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Corrida de beneficencia (20)

El cariz que estaba tomando la tan cacareada corrida con ratas llevaba mi cabeza a tratar de salir de la pesadilla en la que estaba envuelto. Hablaba y escribía en pasado frente a mi deseo de hacerlo en presente. Tenía enormes ganas de incorporarme a esa nueva realidad que proclamaba mi gobernante, de integrarme en la legión de hormigas humanas. Procurarme la toalla, el bañador, la crema solar, las gafas, el transistor, el diario global albanés y el libro. Respetar la distancia social y darme un chapuzón como lo hacía mi padre cuando veraneábamos el siglo pasado en Santander.

Pero no podía por más que lo intentaba. ¿Qué me sucedía? Tenía la sensación de haber sido hipnotizado por alguien que ahora no lograba deshipnotizarme pese a que se lo rogaba y suplicaba. Me sentía como Woody Allen en La maldición del escorpión de jade. Bastaba una palabra, «corrida» en este caso, para que yo fuera directamente al farmobar, me tomara un par de somníferos, me metiera en la cama y al poco aterrizara en la madrileña Plaza de las Ventas.

Toda una tortuosa paradoja. Hasta ahora prefería escapar del pesado ambiente que había generado la pandemia y fantasear con recuerdos de la infancia y de la juventud desoyendo los consejos de Joseph-Marie McFarlane, mi exótico psicoanalista jamaicano. Por cierto que en los momentos de lucidez traté varias veces de ponerme en contacto con él por videollamada en las últimas veinticuatro horas, pero salía el contestador. ¡¿Dónde estaría el maldito mulato, aprendiz de Sigmund y Lacan?! Justo cuando más lo necesitaba.

En fin, mi otro yo se resistió a que abandonara el festival de ratomaquia. No tenía más vía que la de convertirme en improvisado cronista de un evento, digno por su objetivo benéfico pero que había sido contaminado por la crispación y el frentismo que vivía el país. Lo comprobé en la tele por la mañana siguiendo el debate parlamentario y lo atestiguaba esta tarde con el ambiente que se palpaba y el griterío que se escuchaba en las gradas. ¡Y aún no había empezado el espectáculo!

A eso de las seis de la calurosa tarde madrileña se anunció por los altavoces la llegada del rey Felipe VI. Hubo división de opiniones en el respetable, pero los silbidos se impusieron a los aplausos cuando  la mayoría de los espectadores se percataron que junto al monarca y mi gobernante entraba en el  palco su padre, el Emérito, muy envejecido, con rostro tenso y asustado y con la apoyatura de un bastón. Fue el hijo quien le ayudó a sentarse. Arreciaron los insultos contra él mientras que desde el tendido alto donde estaban los jóvenes con camiseta morada se gritaba «devuelve el maletín, juan carlín». Los de verde replicaron inmediatamente acusándoles de «comunistas traidores».

Por un momento pensé que la autoridad de la plaza, imagino que el comisario Romerales en persona, iba a comunicar la suspensión de la corrida en vista del giro que estaban tomando los acontecimientos. De nuevo por megafonía una voz masculina anunció que Marta Sánchez iba a interpretar el himno nacional en una versión compuesta por ella misma. Más pitos, aunque cuando apareció la atractiva cantante, embutida en un ceñido vestido color rojo pasión, resurgieron tímidamente los aplausos y algunos piropos. «Vuelvo a casa, a mi amada tierra» (división de opiniones), «Hoy te canto para decirte cuanto orgullo hay en mí» (pitos). «Grande España, a Dios le doy las gracia por nacer aquí y honrarte hasta el fin» (abucheo creciente). Cuando Marta, que aguantaba como buenamente podía el ruido, entonó la última estrofa -«Y si algún día no puedo volver, guárdame un sitio para descansar al fin»- la bronca ya fue monumental. Cayeron al albero almohadillas desde arriba y algunos claveles lanzados desde los tendidos bajos, que ella agradeció recogiéndolos y se marchó apresuradamente al ver que el panorama dibujaba una tarde de rayos y truenos.

Desde luego, pensé, el responsable o responsables del programa no habían sido hábiles al no prever que la interpretación del himno nacional iba a exacerbar los ánimos ya de por sí caldeados. Además, concluí que la presencia del Emérito, aun cuando le honraba su respaldo solidario a la causa benéfica de los comedores sociales, resultaba un desacierto. Era su primer acto público desde el escándalo de sus comisiones árabes y el dinero depositado en cuentas suizas, que tanto había irritado a la ciudadanía y golpeado seriamente a la Corona.

