¿Y si Donald Trump tuviera que regresar con su bella Melania y su melancólico hijo Barron en enero próximo a Nueva York o a su lujosa residencia de Mar-a-Lago, en Florida, derrotado en las presidenciales del próximo 3 de noviembre por culpa del estrago que el coronavirus está causando a la economía estadounidense y los disturbios raciales? Hace un mes parecía impensable, pero hoy no lo es. Él mismo se está encargando de echar más leña al fuego. Si así fuera, se podría afirmar, al menos yo, que algo positivo nos habrá dejado la pandemia.
Cavilaba en ese pensamiento mientras me sumergía la pasada madrugada en mis locuras oníricas, que a punto están de conducirme a los cielos antes de tiempo por culpa de los imprevistos de último minuto en el programa de ratomaquia en la plaza de Las Ventas. Faltan menos de dos horas y a Freddy, la rata portavoz de las tres de la Columbia University, no se le ha ocurrido mejor idea que pretender hablar al final del espectáculo en plan Martin Luther King en la Marcha de la Libertad o del barbero judío en El Gran Dictador.
Me ha entregado una notas sobre lo que desea decir. Están llenas de generalidades y en principio no deberían crear problemas políticos pese a que los ánimos están muy exaltados. En el fondo no difieren mucho de lo que alguna vez ha afirmado mi gobernante en sus homilías sabatinas sobre la unidad para vencer juntos la crisis. Sin embargo, ese discurso tiene que pasar previamente por el nihil obstat monclovita y la aceptación de los grupos políticos que se han sumado a la corrida de beneficencia en apoyo a los comedores sociales. Y no dispongo de mucho tiempo. «Yo me encargo de Moncloa y Zarzuela y tú de los demás», le propongo a mi amigo Horacio.
«Melancholicus, siento mucho este quebradero de cabeza que le hemos causado Teby, Abigail y yo, pero consideramos necesario hablar al final. Y si no es así, cogemos la maleta y regresamos ahora mismo a Nueva York», me advierte seria Freddy. «¿Y cómo van a volver si su presidente ha restringido la entrada al país, alma de cántaro?». Me mira confundida con sus ojillos como dos alfileres. Sospecho que es por la expresión «alma de cántaro». «Eso no es problema para nosotras. Tenemos contactos e influencias incluso en la propia Casa Blanca», asegura.
Trato de contactar con Monaguillo, pero la operadora de Moncloa me dice que no me puede pasar con el secretario de Estado porque se encuentra descansando. Natural. Es uno de los tres diestros junto con Isa, la presidenta de la Comunidad de Madrid, a la que las malas lenguas llaman también Ida recurriendo a sus iniciales, y Reconquisto. Con éste tiene que lidiar ahora Horacio. Una papeleta nada fácil.
Le resumo a la telefonista el asunto y la necesidad de contactar con algún otro alto funcionario. Es urgente. «Le paso con el secretario general de la Presidencia». Otro hombre fuerte del núcleo duro del conducator. «Bolaños al aparato. ¿Con quién hablo?», responde molesto. Sospecho que le he sacado de la siesta. Le explico de qué se trata. «¡Pero eso no es posible! ¡No hay tiempo para dar el visto bueno! El presidente se ha marchado a la casa del vicepresidente porque están viendo juntos una serie de Netflix y tengo orden expresa de no molestarle incluso si llaman Merkel o Macron». Le respondo que la situación es desesperada pues las ratas amenazan con no actuar si no les dejan hablar. Después de soltar un par de blasfemias contra los roedores, exclama: «Ya advertí que todo esto era una locura y que no había que fiarse de unos repugnantes bichos». «¡Pues eso dígaselo a su jefe y al Rey, que están entusiasmados con ellas», contesto agitado. «Está bien. Envíeme por whatsapp el texto y veré qué puedo hacer y también en Zarzuela».
