Médicos, enfermeros y demás personal sanitario han recibido el premio Princesa de Asturias de la Concordia 2020. Me congratulo y pienso que como yo el resto de los españoles. Si no me falla la memoria creo que 50.000 sanitarios han sido infectados y más de medio centenar han muerto por el Covid-19 en España. Las cifras más altas en el mundo. Me quedó grabada una frase de una facultativa en los primeros compases de la pandemia: «Nos están convirtiendo en kamikazes sanitarios». Recibían a las ocho el aplauso diario de la población, pero carecían de equipos de protección básica y a veces tenían que proveerse de bolsas de basura para cubrirse.
Antes de cerrar los ojos esta madrugada repasé el vídeo del debate sobre la nueva y última prórroga del estado de alarma. De repente, vi convertidos en pequeños Trump al centenar y pico de diputados que habían ocupado por la mañana el hemiciclo del Congreso. Seguramente exagero, lo siento, pero tuve esa visión: eran una colección de Trumps en miniatura, hombres y mujeres, algunos con mascarilla y otros sin ella. La presidenta de la Cámara había rogado al inicio de la sesión compostura y contención en el insulto. Al ser políticos autistas no escucharon obviamente la recomendación. Comprobé que sus señorías se degradaban especialmente en los turnos de réplica y contrarréplica. Era una sangría verbal. Eché de menos que la presidenta no llamara a los mansos, es decir, a los ujieres para que los sacaran con educación a todos ellos del ruedo parlamentario. Investido por un instante en juez de paz, yo imaginé que les comunicaba que habían suspendido en esta convocatoria y sugería a sus familias que los llevaran al campo a recoger la fresa u otras frutas de temporada.
Pero mi ruedo no estaba ayer en la madrileña Carrera de San Jerónimo sino en Las Ventas, donde iba a tener lugar el primer espectáculo de ratomaquia mundial para recaudar fondos en el combate contra las colas del hambre que ha causado el virus asesino.
Cuando me dormí auxiliado de dos orfidal que tomé de mi farmobar con un vaso de agua, me sumergí muy rápidamente en el escenario de la fantasía ratuna. Tengo miedo de que un día la imaginación se apague y me transforme en un ser ciego que deambula por la orilla del mar en busca de un lazarillo que me ayude a terminar mi existencia.
Dejados a los aturdidos Freddy, Teby y Abigail y sus crías con un monosabio que los llevó a los chiqueros, hablé con un empleado de Las Ventas y pedí instalarme lo más próximo a la arena. No quería que los roedores se sintieran solos cuando saltaran cual cristianos frente a los leones ante el clamor de la turba. «¿Qué quiere? ¿Ser un torero más?», contestó el tipo con una sorna que me disgustó. Una vez más mi amigo Horacio salvó la situación apretándome del brazo: «Tranqui, Bosco». «Lo más cerca que puede estar es en contrabarrera, pero le advierto que no es agradable si hay algún incidente», respondió sin rebajar la chulería. Acepté la propuesta. Horacio prefirió subir al palco reservado a la prensa desde donde podría ver con más detalle a las autoridades e invitados importantes. Nos despedimos con un abrazo violando las reglas sanitarias más básicas que el taciturno ministro de Sanidad y el médico aragonés de creciente cabellera leonina marcaron desde el inicio. Si yo hubiera estado en la piel de ambos habría comunicado que me iba a casa por haber sido desautorizado públicamente. ¿Pero qué hacer después? No me permitirían pisar moqueta y ser llevado y traído en coche oficial e incluso seguramente todas las felicitaciones recibidas de mis superiores hasta entonces se trocarían en censura, desconfianza e incluso resentimiento. «Te vas a enterar, desagradecido. Mientras esté yo en el poder despídete de tener trabajo», me espetaría el gran timonel de turno, ya fuera éste de derechas o de izquierdas: «Vete a Lhasa a pasar frío con los monjes tibetanos».
¡Finalmente en la arena o próximo a ella!, suspiré al colocarme, obviamente de pie, apoyando los brazos en una de esas contrabarreras. Realicé una visión panorámica de la plaza. No quiero caer en el tópico, aunque sin duda pecaré de ello al haber sido periodista si afirmo que no cabía un alfiler. Toda la grada estaba ya ocupada por los aficionados en un colorido paisaje de vestidos claros, viseras, abanicos y habanos. En un principio juzgué que el ambiente encajaba muy bien en los cánones clásicos de la fiesta. Pero al poco me di cuenta de que estaba muy equivocado.
