algo de interés. Esta mañana él ha estado dirigiéndose a ella como marquesa. Ahora no recuerdo su título nobiliario, pero sí sé que su familia es, como se decía antes, de rango abolengo. Tana, que cuando habla parece como si no acompasara el gesto con la palabra, le ha soltado sin inmutarse que es el hijo de un terrorista. Desconocía que su padre hubiese militado en el FRAP y el propio vicepresidente se vanaglorió hace tiempo al confesarlo. Vicedós, que hoy venía lanzado, le ha contestado con ese ceño fruncido que delata sus emociones, que ella pertenece a la aristocracia del crimen político y ha aconsejado a su padre que presente una denuncia contra la política del PP.

Entretanto, el macabro sainete de los muertos no termina. Los pobres fallecidos se reproducen más que las ratas, incluso las ilustradas con las que pretendo montar un espectáculo de ratomaquia en Las Ventas con fines benéficos para ayudar a los comedores sociales. Me lo apuntan Freddy, Teby y Abigail con cierta perplejidad. De repente, hemos saltado de casi 30.000 a nada menos que 43.000 muertos, según los datos facilitados por los registros civiles. Espero que no se haya extraviado ninguno y que hayan podido ser enterrados con la dignidad que merecían y en el dolor de los deudos.

Observo en una esquina del hotel Wellington a mis tres roedores, elegantes en sus trajes, que están tomando notas mientras hablan con mi amigo Horacio. ¿Qué historia les estará contando este hombre? Tiene más fantasía que yo.

El ambiente político es obvio que sigue muy caldeado y a veces me pregunto si ha sido una buena idea la mía de montar el primer espectáculo mundial de ratomaquia en el que tres ratas investigadoras de la Columbia University se prestan a ser toreadas, pero no sacrificadas, por tres diestros pertenecientes a la clase política.

Lo percibo en los rostros de Freddy, Teby y Abigail, serias con lo que acontece en España y más aún con las noticias inquietantes que llegan de Nueva York, donde a falta de restos de comida en los contenedores de los restaurantes cerrados muchas de sus compañeras de especie se están dedicando al canibalismo entre ellas. «Son ratas salvajes, asilvestradas con las que no nos identificamos. Nosotras nunca haríamos eso de comer a nuestras propias crías. Pero, claro, cuando aprieta el hambre…», opina Freddy.

 

 

 

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