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Mientras tantoCorrida de beneficencia (3)

Corrida de beneficencia (3)


Cuando estoy lúcido suelo leer, escuchar y digerir las noticias, hablar con mi psicoanalista jamaicano por videoconferencia y dar una vuelta matinal bordeando el mar. Cuando me pongo en «modo sueño» abro las ventanas, tomo un par de somníferos, me adentro en el mundo de la fantasía, converso con humanos y con ratas ilustradas, y más tarde lo vuelco en la escritura, que es mi mejor manera de tratar de comprender la realidad irreal.

Antes de cerrar los ojos anoche terminé un ensayo sobre la melancolía de la filósofa holandesa Hermsen. La pandemia ha puesto de moda la filosofía, incluso hasta al ministro de Sanidad, filósofo de formación, taciturno y blanco de las críticas, a quien le he visto en una imagen de ayer sonreír por primera vez en una reunión con mi gobernante. Respira aliviado al comunicar el descenso notable en la cifra de muertos e infectados. Me congratulo. No hay mal que por bien no venga. Una crisis como la presente rescata una materia arrinconada en los planes curriculares de la educación secundaria. Slavoj Zizek, Byung Chul Han y la propia Joke Hermsen están en la boca de los medios para analizar los efectos que puede acarrear la catástrofe del coronavirus.

«Durante las últimas décadas se ha anunciado con frecuencia, y tal vez con cierto placer cínico, el final de la historia, del arte, de los ideales y hasta del planeta y la humanidad (…)Poco a poco empezamos a creer en la llegada de esos finales o, al menos, empezamos a dudar cada vez más de la posibilidad de un nuevo comienzo. La gente tiene miedo de perder el control sobre el futuro, y en Europa hay partidos políticos que alimentan ese miedo. El miedo, sin embargo, socava la defensa de las personas y las hace vulnerables. El miedo atrofia la creatividad y la solidaridad, anquilosa la capacidad de tomar la iniciativa y de actuar con sentido político. El miedo aísla, alimenta sentimientos de impotencia y favorece los estados de ánimo depresivos», escribe Hermsen en su ensayo «La melancolía».

Los orfidal son perfectos para amodorrarme y empezar a fantasear. Recuerdo al instante en qué situación están mis preparativos para organizar un espectáculo de ratomaquia benéfico destinado a recaudar fondos para los comedores del hambre. Freddy, Teby y Abigail, las tres ratas investigadoras de la Columbia University, inquilinas temporales en la cocina de mi apartamento, han accedido a participar sin cobrar un euro en el espectáculo, inédito en el mundo mundial. Ahora queda lo más peliagudo: encontrar toreros, convencer a los partidos políticos para que secunden la iniciativa, lograr el respaldo de Zarzuela y que la ciudadanía asista al festival en el coso madrileño de Las Ventas, recién remozado.

«Horacio, ¿cómo estás, hombre?», me anuncio por teléfono a mi buen amigo periodista de un diario digital nacional en auge. «¿Y cómo voy a estar? Agotado. Esto es un sinvivir, un triturador de parejas, de familias, de hijos. Pero nuestros jefes nos explotan sabiendo que es una droga para nosotros», contesta. Efectivamente, su voz suena cansada. Cuando tras un par de minutos de conversación informal le explico el motivo de mi llamada, hay un silencio glacial al otro lado del hilo, un largo silencio que por un momento creo sea el brusco final de la charla. Al cabo de ese tiempo, el bueno de Horacio dice: «¿Oye, tú estás bien de la cabeza? ¿Te has fumado un par de papelinas o qué? Ten cuidado, que ya tienes una cierta edad».

He tardado más de una hora en detallarle mi situación tan peculiar: unas ratas que hablan, que no repugnan, pulcras, de gran inteligencia y formación, investigadoras universitarias y que acceden a colaborar en este acto sin fines lucrativos con la sola condición de no ser humilladas ni sacrificadas en la plaza. «¡Pero, hombre, eso va en contra de la filosofía taurina, el combate entre el torero y el toro hasta conseguir la muerte del astado», afirma no falto de razón. «Pues eso, justamente eso es lo que pretendo, una corrida de beneficencia sin sangre», insisto. «Veré lo que puedo hacer, pero no te prometo nada, porque la iniciativa se las trae, tío», resopla.

