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Mientras tantoCorrida de beneficencia (25)

Corrida de beneficencia (25)


Me encantan las encuestas, incluso las sesgadas del director del CIS, para observar lo honrados o mentirosos que somos con el encuestador y lo manipulador que éste puede ser con la formulación de preguntas. Esta mañana he escuchado en la radio progubernamental que un 6% de encuestados norteamericanos afirman que jamás en su vida volverán a abrazar a sus amigos ni a ningún otro ser vivo del planeta. ¿Sería yo capaz de eso? El abrazo es una manifestación de mis emociones, pero, por consiguiente, un factor para causarme alteraciones. En tiempos del coronavirus me pregunto si todos los abrazos que he dado o recibido a lo largo de la vida me han producido más felicidad que infelicidad. Debo preguntárselo a McFarlane, mi psicoanalista jamaicano, que últimamente está vagueando y cuestionando su abultada minuta.

Amor y odio es la peli que van a empezar a rodar juntos el Rey y su padre. Promete ser apasionante, como todas las emociones, más aún si en ella participan los fiscales del Supremo, los jueces suizos, la clase política que conforma el Ruedo Ibérico y como estrellas invitadas, Vicedós y el portavoz podemita parlamentario. Supongo que será catalogada como cinta no recomendada para menores o personas con problemas de corazón y que los obispos la clasificarán en las parroquias como gravemente peligrosa. ¿Tendrá un happy end? Si es como tantos filmes de hoy en los que se nos dice al inicio que están basados en hechos reales, tengo serias dudas de que el final sea feliz. A lo mejor se podrían rodar dos versiones y que un consejo de sabios y expertos en el séptimo arte dictaminara cuál sería el más auténtico.

Oigo que La Tribune de Gèneve, el principal diario suizo y uno de los primeros en desvelar el escándalo del presunto cobro de comisiones del Emérito, tituló a finales de mayo un artículo editorial de este modo: Tirar de la manta. En él afirmaba que producía espanto saber cómo el ex monarca se paseaba no hace mucho por la campiña helvética con un maletín repleto de dólares y comentaba tener dudas de que la justicia española disponga de todos los medios para llegar hasta el final. Es decir, para descubrir la calidad y los componentes del pastel.

El asunto no puede ser más engorroso para todos por la capacidad desestabilizadora que encierra justo en uno de los momentos más delicados para el país con todos los fuegos encendidos. No sé bien quién saldrá beneficiado de esta crisis. Si se archivara el caso la opinión pública diría que la justicia no es igualitaria, lo cual en realidad ya sabemos. Si fuera juzgado y condenado salpicaría la imagen de su propio hijo, Felipe VI, a quien muchos acusarían de haber tratado de encubrir al padre. Y en este panorama se abriría un debate político sobre la institución monárquica, su función, su anacronismo y la conveniencia de cambiar la forma de Estado. Todo ello con una pandemia que puede reproducirse y con una gravísima crisis económica y sociolaboral de la que sólo podremos salir con unidad, diálogo y solidaridad, esos lemas que Freddy, Teby y Abigail exhibieron en unas banderitas en Las Ventas.

En este clima me da ganas de quitarme de enmedio, de subirme a la canoa y de remar y remar hasta mar adentro para luego arrepentirme y llorar por no saber regresar. Sin embargo, el deber de cronista me obliga a seguir informando del festival taurino madrileño, que ya toca a su fin. Si estiro el chicle demasiado caeré en el aburrimiento y se evaporará el suspense en el supuesto de que lo haya habido.

Al principio el público se contagió de la crispación política. No faltaron los gritos y los insultos de un signo y de otro. Sin embargo, pareció relajarse con el número de gimnasia artística que nos brindaron los tres roedores antes propiamente de la corrida y se mantuvo con el toreo elegante de Monaguillo ante Freddy y el de la pasional Isa en su peculiar correcalles con Teby, que terminaron abrazados y ovacionados por el respetable. Todo empeoró al conocerse en las gradas las últimas noticias que afectaban al Emérito y otras ligadas a la batalla entre gobierno y oposición sobre la pandemia. El aire se electrizó con el toreo agresivo de Reconquisto y su evidente actitud de tratar de humillar a Abigail, ligeramente herida en una de sus extremidades al rozar la piel con la espuela acuchillada del líder de ultraderecha. Aumentó la desconfianza y el rencor del animal y confirmó la nula empatía, que ya se palpó cuando se conocieron ambos en el hotel Wellington en la reunión previa a la corrida. Ni siquiera las palabras de interés del matador tras el infortunado accidente en la plaza calmaron las rencillas. La herida sólo hizo que abrir otras más profundas.

Pensaba todo esto antes de acudir al farmobar. Me dije a mí mismo: No serás tan insensato de pensar que esta madrugada eres capaz de narrar el final de la función sin una buena dosis de somníferos y alcohol, ¿verdad? Si hubiese estado acompañado en ese momento por alguien más que por mademoiselle Solitude, a ser posible por alguna de esas compañías que no me hacen todo el caso que yo reclamo, habría desistido en mi empeño y dejado la narración para una mejor y más prudente ocasión.

En definitiva, que acudí al baño, rebusqué en el cajón donde guardo la farmoteca de tranquilizantes, me puse en la boca dos orfidales y un lexatin y me los tragué con un buen lingotazo de whisky maltés. Creo que entré en el dormitorio dando tumbos. Temí que ni siquiera fuera capaz de llegar a la cama y de arrebujarme en las sábanas bien planchadas por mi discreta y laboriosa ama de llaves. Derribé en el movimiento la lamparita de la mesilla y la pila de libros que suelo tener encima y que me protegen a falta de mejor compañía.

