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Mientras tantoCorrida de beneficencia (2)

Corrida de beneficencia (2)


Me estoy jugando seriamente la salud en estos tiempos de coronavirus. Duermo poco y las alucinaciones aumentan a medida que dejo volar la fantasía. Parece como si quisiera cargarme definitivamente el motor. Joseph-Marie McFarlane, el psicoanalista jamaicano, siempre él con un punto de transgresión, no me reprime la imaginación -¿alguien podría hacerlo?- , pero me aconseja no abusar de los psicotrópicos. Trataré de seguir sus recomendaciones, que para eso le pago religiosamente como buen paciente cada mes.

Me fui a la cama con un terrible dolor de cabeza después de seguir con atención más de una hora y media de verborrea de mi gobernante. «Evádase de él. No le hace bien. Además, no es un dechado de la lengua y se repite más que el ajo», comentó McFarlane por videoconferencia. «Mire, señor Esteruelas, podría entender que siga con más atención la retórica de ese que usted llama Vicedós. Sin embargo, su conducator o como demonios lo haya bautizado me recuerda cuando habla a un vendedor de un concesionario de coches», agregó despectivo.

Sea como fuere me endilgué dos orfidales y un lexatin para ir abriendo boca mientras trataba de terminar un ensayo muy ilustrativo de la filósofa holandesa Joke Hermsen sobre la melancolía en tiempos de incertidumbre. Me lo había recomendado hacía dos días Freddy, la rata macho, psicóloga de formación, y líder del trío que conforma ella junto con Teby y Abigail. «Estudiamos los comportamientos de la sociedad española y por tanto el de usted también. Puede que hayamos sido un poco duros en nuestros juicio sobre el desnorte que lleva encima. Le pedimos perdón. Nos cae bien, señor. Creemos que es una buena persona, demasiado para los tiempos que corren. Lea este librito», afirmó entregándome con las extremidades delanteras el regalo. «A Abigail se le ha ocurrido ponerle un nickname, un mote como dicen ustedes: Melancholicus. El hombre melancólico. ¿Le molesta si a partir de ahora le llamamos así? No vea malicia en nosotras, sino afecto por la generosidad y hospitalidad que nos ha ofrecido desde el primer día».

Con el cóctel de tranquilizantes que ingerí no era de extrañar que me perdiera al poco en la definición de la melancolía patológica y la melancolía privilegiada o creativa. Al tercer párrafo caí como un bendito y comencé a roncar y soñar, que es la asignatura donde siempre desde mi más tierna infancia he sacado excelentes resultados con gran mosqueo de mis padres difuntos.

Mi imaginación evocó lo sucedido la madrugada anterior. La propuesta loca de organizar una corrida de beneficencia en la plaza de Las Ventas madrileña, un espectáculo de ratomaquia en el que participarían mis peculiares inquilinos y tres toreros a elegir entre la dirigencia política hispana. Un espectáculo con fines exclusivamente benéficos: recaudar fondos de ayuda para los comedores de hambre que proliferan cada día más por todos los rincones del territorio nacional. Puesto que el maldito bicho había obligado a suspender el festival de San Isidro, al menos los aficionados podrían gozar de un acontecimiento único, el primero en el planeta con ratas haciendo de toros.

Estoy de acuerdo con Ana Patricia Botín, la mandamás del Santander, cuando manifiesta que lo que necesitamos ahora es solidaridad de la Unión Europea y no caridad con condiciones procedente de nuestros socios ricos, a fin de crear puestos de trabajo dignos y estables si queremos liberarnos de esta pesadilla. Pero, señora mía, con todos los respetos, mientras que no llegue el maná europeo alguien tiene que financiar el alimento de quienes han perdido todo. No fue precisamente Bruselas la que en la pasada crisis de la Gran Recesión dio de comer a los que perdieron el trabajo y su casa. Sus abuelos y sus padres y muchas onegés los salvaron. Ya sé que el Vicedós, siempre tan lenguaraz, discrepa con esas acciones benéficas porque sólo sirven para calmar el hambre de hoy. Seguro que sí, pero ¿y mientras tanto qué hacemos, excelencia?.