No pasan ni diez minutos cuando recibo un mensaje de Bolaños en el móvil: «Adelante. No hay problema». Qué sencillo resulta todo cuando uno tiene acceso directo con los poderosos. Dan un vistazo al documento o a las dos frases que les comunica uno de sus esbirros y se enciende la luz verde. Sin embargo, cuando no se tiene acceso ese mismo problema puede tardar en ser solucionado días, semanas o a veces nunca.
El pobre Horacio viene pálido: «No hay problema con los populares. He llegado incluso a hablar con Isa, que se estaba ya vistiendo el traje de luces. Le he contado lo que quieren decir y me ha dicho: ¡Pues claro, qué monas estas ratitas! «Sí, sí, unidad para acabar con ese desalmado de conducator». La tía no ha entendido nada o lo ha entendido al revés para su propio beneficio. Pero, en fin, lo importante es que por ese lado ancha es Castilla. Todo nuestro». «Magnífico, Hora. Entonces, adelante con los faroles», afirmo.
Pero el rostro de mi amigo no cambia. Presagio tormenta. «¿Qué pasa, Hora? Tranquilízate tú como me recomiendas a mí a veces con razón». «Sí, sí, lo intento, pero es que Reconquisto ha tronado gritando que esto es una conspiración comunista roedora y que se lo va a pensar si torea o no». «No te preocupes. Va de farol. Estoy seguro de que irá a la plaza. No puede defraudar a sus seguidores», declaro sin estar completamente seguro de mi certeza.
Horacio me cuenta que, aparte de la irritación que ha causado esta exigencia de último minuto de las tres investigadoras de la Columbia University, hay un monumental enfado en Sanidad y entre las autoridades taurinas. El taciturno ministro, que está henchido de orgullo tras los elogios que mi gobernante ha dirigido a él y al jefe epidemiólogo de pelo ensortijado y mirada alucinada, considera una barbaridad y una flagrante violación de los protocolos sanitarios autorizar un espectáculo al que se prevé asistan más de 20.000 personas sin respetar siquiera la mínima distancia social. Entretanto, los taurinos braman contra las ratas y exigen que sean sacrificadas. Y al parecer, en eso cuentan con el respaldo del líder de la ultraderecha.
Vaya, pienso, los previos de esta pseudocorrida nada tienen que envidiar al guión de una película de Hitchcock. Sin embargo, es ya tarde para lamentarse, para subirse el embozo de mi cama, asfixiarse un poquito y despertar del delirio concluyendo que todo ha sido un mal sueño y que lo oportuno es dar un paseo relajador por la orilla del mar.
Pero no, esta vez no soy capaz de hacer click, de palmearme las mejillas y pellizcarme los brazos para regresar al mundo de los seres vivientes. Hay algo o alguien que me lo impide. Me estoy jugando la salud, pero todo sea por ayudar a combatir las colas del hambre y de paso conquistar la gloria literaria aunque sea a título póstumo. Siempre eso mejor que nada.
Tomo el ascensor y voy rápido a la suite del ramillete roedor. Allí están Freddy, Teby y Abigail, esta última un poco más nerviosa, aguardando mi llegada. Me despierta ternura ver a las tres y a las crías (nunca sé si son tres o cuatro) enfundadas en esos monos anaranjados que llevaron en alguna ocasión durante la estancia en mi cueva. Freddy y Teby portan dos maletitas en las que, según me explican, han metido el vestuario para el espectáculo y unas cintas de colores para el número artístico previo. Horacio se ha asegurado que podrán sonar por megafonía algunos temas de Art of Noise, el conjunto británico de los ochenta que han escogido para su baile. Tienen gusto.
Bajamos y salimos a la calle donde nos aguarda el director del hotel Wellington. Antes nos hemos hecho fotos con él y con el personal de servicio que tan amablemente nos ha atendido estos días. Hay algunos cámaras de televisión y reporteros gráficos que filman sobre todo a los tres roedores mientras se despiden del personal del establecimiento.
Al subir al monovolumen oscuro y comenzar a moverse el vehículo por Velázquez en dirección Goya, Alcalá y Ventas, tengo el presentimiento de que nada será igual que antes. No sé si nos dirigimos a la gloria o al infierno.