La música taurina acalló los gritos y los silbidos. La castañuela y el redoble de tambor de la famosa España cañí hizo que el respetable se olvidara de la crispación política y comenzara a aplaudir fuerte cuando se abrió el portalón del patio de toreros para que los tres diestros del cartel iniciaran el paseíllo. «Grandes», «Campeones, «Guapa, guapísima, que te vas a comer al conducator», se escuchaba desde el graderío. Seguramente eran voces de los entendidos taurinos más conservadores. Los de las camisetas, de derecha e izquierda, mezclaban el aplauso con el silbido. Pero también la risa con la lágrima emocionada que en algunos producía la música tan hispana.

Estaba obligado a narrar como improvisado cronista accidental el caminar de tres personas, que de toreros tenían poco, vestidos con trajes que casaban mal con los cánones clásicos del toreo. Si levantase la cabeza don José María de Cossío, el autor del mejor diccionario de tauromaquia en el mundo, pensé, se hubiese muerto del susto ante el vanguardismo, casticismo y belicosidad de los protagonistas del cartel.

A la izquierda marchaba Monaguillo, que por un momento había olvidado su misión de gurú monclovita, vestido con taleguilla y pantalón más que exóticos. El atuendo de color azul diplomático estaba moteado con dibujos de números, porcentajes y nombres de partidos políticos. Colegí que había pretendido destacar su primera función por excelencia, la de muñidor de encuestas para satisfacción o angustia de su superior. Descubrí que el conducator sonreía abiertamente por el uniforme escogido por su colaborador más inmediato y le comentaba algo al Rey. Con unas medias blanquiazules, el secretario de Estado había hecho un guiño al club txurdín de sus amores, la Real Sociedad, y a su ciudad natal.

En el medio desfilaba Isa, la presidenta madrileña. Iba disfrazada la política conservadora de pichi castizo, con gorra, chalequillo gris, camisa blanca y pantalón negro muy ajustado. Llevaba el pelo recogido en coleta y el rostro excesivamente maquillado. Sin embargo, este cronista confiesa que la encontró guapa y ella sentía que lo estaba ante la amplia sonrisa y el constante saludo con los brazos al público. Los de la camiseta morada comenzaron a gritarle «Ida, Ida», jugando malevolamente con las iniciales de su nombre y apellidos. Desde diversos tendidos de sombra varios aficionados respondieron con aplausos y gritos de «guapísima» e «Isa, la mejor».

Finalmente, a la derecha, rompiendo por completo todos los moldes taurinos caminaba con solemnidad y mirada desafiante Reconquisto, el líder de Vox. Finalmente había decidido no boicotear la corrida pese a que amenazó con no participar si no se lidiaba a las pobres ratas como si fueran toros y terminaran siendo matadas a espada y fuego de banderillas. El dirigente ultraderechista llevaba un jubón verde y pantalones de igual color. Me llamó la atención que a diferencia de sus compañeros, que calzaban finas zapatillas de rigor, él portaba unas gruesas botas con espuelas.

La música atronaba cuando los tres diestros con sus capas rosa y amarillo, conducidos por dos alguacilillos a caballo, y acompañados de sus cuadrillas -sólo reconocí al barbudo colaborador de Isa- se acercaron hasta el otro extremo de la plaza. Desde allí con sus capas sobre el hombro pero sin montera saludaron arriba al palco presidencial, donde estaban, además del comisario Romerales, el Rey, el Emérito, mi gobernante y la vicepresidenta primera, que vestía con traje campero y sombrero cordobés de su tierra. En el palco de la izquierda junto a los ministros del gobierno destacaba la figura de Vicedós, que se levantó al llegar los toreros al tiempo que movía las manos en señal de calma para acallar el griterío de los de la camiseta morada, que continuaban profiriendo gritos contra la monarquía. Cuando se hizo el silencio alguien lanzó un grito agudo: «¡¡Reconquisto, acaba con esas ratas apestosas de alcantarilla!!». Vaya, musité, bien empezamos.

Por la megafonía la misma voz que había anunciado la llegada del Rey y la interpretación del himno nacional, explicó con detalle el programa y precisó que con el acuerdo de todas las partes intervinientes en la función, ésta no terminaría con la suerte de matar. Iba a ser una exhibición de toreo de salón entre los tres diestros y las ratas neoyorquinas, a las que presentó como investigadoras de la Columbia University ante la rechifla de la multitud. El festival, recordó el presentador, se ha montado para una noble causa, la de recoger fondos que ayuden a combatir las colas del hambre: «Señoras y señores, esperamos que disfruten de este espectáculo único de ratomaquia y que sepan guardar la compostura».

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