Al cabo de tres días, en plena noche, suena el móvil. Tardo en cogerlo. Respondo un poco sonado. Es mi amigo Horacio muy excitado: «¡Chico, lo nunca visto! La idea ha caído extraordinariamente bien. Me he visto obligado a decir que es mía, si no te importa, así me sirve para ponerme en la lista corta de aspirantes a dirigir el periódico cuando se jubile el actual director, lo que está al caer». No comento sus palabras, aunque me evocan tiempos pasados en los que uno debía habituarse al canibalismo que existía entre colegas.

Horacio me asegura que quieren participar todos, incluido por supuesto Moncloa. Los nacionalistas catalanes y vascos le han comunicado que harán su aportación, pero que no asistirán a Las Ventas por motivos políticos al entender que es un espectáculo muy españolista. «¡Pero no estamos hablando de toros, sino de ratas!», le insistí a un dirigente peneuvista». «Es igual», me dijo. «Compréndelo. Nos pondría en un gran aprieto entre nuestros votantes. Y ahora más que estamos en vísperas electorales».

En el Gobierno, al parecer, la iniciativa se ha considerado como una óptima idea para que cristalice lo que ellos llaman pomposamente mesa para la reconstrucción y, naturalmente, para fortalecer la imagen de la coalición justo cuando viene la segunda pandemia, la ruina económica que va a dejar el país para el arrastre. Hay euforia, me cuenta, con el acuerdo que han alcanzado Merkel y Macron para crear un fondo de medio billón de euros para los países más afectados a través de subvenciones no reembolsables, aunque Madrid quería muchísimo más. «Mejor eso que los hombres de negro», opina Horacio.

«Ni te imaginas el debate interno que se ha abierto en la coalición tan pronto Moncloa ha accedido a participar en el proyecto taurino», me revela mi amigo. Según su información, se barajó al inicio la idea de que fuera el propio primer ministro quien vistiera el traje de luces. Sin embargo, Vicedós exigió entonces bajar al ruedo para ser también él torero por una tarde y de lo contrario retiraba a sus ministros y provocaba una grave crisis política. Ante eso se tanteó la idea de que luciera la taleguilla el ministro de Sanidad, pero se descartó inmediatamente por estimar que arrastra una melancolía catalana incurable, lo cual podría provocar la chanza y hasta la protesta del respetable. «¿Entonces, a quién han elegido?», pregunté curioso. «Hubo una decisión salomónica. ¡No te lo vas a creer! ¡¡Al Monaguillo!!», gritó Horacio. «No le ha hecho mucha gracia al secretario de Estado, pero como la orden viene de arriba ha tenido que tragar el leal Rasputín vasco, el gurú monclovita».

Mi informante me contó que los Populares habían escogido como torera a Isa, la presidenta de la Comunidad de Madrid: «No está mal pensado. Despierta bastante simpatía entre mucho ciudadano conservador de la ciudad. Especialmente ahora. Me aseguran en la Puerta del Sol que está muy emocionada y que incluso comentó estar dispuesta a encerrarse con los tres roedores y ser la única maestra del cartel de Las Ventas». Ciudadanos ha optado por no proponer a nadie del grupo como diestro. Pensaron en su lideresa, pero dado su avanzado estado de gestación no es prudente, Y por último, Vox no escatimará esfuerzos: «Les entusiasmó la iniciativa desde el primer momento. Creen que encaja bien en el ideario del grupo. Han seleccionado a su líder, al temible Reconquisto».

«¿Y qué te han dicho en Zarzuela?», pregunté a Horacio, orgulloso como se sentía del éxito de sus gestiones. Me contestó que no había llamado: «Te lo dejo a ti». ¿A mí, pensé, si no soy capaz siquiera de conocer al jardinero de Palacio? Me estrujé peligrosamente las meninges y recordé que tengo un íntimo amigo, miembro de la aristocracia y conocedor de arriba abajo de todos los integrantes del Gotha de la nobleza española sin excepción. Amablemente, y sin hacer demasiadas preguntas, lo cual se lo agradezco, me respondió al cabo de hora y media: «Hecho. El Rey y la Reina asistirán al espectáculo de Las Ventas». Pregunté un tanto incómodo si habría que contar también con la presencia del padre, gran aficionado a los toros. «Lo hemos comentado, pero su Alteza no me ha asegurado nada dada la delicada e incómoda situación que atraviesa el Emérito», me respondió seco.

Fui a la cocina a comunicárselo a mis inquilinos roedores. Los encontré en plena faena gimnástica, cada vez más implicados en esta historia: «Estábamos convencidos de que lo conseguiría. Usted vale más de lo que cree. Ahora sólo queda confiar en que sea un éxito».

Lo será, me dije. Y entonces desperté. Fui a la terraza y saludé al mar. Me pareció que me sonreía.

 

 

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