A las ocho de la mañana de hoy atisbo a unos 300 metros desde mi terraza una familia de delfines, nadando a brincos. Qué maravilla. La paralización de la actividad y la reclusión por el coronavirus han hecho que los mares estén más limpios. Desgraciadamente eso no durará mucho más tiempo. Las hormigas humanas preparan sus barcos de recreo, sus lanchas y patinetes, sus colchonetas, sus cremas protectoras, sus toallas y bañadores, sus sombrillas y chiringuitos, su música, sus gritos, para contaminarlo todo otra vez como si nada hubiera pasado. Un mal sueño que hemos derrotado con moral de victoria, me machacan en los oídos. Jane Goodall, la célebre primatóloga británica, afirma que si no encontramos otra forma de vivir, seremos una especie extinguida.
A más de medio millar de kilómetros, al norte de mi cueva, mi gobernante llega al Congreso de los Diputados para buscar la quinta prórroga del decreto de estado de alarma. Suda tinta para obtener los votos suficientes. Resulta malherido por los zarpazos de los nacionalistas catalanes, salva el apoyo, naturalmente no desinteresado, de los vascos y se encuentra con el de los centristas de Ciudadanos con gran incomodidad y enfado de los socios podemitas.
Pero eso es la política, convertida desde hace ya mucho tiempo en un chalaneo: te doy esto a cambio de aquello. Es como cuando en el cole, durante el recreo, nos reuníamos tres o cuatro en una esquina para vendernos cromos de futbolistas. «Te ofrezco cuatro Ramallets a cambio de un DiStefano». El objetivo siempre era el mismo: completar el álbum y así sacar pecho frente a las colegialas del Sagrado Corazón. En fin, parece como si todo estuviera ya inventado, incluso aquellas emociones, aquellos sentimientos que creemos cuando los vivimos sean únicos e irrepetibles y hasta difíciles de explicar. Y está bien que así sea porque le dan un sentido a la vida, lo único y más valioso que tenemos.
Pienso al seguir con masoquismo el desarrollo del debate parlamentario por la tele, que nuestro peor virus no es el Covid-19 sino la intolerancia inveterada que arrastramos desde hace siglos los españoles. Es ese duelo a garrotazos que tan bien reflejó en una de sus telas mi paisano Goya. Y sin embargo, pese a esa voluntad de autodestrucción y de autoflagelo que nos infligimos, hay algo en nuestro ADN que nos hace remontar en momentos de grave crisis. Este es uno de ellos. ¿Seremos capaces de salir del abismo?
En las presentes circunstancias tengo claro que yo sólo soy yo cuando sueño, cuando no estoy lúcido. Es entonces cuando mi irrealidad se convierte en real. La disfruto pero también la padezco, porque me produce alteraciones nerviosas, ansiedades, angustias y migrañas. Pero eso es lo que hay. Debo aceptar como soy, ni mejor ni peor que el resto de los humanos. Con peculiaridades que trato de volcar en mis escritos. De momento no sé hacer otra cosa y temo que ya es tarde para cambiar.
Así pues, voy a mi farmacia privada, tomo dos orfidal y mojo los labios con un poco de bourbon. No exagero como otras veces. Y ahora a esperar a adormentarme y que me encuentre de nuevo con mis ilustrados roedores, residentes provisionales de la cocina y futuros protagonistas de un espectáculo del que se habla en los mentideros de la Villa y Corte: una ratomaquia en Las Ventas, con fines benéficos para ayudar a las filas crecientes de gente anónima que se agolpa en los comedores del hambre, ajena al griterío político y a las caceroladas vespertinas. El tifón del patógeno ha arrasado con ellos y con su vida. Han perdido casa, empleo y algunos hasta familia, pero no por ello son menos dignos que yo.
«Hola, buenas madrugadas, Melancholicus», me saluda Freddy sonriente. Observo que él y sus colegas Teby y Abigail, junto a las tres o cuatro crías, están ya preparados en perfecto pase de revista, con sus uniformes anaranjados y gorras de igual color con el logotipo de la Columbia University, de donde proceden en su calidad de investigadores seniors, encargados de realizar un trabajo de psicología comparativa de humanos y animales a raíz del coronavirus.
Están ya plenamente informados de todo y cada uno de los detalles del evento. Han practicado la ratomaquia estos últimos días con seriedad y diligencia. Saben de mi amigo periodista, Horacio, mi enlace madrileño, de la expectación inusitada que ha despertado la corrida entre lo más granado de la sociedad capitalina, entre esos que cuentan, pero también en la ciudadanía en general. Siempre me exigen que recuerde a los organizadores que el festival no debe ser una burla y una humillación a su especie y por supuesto no desemboque en un final sangriento. «Descuiden. Tienen mi palabra y los de Madrid lo saben y están de acuerdo. En realidad, esa es la gracia del espectáculo», les tranquilizo una vez más, aunque me inquieta tanta reticencia, especialmente de Abigail, la hembra. ¿Qué temerá? ¿Una encerrona? ¿Una ejecución sumaria de los tres ante el jolgorio y alborozo del respetable público?