Obviamente esta vez no llegué ni abrir la novela del joven escritor australiano que tengo entre manos. No debió transcurrir ni un minuto. La química me llevó rápidamente a Las Ventas. Lo primero que entró en mi cerebro fue un gran murmullo procedente de las gradas. No se escuchaban gritos de insultos ni de aplausos. Cuando se introdujeron por el ojo las primeras imágenes observé que el personal permanecía en los tendidos, unos de pie, otros sentados, como si esperasen algo más: la aparición de un Dios terrenal que les agradeciera su presencia y haber participado en una obra benéfica tan digna como era la de contribuir a reducir las colas del hambre causadas por el virus asesino.

Aproveché en ese momento de pausa para salir de la contrabarrera y dar un vistazo por los aledaños por si me enteraba de alguna noticia fresca. Además, me acordé de la magullada Abigail y quise interesarme por su salud. Un empleado me permitió entrar hasta los chiqueros. Allí estaban los tres roedores con las crías refrescándose, bebiendo un poco de leche e intercambiando opiniones. «¿Qué le ha parecido, Melancholicus?», preguntó Freddy a lo que respondí que podían sentirse satisfechas y orgullosas de su actuación. «Seguro, pero hay muy mal ambiente. Se notaba claramente en la arena», interrumpió con voz amarga Abigail, quien se había puesto un vendaje en la pata. Me confirmó que la herida era leve, pero volvió a quejarse de las supuestas malas artes que exhibió Reconquisto. «No me gusta ese señor. Se lo digo francamente. Me mira mal». «Bueno, tranquilícese, Abigail, que ya no queda nada y mañana podrán regresar sanos y salvos a Nueva York y a su querida universidad donde el claustro los recibirá con los brazos abiertos.

Estábamos hablando tranquilamente cuando de repente se abrió el portalón de chiqueros y entró un desfile de personas importantes, algunas reconocí y otras muchas no. Los rostros no eran precisamente amigables. Mascaban la tensión. Vi entre ellos al comisario Romerales, a Monaguillo, Isa, a Reconquisto, muy crispado, al relamido diplomático de Zarzuela que acompañó al Rey en el almuerzo previo a la corrida y a más personas que hacían bulto. Fue Monaguillo, quien nervioso abrió el fuego: «Me ha dicho Bolaños que las ratas quieren hablar. ¿Por qué no nos lo dijeron antes?  ¿De qué se trata? ¿Nos pueden enseñar el discurso para revisarlo?». Le conté que efectivamente yo también me había quedado sorprendido de ese anuncio en el último minuto. Le expliqué al secretario general de la Presidencia que iban a ser palabras muy generales sobre la unidad y el diálogo y que éste dio el visto bueno.

Fue Freddy quien, al descubrir que yo estaba pasando un mal trago, se adelantó: «Señores, perdón por no haberles comunicado antes nuestra intención. Lo decidimos después de las reuniones que tuvimos en el hotel». «¿Nos puede enseñar una copia del discurso?», le interrumpió cortante el comisario Romerales. «Es muy delicado en estos momentos que ustedes larguen… A saber si instan a la revolución. Cualquier cosa tratándose de ratas». Se entrometió el relamido diplomático de La Zarzuela: «No se les ocurrirá hacer un comentario antimonárquico, ¿verdad?, porque se incendia la plaza». «¡Cállese y no diga más majaderías! Comisario debería prohibir que estas tías negras hablen y punto», gritó muy agitado Reconquisto. Y añadió: «Ya está bien de charlotadas. ¿No les parece?».

La rata portavoz explicó que no tenía copia del discurso porque iba a improvisar. «Ah, no, señor mío. Eso sí que no. No lo puedo autorizar, porque la afición me destroza el coso. Hay mucha ira contenida. ¿No se ha dado cuenta, usted, que me han dicho que es un ilustre psicólogo académico?», afirmó alzando la voz Romerales pero con un toque irónico. «Espere, comisario, deje que se explique», contemporizó Monaguillo. Freddy, con tono pausado, repitió lo que antes me había dicho a mí en el hotel: «Queremos hacer un llamamiento a la concordia, la unidad y la solidaridad de todos los españoles. Lo consideramos un deber moral por nuestra parte». «¡¿Deber moral?! ¡¿Pero acaso una rata entiende de moralidad?!», clamó el líder de Vox. «¡Más que usted, señor mío!», le interrumpió Abigail. «Calma, señores, calma», pidió de nuevo Monaguillo. «Por favor, ¿podría ser un poco más explícito?», le rogó a Freddy. Éste contó que pretendía montar un discurso en la línea del Gran Dictador y de Martin Luther King. «Esos dos tipos eran comunistas, señores», bramó Reconquisto ante la perplejidad del grupo.

«Hagamos una cosa. En lugar de estar discutiendo pidamos el visto bueno de nuestros jefes. Tú, Carlos Alberto, llama al Rey y le explicas de qué se trata mientras yo hablaré con el presidente del Gobierno», medió Monaguillo. Me pareció un planteamiento acertado. En pocos instantes de conversación telefónica obtuvieron luz verde. El diálogo del secretario de Estado con mi gobernante no lo pude escuchar, pero sí el del relamido diplomático con Felipe VI, quien con voz aflautada dijo: «Adelante, Carlos Alberto y felicita a todos por el maravilloso espectáculo que nos han brindado».

 

 

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