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Mientras tantoCorrida de beneficencia (16)

Corrida de beneficencia (16)


Resulta insoportable, al menos para mí, despierto o incluso dormido, hablar de política con amigos, conocidos o gente de malvivir. Es tal el nivel de contundencia, odio, irritación y crispación que abunda a derecha e izquierda que casi prefiero preguntarles cuándo abrirá ese cine céntrico de pelis en versión original de mi ciudad accidental, si conocen un nuevo restaurante de pescado, quién ganará la Liga o la Champions en este final atípico de temporada o si se quedarán en sus casas o se marcharán al campo o un balneario cuando esto aparentemente termine.

Para algunos terminó trágicamente con sus vidas; para otros comienza una escalada, y no desescalada, con el fin de no perder o encontrar empleo y evitar las filas del hambre; para otros, como el que esto suscribe, el objetivo es confundirse menos en su confusión existencial; y finalmente para nuestra querida u odiada clase política, según la camiseta que cada uno se enfunde, la posibilidad de hacer un ejercicio serio de autocrítica o aceptar que los mansos los saquen del coso parlamentario y se los lleven pacíficamente al corral. Si hubiese que votar, me decantaría por la segunda opción puesto que a veces sospecho que su mente no está capacitada para hacer un sincero examen de conciencia.

¡Qué no, qué no, qué no nos representan, qué no! Eso se gritaba en las concentraciones del 15-M en la Puerta del Sol hace ya nueve años, en las que Vicedós participaba activamente y que fueron el embrión de su futuro movimiento político populista de izquierda. Yo hoy suscribo plenamente ese lema. A mí no me representa él, ni mi gobernante, ni los nacionalistas, ni toda la patulea de derecha y derecha extrema. ¡Ay, pero tengo el virus de la política! No puedo desengancharme de ella, es como una droga, pese a ser un animal asocial como no me cansaré de repetir. Incluso mis cenizas lo corroborarán cuando ya no sea materia y esté en espíritu en el más allá o seguramente en la nada infinita.

¿Quién puede aguantar este ambiente de enfrentamiento entre quienes hablan desde un púlpito de superioridad moral contra el cerrilismo y catastrofismo egoísta conservador o la supremacía fanática de los de la boina y la barretina? Hay personas que les disgusta lo que hacen los políticos de uno u otro signo, pero justifican a aquel que lo hace un poco menos peor que el otro. Es el mal menor. Al menos no es tan malo, argumentan. Pues qué bien. Es verdad que no somos culpables de ese relativismo. Nos lo están inculcando a base de gritos, exageraciones o directamente falsedades.

¿Por qué hemos alimentado tanto odio en este país? ¿Por qué carecemos de voluntad de diálogo? ¿No hemos aprendido de nuestra pasada historia de violencia y sangre? No está permitido el matiz. No hay claroscuros en nuestra vida. Vende hoy más el «cuñadismo», el sabelotodo que arregla en un periquete los males de la sociedad, no sé si influido por los conocimientos, es un modo de decir, emanados desde las tertulias de televisión y radio.

Naturalmente, estos argumentos me gustaría plantearlos al Rey y a los demás comensales ahora que nos acercamos al final del banquete con el delicioso postre de chocolate cinco sabores, el café y un licorcito. Que a nada nos privamos quienes vemos los toros humanos desde nuestra privilegiada atalaya como si fuéramos el nuevo oráculo de Delfos en versión siglo XXI y en plena pandemia. No lo haré, primero porque quizás esa clase de juicios no son políticamente correctos, soy educado y un tanto cobardón y después, porque vivo en una fantasía que por consiguiente no es real.

Es Freddy de nuevo quien aprieta un poquito las tuercas al monarca mientras con espléndidos modales se lleva a la boca roedora un cremoso trozo de chocolate: «Señor, observamos un alto grado de crispación en España. ¿Tiene que ver algo en ello el problema territorial, quiero decir, la crisis catalana?». Expectación en la mesa. Pero Felipe VI torea espléndidamente y esquiva con un par de verónicas a la rata preparada para embestir el capote soberano. «Mire, don Freddy», declara con voz un tanto aflautada, «España es una nación descentralizada, con comunidades diversas, culturas y lenguas varias lo cual nos enriquece. Tenemos desde hace cuarenta años una Constitución aprobada democráticamente. La Corona jamás se opone al derecho legítimo ciudadano de defender esas singularidades en el marco precisamente de la Carta Magna». Pierden tiempo las ratas ilustradas si creen que su interlocutor va a cometer un desliz. Está intelectualmente mucho mejor preparado que su antecesor y su autocontrol le permite huir de la espontaneidad que tenía el padre.