Abandonamos pues el piso de mi ciudad accidental y nos dirigimos a pie hasta la estación ferroviaria por unos túneles poco atractivos y recomendables para cualquier humano, incluido yo, pero en los que se mueven con soltura y hasta elegancia mis inquilinos. Las pequeñas cantan y cantan. Están alegres enfundadas en sus diminutos vestidos. Llegados a la estación, un funcionario de RENFE nos acompaña hasta el único vagón de AVE que han formado exclusivamente para nosotros. Dos azafatas nos reciben sonrientes y nos acomodan en las butacas: «Bienvenidos señor Esteruelas y señoras ratas. Estaremos durante las dos horas del viaje a su disposición. Les ofreceremos tan pronto como nos pongamos en marcha un desayuno con café o té, zumos, bollería y fruta y prensa nacional», anuncia una de las azafatas, que tiene una espléndida dentadura.
Echo un vistazo rápido a los periódicos. Todos se hacen eco del debate parlamentario y se recogen las últimas noticias sobre lo que algunos titulan como «la ratomaquia del siglo». Uno de ellos, el rotativo en el que trabajé durante una veintena de años, publica un editorial elogiando la iniciativa, cuya idea, explica, es de un grupo de buenos ciudadanos movidos por la gravedad de la crisis social, sin ningún afán de lucro ni aspiración política. No me sorprende que en ningún momento el artículo mencione mi nombre y que no se ajuste del todo a la verdad. Siempre se han distinguido por tener una buena memoria selectiva.
Mis acompañantes miran apasionados desde los ventanales del vagón el paisaje de primera hora de una mañana soleada que promete ser calurosa. No conocen lógicamente el recorrido. Es su primer viaje más allá de Málaga. Cultivadas como son hacen elogiosos comentarios históricos cuando el tren pasa por Córdoba y luego se adentra por la llanura manchega, la tierra de Don Quijote, exclama Freddy con un punto de suficiencia. Él ha leído la novela cervantina, a diferencia de sus colegas aun cuando son conocedores de la obra cumbre de la literatura hispana.
Al llegar a Madrid nos espera en el andén mi amigo Horacio y un miembro que él me presenta como uno de los integrantes del llamado Mando Único. El título me suena a la pandemia. ¡Cuánta burocracia para organizar un espectáculo en Las Ventas!, pienso. Horacio me explica que en ese órgano hay un representante de la familia real, tres de los partidos que han confeccionado el cartel, así como otros de los agentes sociales. «No se te ha escapado nada», le digo mientras me entrega un dossier con el programa minutado de nuestra estancia en la ciudad. «¿Sólo uno? ¿Y para ellas, que son las verdaderas protagonistas?», le pregunto con malicia. Se queda un tanto desconcertado: «Ah, bueno. No sé. Haremos ahora copias tan pronto lleguemos al hotel». Creo que ni él ni nadie entienden bien la presencia y la importancia de los tres roedores. Los consideran unos simples animales que participarán en un acto circense, domados por tres toreros humanos. En realidad dos toreros y una torera. Sin embargo, sin ellos no tiene ninguna importancia el evento.
En el vestíbulo del Wellington, al arranque de la calle Velázquez y a dos pasos del Parque del Retiro, nos aguardan en el vestíbulo el director, personal de servicio y mas miembros del Mando Único. ¡Vaya lata!, me digo evitando que me escuchen. Mis inquilinas, que en todo momento se han mostrado educadas y desenvueltas, no pierden detalle. Escuchan y miran a los labios a Horacio. Éste nos ruega que una vez dejemos el equipaje en las dos suites donde nos alojamos bajemos de nuevo para reunirnos por separado con cada uno de los diestros: Monaguillo, en representación del PSOE y Moncloa; Isa, presidenta de la Comunidad de Madrid, acompañada del líder del PP, y por último Reconquisto, máximo dirigente de Vox. Las ratas me soplan al oído si podrán visitar El Prado. «Me temo que no. Todos los museos están aún cerrados por el coronavirus», me dice apesadumbrado el periodista. «No creo necesario que ellas asistan a las reuniones», manifiesta el periodista. «Estimado señor, se equivoca. Nosotras tres consideramos que sí que es necesario y que en consecuencia vamos a asistir», interviene con tono cortante Freddy. No puedo controlar una sonrisa maliciosa. En el fondo, me digo, este trepa de Horacio piensa que la gente quiere ver un espectáculo como el del Bombero Torero y sus enanos. Y esto no es exactamente así.
Suenan un par de golpes suaves en la puerta de mi dormitorio malagueño. Es la asistenta, que amablemente me pregunta si me voy a levantar para limpiar el cuarto. «Hace un día precioso. Debería salir para que le dé un poco el aire. Parece el hijo de Drácula», afirma. Y tiene toda la razón. Me ducho, me despejo un poco y salgo a caminar por el Paseo Marítimo.