El clima político había invadido Las Ventas. Quedaban menos de diez minutos para que comenzara la corrida sin sangre y ya por megafonía tronaba la música de los pasadobles taurinos: Marcial tú eres el más grande, Paquito el chocolatero y temas clásicos de la fiesta. Descubrí que en los tendidos altos de sol, en el lado izquierdo, estaba sentada una gruesa legión de jóvenes con camisetas moradas con la leyenda: «Devuelve el dinero».Y al otro, un nutrido grupo de espectadores ataviados con elásticas verdes con la inscripción: «Gobierno dimisión». Apenas existía separación entre bandos, que se insultaban y se arrojaban vasos de plástico. ¿Quién había sido el cretino que había colocado de forma imprudente tan próximas a las dos facciones? El Ministerio del Interior había prometido que se redoblaría la vigilancia fuera y dentro del recinto, pero aparentemente esa orden no se había cumplido del todo.
Regresé a los aledaños en busca de algún responsable para informarle de la situación, si bien ya no había remedio. Me topé con uno de los funcionarios del Mando Único que conocí en el hotel durante nuestra estancia y me quejé amargamente: «¡¿Pero se da cuenta de que los dos grupos estén casi pegados?! ¡No ha empezado el espectáculo y ya se están insultando!». «A mí no me diga nada. Yo soy un mandado. La responsabilidad es del delegado del Gobierno», me contestó sin inmutarse. «¿Dónde está el ministro?», pregunté acalorado. «¡Ni idea, señor! ¡Demasiado ocupado debe de estar con el lío de la Guardia Civil! ¡A lo mejor ha tomado las de Villadiego y se ha ido corriendo hasta su querido Bilbao!», respondió con medio sonrisa. Traté de hablar con el comisario Romerales, quien era el máximo responsable del orden público como presidente de la plaza, pero su móvil estaba apagado.
Pude ver tres o cuatro pancartas políticas en las andanadas. las graderías arriba de los palcos, contra la monarquía, el gobierno, el PP y a favor de la independencia catalana y vasca. Algunas de las balconadas superiores estaban cubiertas de ikurriñas, esteladas y banderas tricolores republicanas y por no faltar algunos espectadores de los tendidos bajos exhibían carteles despectivos y amenazadores contra las tres ratas investigadoras de la Columbia University: «Destripad a esas guarras», «Muerte a la dictadura roedora». En fin, la tormenta perfecta. El peor de los escenarios posibles. Estuve a punto de apretar el click y volver a la realidad. Por aburrida que fuese siempre sería mejor que asistir en la butaca de mis sueños a una eventual exterminación de los animales y quién sabe si a disturbios de la turbamulta. Creo que lo intenté, pero no tuve éxito. Debí de gritar, dar un manotazo a la lamparita y derribar la pila de libros de la mesilla de noche. Todo inútil. Mi cerebro no obedecía a mi voluntad y me obligaba a asistir, quisiera o no, a un festival que presagiaba tempestad.
¿Qué estarían haciendo mientras Freddy, Teby y Abigail, encerradas, imagino, de malos modos en los chiqueros como si fueran vulgares toros de lidia? ¿Y sus crías? Las ratas tienen los sentidos del olfato y oído muy desarrollados. Seguramente habrían ya escuchado la vocinglería que venía del exterior y algunos insultos dirigidos también contra ellas. ¿Estarían culpándome por haberlas implicado en un acto de final dudoso? ¿Recordarían que yo había empeñado mi palabra de que no serían sometidas a tortura? ¿Se lo estarían creyendo ahora mismo?
En el poco tiempo que había convivido con esos animalillos en mi ciudad accidental y en el hotel madrileño me quedé maravillado de su inteligencia, sus conocimientos, su urbanidad y hasta su sensibilidad. Desde luego, superaban la media humana. ¿Habría más ratas en el mundo tan cultivadas como ellas o era un simple accidente de la naturaleza? Me había impresionado a mí, a Horacio, al propio rey Felipe VI, al alcalde, al cardenal arzobispo de la capital del Reino y al presidente de Cáritas el modo como se habían comportado durante el almuerzo antes de ir a Las Ventas.
Faltaba poco para que fueran las seis de la tarde. Caía el sol a fuego. La música taurina subía de decibelios. Algunos aficionados ondeaban banderitas rojigualdas. Los palcos adyacentes al de la presidencia estaban ya ocupados por ministros y diputados, entre ellos Vicedós, que miraba con sonrisa tranquila el griterío de los de la camiseta. Dirigentes de todos los partidos, representantes empresariales, sindicales, culturales. Nadie había querido perderse un espectáculo de esta clase y más aún si tenía un fin social loable. En los tendidos de sombra divisé a conocidos del cine, del teatro, de la televisión, del deporte y de las letras. Identifiqué a Zidane con su mujer, tocados con gorras del Real Madrid, y no lejos de ellos a Vargas Llosa y Preysler, muy elegantes con sendos sombreros panamá. Qué contenta se pondría Abigail, coqueta ella, si descubría a su ídolo Zizou entre la gente.