Así pues, me puse a preparar la hercúlea tarea de montar un espectáculo de ratomaquia en la plaza de Las Ventas. Me lo tomé muy en serio, con tenacidad baturra, como si mi vida y mi honor estuvieran en juego. Una de las partes, el trío roedor, había accedido con reservas a sumarse a la iniciativa. No fue fácil convencerlos. Temían que el acto sirviera para burlarse de una de las especies animales que más repugna a los humanos. Vengarse de ellos, torturarlos como si fueran cristianos devorados por los leones en el Circo Romano, y que los matadores acabaran con su sucia existencia con el estoque ante el clamor de los espectadores, que tenían derecho a expresar su entusiasmo porque habían pagado la entrada. Y el pueblo es soberano.

Nada de eso se produciría, les juré una y otra vez a mis temporales inquilinos. Comprometía mi salud y mi vida, les aseguré; y en un tono muy melodramático hispano afirmé: «Antes bajo yo al ruedo y me dejo matar por los maestros de la faena. Después de todo mi muerte será por una buena causa». «No exagere. No dramatice, Melancholicus, nos fiamos de usted», interrumpió mi discurso Abigail.

El trío roedor no perdió tiempo para enriquecer sus conocimientos sobre la fiesta nacional. Algo sabían. Habían leído un poco de aquí y otro de allá en la neoyorquina universidad de Columbia sobre la polémica que se había desatado en los últimos años en toda España respecto a la conveniencia de mantener las corridas. Los animalistas creían que había que poner fin a la matanza del toro por el torero mientras que los taurinos sostenían que era un arte legendario que formaba parte de la cultura hispana. Ellos, obviamente, incluso admitiendo que pudiera ser un arte, se inclinaban por proteger al animal. «Hagan como los forçados en Portugal, que no sacrifican al toro», me comentó Freddy.

Responsables e inteligentes como eran se pusieron a estudiar y practicar el toreo una vez que accedieron a participar en la corrida. Ayudados de internet adquirieron los tres volúmenes del Cossío, la mayor enciclopedia que existe sobre la tauromaquia. En veinticuatro horas les oí hablar de términos taurinos como el capote, la montera, la taleguilla, la espada, la cuadrilla, la chicuelina, la manoletina, la verónica, etcétera, etcétera, etcétera. Yo reconocía mi ignorancia. La fiesta nunca había estado entre mis gustos a diferencia del fútbol o el tenis.

Sin que ellos lo advirtieran yo entreabría de madrugada la puerta de la cocina y me entretenía viéndoles hacer ejercicios saltimbanquis más de circo que de toros. Trataba de controlar la risa cuando escuchaba a Freddy, que, muy serio, le decía a Teby, «ponte en lance que te embisto». «¿Por qué hablas de embestir? Melancholicus nos ha asegurado que no nos van a matar, que será un espectáculo pacífico y de salón», respondía el otro. «Nunca se sabe con estos despiadados humanos. Tenemos que estar preparados para lo peor. No te fíes de Melancholicus. Si la turbamulta pide nuestra cabeza nada podrá hacer. Ahora, no sé vosotras, pero yo no tengo intención de quedarme quieta. Si van a por mí, responderé con mis propias armas. Sé que les damos asco y que les infundimos miedo y a veces terror», sentenció Freddy. Entretanto, Abigail había comenzado a confeccionar tres falditas de color rojo, con el logotipo de la Columbia University, que cubrirían sus partes más íntimas. «Desnudas, ni hablar», advirtió pudorosa a sus colegas.

Había perdido mi agenda de contactos después de retirarme de la profesión, lo cual dificultaba más si cabe contactar con figuras públicas de la política para tantear si estaban dispuestas a colaborar en tan noble causa. ¿Noble?, me decía yo mismo. Comentarán que soy un descerebrado y me sugerirán internarme voluntariamente en un sanatorio psiquiátrico a fin de evitar males mayores.

Recordé entonces que conservaba amistad con un profesional de los medios a quien veía cuando iba con frecuencia a Madrid y manteníamos agradables almuerzos en los que me ponía al día de lo que ocurría en la capital del Reino.

Me puse entonces manos a la obra. No había demasiado tiempo. Las ratas no se quedarían muchas semanas más en España y regresarían a Nueva York una vez concluyeran su estudio comparativo de humanos y animales a raíz del Covid-19.

Tan pronto despertara llamaría a mi colega madrileño para que me echara un cable. ¿Despertara?, me pregunté. ¡Si despierto dejo de soñar y esta iniciativa se hace imposible de realizar!, me respondí y continué durmiendo.

 

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