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Corrida de beneficencia (6)

No por repetirlo cien veces es más cierto. Con una me basta. Pero siempre se me olvida. La felicidad, al menos la mía, está en el placer de las pequeñas cosas, como, por ejemplo, disfrutar de un alegre almuerzo frente al mar en mi ciudad accidental con dos buenos amigos, un hombre y una mujer. Ha sido un reencuentro con la normalidad, pero con la maldita mascarilla. Hasta hemos brindado por estar vivos pese a todo.

Admito que poco antes de la reunión gastronómica mi ánimo era bien distinto. Me sentía colérico, irritado por el último sainete político con el sí-no-sí-no acuerdo del gobierno con los abertzales vascos sobre la supuesta completa derogación de la reforma laboral de Rajoy. Ninguno de los ministros conocía lo que la portavoz socialista había urdido con su homólogo podemita y la representante parlamentaria de los separatistas.

Estas notas que escribo desde hace semanas no pretenden ser una crónica política, sino más bien reflexiones y sueños extraños sobre la realidad irreal a la que estoy sujeto. Por tanto, no se trata de describir al detalle el suceso. Pero sí quiero destacar que yo con mi gobernante no me iré nunca más, ni siquiera hasta la esquina de mi casa. Cada vez lo veo más en su salsa, en la del enredador que apalabra conmigo algo y por detrás lo hace con otro. Es tacticista y cortoplacista. No llegará lejos, si bien, entretanto, puede convertir en gran tortura para sus conciudadanos el tiempo que esté en el poder.

¿Pero cómo no aprender de todos y cada uno de los rasgos de su personalidad? ¿No me bastó cuando en los previos de las últimas elecciones me aseguró que en la cama prefería únicamente como socia a su esposa y que jamás la compartiría con el aventurero de Vicedós? Éste tiene un comportamiento infantil: necesita ser el centro de atracción del universo. Le das las llaves de tu vehículo y te trae otro. No sé si mejor o peor, pero distinto. Le dejas un par de semanas el apartamento y cuando regresas descubres que te lo ha pintado de morado, de rojo o de lo que sea. Trata de convencerte con su labia que lo hace por mi bien y el de todos. Y si te enfadas al comentarle que disientes, puedes tener problemas y quedarte sin coche, sin piso y sin hacienda, camarada amigo.

En fin, Bosco, el tiempo vuela y no es bueno para tu salud que abuses tanto de tu farmacia particular. Te lo repite McFarlane, tu peculiar psicoanalista jamaicano: «Usted está emprendiendo una fuga hacia delante, que no le conduce a nada. Si acaso al abismo. Tenga cuidado, que no me gustaría perderle como cliente. Al fin y al cabo, estoy pagando el crédito de mi segunda residencia en un lugar paradisíaco a unos kilómetros al norte de Kingston con sus sesiones semanales. Cuando esto pase, le prometo ir a visitarlo». No me lo creo. Antes irá a Granada en busca de esa joven de ojos verdes que le robó el corazón hace unos cuantos siglos. Y si la encuentra descubrirá que se casó, se divorció y finalmente ingresó en un convento de monjas de clausura ubicado en el barrio del Sacromonte.

Las filas del hambre no desaparecen por estas estupideces del Gobierno ni mucho menos por las protestas y caceroladas de los que la izquierda bautiza como «pijos cayetanos». Ignorante como soy, desconozco si esos ciudadanos levantiscos están siendo azuzados por la derecha extrema. Yo jamás me sumaré a ellos, pese a que también estoy muy enfadado con la mala gestión de la pandemia, de la que no han tenido culpa los miles de personas mayores muertas en el abandono y la negligencia sin que sus familiares pudieran despedirlos como se merecían. De todos modos, aviso, yo no quiero que me despidan. Bastará que alguien, o si no el mismo amable conserje Ramón, me incinere y arroje en la clandestinidad de la noche mis cenizas al mar, que se ha convertido en mi nuevo gran amor. Suena ridículo a mi edad, cuando ya las canas han invadido mi cabello, pero así es.

Esas revueltas, en principio de gente acomodada, me parecen un desatino. Ellos mismos se juegan la salud y la de los otros cuando bajan cada noche en Madrid y otras ciudades a protestar porque, gritan, quieren libertad y se sienten secuestrados. Aplauden cada tarde a los médicos y personal sanitario, otras de las grandes víctimas de la catástrofe, pero no respetan siquiera las mínimas medidas de distancia social. Creen que el coronavirus es nuestro gobernante, cuando en realidad se trata de un patógeno mucho más perverso y maligno.

