Home Mientras tanto Corrida de beneficencia (21)

Corrida de beneficencia (21)

Hasta el final van a jugar con los muertos estos supuestos servidores públicos llamados políticos. Leo en un diario progubernamental el rifirrafe que ha generado el envío de mails de un consejero, de Ciudadanos, del Gobierno madrileño, responsable de los geriátricos, a su colega de Sanidad, del PP, en los que avisaba que no hospitalizar ancianos de residencias de mayores sería ilegal y significaría una indignidad moral. Otro periódico de orientación contraria publica mensajes del primero en los que ratifica la política del Ejecutivo autonómico de no derivar enfermos en residencias a hospitales públicos.

Hay más: La presidenta de la asociación empresarial de esos centros denuncia en el Congreso el abandono en que se vieron muchas de esas personas, que perdieron el derecho universal a una sanidad digna, y se lamenta, mostrando una montaña de mensajes no respondidos adecuadamente, de la desatención recibida por parte de las autoridades públicas, centrales y autonómicas. En la Comunidad de Madrid se registran a fecha de hoy 6.007 ancianos fallecidos por coronavirus. Más de la mitad de las víctimas mortales causadas en España por la pandemia eran mayores de 65 años.

Pienso que nadie, y menos aún nuestra clase política, debería sacar pecho y sentirse orgulloso de lo que se ha vivido en estos tres meses. Al menos yo no me siento así y eso que soy simplemente un individuo asocial aunque con ciertos privilegios. No es verdad que juntos hemos derrotado al virus. Aquí no hay ninguna victoria, ni en la derecha ni en la izquierda. Más honrado sería reconocer que todos deberíamos sentirnos más o menos culpables por la muerte de los más débiles. No sé cuántas personas dependientes murieron en este tiempo por falta de medios. Simplemente por no recibir su asignación.

A veces me he preguntado cómo interpretaría la crisis virológica un extraterrestre, que se acercara una buena mañana a un quiosco de la Puerta del Sol madrileña y comprara toda la prensa escrita; y no satisfecho con eso, se atiborrara luego de los diarios digitales, le picaran los ojos viendo los informativos de televisión, se martirizara los oídos escuchando las pontificales tertulias políticas radiofónicas o se sintiera tentado de abrirse las venas sumergiéndose en las redes sociales. Siempre me acuerdo de la novela Sin noticias de Gurb, de Eduardo Mendoza, cuando examino lo que acontece en el Ruedo Ibérico.

Como soy una contradicción viviente, en palabras de McFarlane, mi psicoanalista jamaicano, esta madrugada entro más resuelto al farmobar para meterme en el cuerpo dos orfidales y medio mezclados con un vaso de whisky de malta algo rebajado. Sí, esta noche, tengo ganas de alejarme del mundo de la mascarilla y adentrarme en el fantasioso y surrealista que acaece desde hace apenas media hora en la Plaza de Las Ventas, donde ya estoy metido de hoz y coz en la exótica corrida de ratomaquia con fines benéficos.

El respetable berrea, aplaude, chilla, silba, insulta según le venga en gana y según la orientación política con la que supuestamente se identifica. El tronar de los pasadobles lucha contra la vocinglería humana. Pienso que debe de ser cosa del comisario Jacinto Romerales, a la sazón presidente esta tarde del festejo, haber dado órdenes de subir al máximo los decibelios cuando suena la trompeta y el tambor del muy taurino El matador mientras los tres singulares diestros regresan a la barrera tras saludar al palco presidencial, con el Rey y el Emérito removiéndose nerviosos en sus asientos. No es para menos. Los de la camiseta morada apuntan el dedo a sus pecheras con la leyenda «Devuelve el dinero» y los de la elástica verde increpan a mi gobernante, acusándole de haberles robado su libertad. No deja de ser una paradójica protesta. Logro oír algún olé, que procede de los tendidos de sombra, de hombres trajeados a los que acompañan bellas damas con flor en la oreja. Gracias, debe de pensar Romerales, que mira y remira el reloj con el ansia de que todo concluya bien y pronto.

Por los altavoces la voz masculina nos anuncia que «las ratas investigadoras de la Columbia University, doña Abigail, don Freddy y don Teby van a continuación realizar un número artístico musical de gimnasia rítmica en reconocimiento a toda la afición que esta tarde se ha congregado en Las Ventas con este fin tan loable como el de recaudar fondos para los comedores sociales. Recibámoslas como se merecen con un fuerte aplauso». Demasiado optimista el presentador, porque el griterío es mayúsculo. Nadie ha escuchado que el número será acompañado por la música del grupo pop británico Art of Noise.