El presidente de Cáritas, a instancias del monarca, aprovecha entonces para esbozar un panorama sombrío del hambre en el país. Señala que los comedores sociales han cuadruplicado el número de usuarios en Madrid: «Las peticiones de ayuda se han triplicado y el 40% de las solicitudes provienen de personas que lo hacen por primera vez». «Sí, es una tragedia», corrobora el cardenal. «Nosotros en el Arzobispado estamos recibiendo a diario a gente que se ha quedado sin trabajo y que necesita alimentar a sus hijos». «Tremendo», sentencia el alcalde. «Así es», concluye el Rey. Observo que cuando se aborda un asunto delicado se le aflauta la voz. «Ésa es una tarea ineludible en la que debemos implicarnos todos y la Corona en primer lugar», añade. Se le nota nervioso. No es para menos habida cuenta de que la tasa de pobreza española es más elevada que la de la media europea.

Hay un silencio incómodo, que rompe el monarca, con tablas, para agradecernos de nuevo -esta vez nombra a mi amigo Horacio- la iniciativa de organizar un espectáculo de ratomaquia en Las Ventas con fines benéficos para paliar las filas del hambre: «Es extraordinario lo que han hecho ustedes dos y, naturalmente, con la colaboración generosa de las distinguidas ratas investigadoras de la Columbia University. La Reina y las Infantas han querido que les transmita personalmente admiración y elogio por tan encomiable tarea. Por desgracia no podrán asistir al espectáculo pues tienen que atender un compromiso ineludible». ¿Qué compromiso será? Sé que la Reina Letizia no es una gran amante de los toros como tampoco el propio Rey, aprendido de su madre y a diferencia del padre.

Cuando nos levantamos de la mesa hace un breve aparte conmigo y Horacio para comunicarnos que el Emérito quiere asistir a la corrida. «Yo le he animado a que vaya, pero a esta hora no puedo confirmárselo. Apostaría que sí, pero les ruego discreción», nos dice despidiéndose, esta vez con una inclinación de cabeza y una amplia sonrisa. «Nos vemos entonces en un par de horas y media en la plaza», nos dice moviendo el brazo a modo de saludo.

Efectivamente, ya no queda apenas nada para que el sueño loco que un día se me ocurrió se haga realidad. Digo a Horacio y a las ratas que voy a retirarme a la habitación para descansar un poco. Mi amigo me comunica que mientras va a tratar de cerrar los últimos flecos. Es entonces cuando Freddy, convertida en portavoz de Teby y Abigail, nos anuncia que quieren introducir dos cambios en el programa. Noto que mi frente se perla de sudor frío y que el corazón comienza a agitarse. Dios mío, qué nueva me aguarda, pienso.

Freddy nos explica que las tres quieren hacer un número musical introductorio sin la participación de los diestros: «No se preocupe. Es algo simple pero consideramos que puede resultar bello». Me habla que lo ensayaron anoche en la suite con las crías: Tienen ya escogida la música: Art of Noise, un grupo instrumental británico de los ochenta. «¿Los conoce, Melancholicus?», pregunta. «Sí, un poco. Me gustaba lo que tocaban. Me trae buenos recuerdos. Es una buena elección», respondo. Horacio toma nota para avisar a los organizadores.

«¿Algo más, Freddy?», digo un tanto nervioso deseoso de subir a la habitación para dormir veinte minutos y refrescarme antes de que nos lleven a Las Ventas. «Pues, mire, sí. Es un poco más delicado. Queremos hablar al término de la corrida». «¡¡¿Qué?!!», exclamo. «¿Pero se da cuenta de que eso va a requerir autorización previa del Gobierno y el consenso de las fuerzas políticas y apenas tenemos tiempo?». «Melancholicus, no se agite, por favor. No queremos crearle más problemas de los que ya tiene. Consideramos como un deber de moral roedora hacer un llamamiento a la concordia, la unidad y la solidaridad de todos los españoles. Nada trascendental. Un poco en la línea del discurso de Chaplin en El Gran Dictador o de Martin Luther King». «¡¡¿Whaaaat?!!», grito en inglés. «¡¡¿Nada trascendental, en un país donde los políticos miden al milímetro los discursos públicos?!! ¿Por qué no me lo ha avisado antes, señora rata mía?». «Tiene usted razón. Es algo que venimos rumiando desde hace un par de días y que hemos consensuado esta mañana después del encuentro con el señor Reconquisto», se disculpa Freddy.

«Está bien. No hay tiempo que perder. Escríbame tres o cuatro ideas sobre lo que usted quiere decir y veré si llego a convencer a Moncloa y a los demás. Así que póngase manos a la obra», le ordeno. La rata pide en Recepción papel y bolígrafo y dando apresurados saltitos se acomoda en una butaca junto a una mesita de cristal y empieza a redactar el texto.

Adiós a la siesta, me digo. No tengo un minuto de tranquilidad, ni en sueños ni lúcido, desde que un buen día inicié esta aventura.

 

 

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