No me resisto a recoger en estas notas una imagen que vi en la tele hace unos días de una de las primeras protestas callejeras en el madrileño barrio de Salamanca. Me resultó grotesca. Un hombre elegante, repanchigado en el asiento derecho trasero de un vehículo de gama alta descapotable conducido por un chófer, arengaba a los manifestantes ayudado de un megáfono. No pude escuchar lo que profería, aunque era fácil imaginar. Recordé esas ácidas y satíricas viñetas del genial Chumy Chumez en la desaparecida revista Hermano Lobo. «A mí me gustaría ser honrado, pero mis condiciones económicas me lo impiden», le dice un grueso señor malencarado a otro de su cuerda que asiente. Y esa otra en la que otro grandullón, altavoz en boca, berrea: «Los derechos humanos son tres: ver, oír y callar».

Evoco este pasado mientras realizo el tradicional cepillado de dientes nocturno antes de abrir la caja de orfidal, cada vez más diezmada, para poder así adentrarme en mis sueños, en ese relato que me conduce a Madrid, al céntrico hotel Wellington, el de los toreros por excelencia, en los preámbulos de ese espectáculo de ratomaquia, el primero en el mundo mundial, en el que tres diestros tres, procedentes de la clase política, con capote pero sin espada, maravillarán al respetable en compañía de Freddy, Teby y Abigail, mucho más que ratas. Roedores ilustrados, educados y pulcros, investigadores seniors de la neoyorquina Columbia University, para realizar un trabajo sobre el comportamiento humano en la tragedia del patógeno. Todo con una finalidad noble como es la de financiar los comedores del hambre.

Al poco de sumergirme en mis alucinaciones me encuentro saliendo de mi suite, vestido con traje y corbata. A la par salen de la suya las tres ratas hechas un brazo de mar con blazier azul y pantalón gris, corbata a rayas blancas y rojas y grabado en la pechera de la americana el escudo de tres coronas de la prestigiosa universidad estadounidense. «Hola, Melancholicus», me saluda Freddy, repeinado y oliendo a colonia cara. Pienso que los tres curiosos animales se habrán duchado juntos y revueltos en la bañera de su habitación. «Las pequeñas se han quedado en el salón viendo en la tele el canal Disney», comenta Abigail, quien aprovecha para elogiar el confort y lujo de la estancia.

Cogemos el ascensor y bajamos al hall donde Horacio, mi amigo periodista y un par de miembros del Mando Único, órgano encargado de los preparativos del macrofestival de Las Ventas, nos esperan. Percibo nervios en el séquito y algo de incomodidad en alguno de ellos al ver a unas ratas elegantes que saludan en español e inglés entregando sus tarjetas de visita. «¡Qué raro es todo esto, Bosco! ¡En fin, esperemos que sea para bien!», confiesa Horacio, quien me comunica que ya ha concedido dos entrevistas a la televisión: «Espero que no te importe. Como eres tan tímido pensé que te hacía un favor». Me quedo sin palabras. Un silencio glacial en el ambiente. Este tipo es de una ambición desmedida. «Dos diarios han pedido una entrevista con Freddy, la rata líder», me adelanta. «Ni hablar. Esto habrá que estudiarlo detenidamente. Ellas no quieren publicidad, han venido a trabajar en su investigación y sobre todo para ayudar a todas esas onegés que están financiando el alimento de tanta gente que ha perdido todo por esta tragedia. Quiero que sepas que esto no es un espectáculo al estilo del Bombero Torero. Si quieren risas, que se vayan al Congreso de los Diputados», respondo secamente.

«Bueno, bueno, no te sulfures. Simplemente quería comentarte que la expectación es máxima. Todo el billetaje ya ha sido vendido. Calculamos que asistirán más de 25.000 personas», afirma mi amigo. Le pregunto si se van a tener en cuenta las medidas sanitarias de distancia social: «Me temo que no. El taciturno ministro de Sanidad está que se sube por la paredes y el epidemiólogo jefe de pelo ensortijado ni te cuento. Moncloa y también Zarzuela se han puesto de perfil y manifiestan que la iniciativa merece una excepción». Vale, me digo. Espero que esto no se convierta en la reedición del Liverpool-Atlético de Madrid con cantidad de espectadores apretados en las gradas y cantando el You’ll never walk alone.

 

 

 

 

 

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