«Payasas», «Asquerosas yanquis», «A la hoguera con ellas». Son algunos de los insultos con los que se recibe la presencia de los tres roedores y sus crías, vestidos, justo es decirlo, con unas ridículas falditas rojas con el logotipo de su universidad. Avanzan muy nerviosas, provistas de una serie de instrumentos gimnásticos, hasta el centro del albero y hacen una educada reverencia a la oriental. Las crías, más inconscientes, parecen ajenas a la situación y se empujan entre sí divertidas. Yo les hago desde la contrabarrera una señal de ánimo y levanto el pulgar derecho hacia arriba. Pobres animales. ¡En buen lío les he metido!

Es verdad que la música amansa no sólo a las fieras, sino también a los animales humanos. Tan pronto como la plaza se siente invadida de la extraordinaria música de sintetizadores del grupo británico de los ochenta, los espectadores abren bien los ojos, se dan codazos, se acallan unos a otros ante un espectáculo majestuoso de una belleza que este cronista no es capaz de explicar. Freddy, Teby y Abigail se ayudan de unos aros pequeños por los que entran con elegancia sus pequeñas hijas para regresar al otro lado con igual habilidad. Aplausos y hasta algunos olés. Los del graderío de hooligans pactan un armisticio y se concentran en los acordes de Moments in love. Con mi retroproyector mental, comprado a precio desorbitado hace ya tiempo a Sigmund en su casa de Viena, me desplazo a los ochenta, mi mejor etapa existencial, y esos teclados me traen maravillosas imágenes. No me identifico ahora mismo con estas peculiares ratas de biblioteca. Prefiero concentrarme en la música de estos artistas británicos que por desgracia ya se retiraron. Pienso en maravillosos viajes y aventuras con gentes a las que amé o tal vez no supe amar como ellos hubiesen esperado de mí.

Pero Freddy, Teby y Abigail me despiertan de nuevo. Esta vez con un juego malabar de balones pequeños rojos y azules, que lanzan al aire y esperan desde la arena para atraparlos mientras las crías brincan a su alrededor. ¿Cuándo habrán sacado tiempo estos animales para preparar este número? Nunca los oí ensayando nada en las madrugadas en la cocina de mi guarida en mi ciudad accidental. Hablaban e intercambiaban opiniones sobre la conducta humana como consecuencia del coronavirus. Escribían, lo hacía especialmente Freddy, el líder de la banda, y cuando se cansaban jugaban al cinquillo en la mesa cerca de la puerta.

Los aplausos y los olés aumentan. El respetable, amansado al menos por un tiempo, tiene buen gusto y sabe apreciar la habilidad ratuna y la elección de una magnífica música. Una pena que el espectáculo no haya sido nocturno. Las luces hubiesen enriquecido el colorido.

Están ya en plena faena las ilustres ratazas cubano-norteamericanas. No sé si Vicedós, que sigue desde su palco como el resto de los ministros con gran atención el espectáculo, conoce con exactitud el historial de Freddy, Teby y Abigail e ignora que se marcharon un día de la Cuba poscastrista en una balsa de la libertad, arribaron a Florida y de allí viajaron hasta Nueva York donde pronto encontraron trabajo como investigadoras seniors, ellos psicólogos y ella socióloga, en la Columbia. Mejor que no sepa su pasado cubano, porque alguno de sus exaltados seguidores las tildarían de despreciables representantes de la «gusanera», cubanos del exilio enriquecido en Florida.

El número ratuno está a punto de concluir. Las ratas desenrollan hábilmente unas cintas rojas terminadas en unas banderas con tres leyendas distintas: diálogo, solidaridad y unidad. Tal vez en un estilo de buenismo intelectual americano, un tanto cursi, pero que indudablemente necesitamos en estos momentos. Los aficionados lo entienden y aplauden. Hay gritos contra la presidencia, pero Felipe VI y su padre se ponen de pie al igual que el conducator para saludar y agradecer el espectáculo artístico que acaban de presenciar. Freddy, en plan rey de la tarde, contesta con un «Gracias, Madrid», que los espectadores contestan con una atronadora ovación.

Regresan contentas, satisfechas y sudorosas hasta la puerta de toriles. Me miran y yo levanto el dedo pulgar en señal de reconocimiento y admiración. Observo que los tres diestros aplauden también. Un monosabio les grita: «Venga, chicas, a los chiqueros, que ahora empieza la verdadera función».

 

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