Con Salvana, 63, canadiense de Quebec, tuve otro de esos momentos inciertos que por ciertos me hicieron visitar por enésima vez al doctor Aleksandar de la Clínica SOS, aunque esta vez no fuera por la puerta de urgencias.
—¿Y qué le trae hoy por aquí, Aspersor? Al menos hoy le veo más tranquilo aunque en cambio me preocupa ese gesto de enorme preocupación.
—Doctor, en una urgencia al paciente sólo se le queda la cara de asustado: forzosamente; mientras que tras unas semanas de estudio personalizado hacia mí mismo, y cuando asumo que esto es peor que tres arritmias agudas a la vez, debo comentarle mi problema.
—Cuénteme, cuénteme. Soy todo oídos.
La razón de mi visita médica a horas no intempestivas ni por sorpresa se debió a que en numerosos actos sexuales anteriores me vi forzado por diferentes causas (fealdad, obesidad, edades avanzadas de mis clientas, etcétera, etcétera) a consumir Cialis como el que toma aspirina cuando le duele la cabeza. El problema es que comencé a darme cuenta que la dosis inicial, de media pastilla, me generaba erecciones adolescentes cuando a la sexta vez la dosis debía doblarse –la pastilla entera– a sabiendas de que la cosa, siempre, absolutamente siempre, iba a peor. Pero debe saberse y hacerse público que con Salvana la cosa se encasquilló de tal manera que tuve que acercarme, de nuevo, a ver a mi doctor favorito preocupado por si al final iba a tener no ya sólo que dedicarme a otra cosa sino directamente a dejar de hacer el acto.
—Mire, no sé si el Cialis es como el vino, que cada vez que más veces tomo menos efecto me hace. Y como usted bien sabe yo me dedico al arte de hacer el amor por dinero, algo que irrenunciablemente necesita, en el caso del hombre, una erección.
—¿Está seguro de lo que me está contando?
—Le paso el teléfono de Salvana, mi última clienta, y lo confirma usted mismo: me tomé media al salir de casa, otra media antes de ducharnos, y cuatro horas después aquello seguía sin izarse. Que incluso me salté la dosis oficial para en medio de aquella tensa espera acudir a hurtadillas al baño para, esta vez, mordisquear otra dosis en lo que yo creo que debía ser un cuarto de pastilla.
—Aspersor, ¿podría decirme cuántas veces ha tomado Cialis en el último medio año?
—No llevo la cuenta. Pregúntele a mi secretaria.
—Le hablo en serio. Es importante.
—No sé… ¿veinte veces? Tal vez treinta. A decir verdad cada vez que trabajé tomé o media o una dosis: unas veces porque estaba borracho y otras porque aquellos seres supuestamente humanos eran impenetrables sin dopaje legal.
—¿Cuántos años tiene?
—Mire mi ficha y ahórrese la pregunta.
—¿Puede contestarme?
—Cuarenta.
—¿Le parece normal que, como usted dice, cada vez que va a hacer el acto deba echar mano del Cialis?
—Yo por amor o atracción voy limpio. De frente. Pero no sabe usted las situaciones que debo pasar.
—Ese es su problema; la profesión que usted eligió.
—Doctor, ¿puedo hacerle una pregunta personal?
—Según. Pero pregunte.
—¿Cuántos años tiene?
—Cuarenta y tres.
—¿Está casado?
—Sí. Y felizmente. Desde hace veinte años.
—¿Tiene hijos?
—Tres.
—¿Tiene o ha tenido amantes?
—Esas cosas no se preguntan.
—¿Me quiere usted decir que usted y su mujer mantienen un sexo fluido desde hace más de veinte años?
—Evidentemente no es lo mismo que hace dos décadas, pero seguimos ejercitándonos… Mire Aspersor: yo casi no bebo, no fumo, hago ejercicio, y cuando deseo a mi mujer no necesito Cialis. Al menos hasta ahora. Y el día que toque lo aceptaré, porque el Cialis es un avance de la medicina y yo no querré que mi mujer se sienta insatisfecha.
—¿Y qué hago yo? ¡Que me quedo sin mi pan!
—Deje de tomar Cialis, haga deporte, coma sano, cese en el fumar e intente hacer el acto cuando toque, no cuando le llamen al teléfono señoras de setenta años.
—Entonces, corríjame si me equivoco, ¿me quiere usted decir que debo cambiar de profesión?
—Aspersor: o detiene esos hábitos tan horrendos como repetitivos o la próxima vez que sabré de usted será por su esquela.
—¿Sabe si hacen cursos a distancia de ayudante de médico de cabecera? Aunque en Camboya a lo mejor ni necesito título. ¡Soy un trabajador incansable que además clava los codos en la mesa para aprender!
Salí de la SOS peor que ninguna de las anteriores veces que estuve, cerca de tirarme debajo de los coches que circulaban por la calle 51, a pique de suicidarme y volver de nuevo por la entrada de urgencias a una clínica donde de tanto que me conocen podría hasta entrar a robar y nadie se daría cuenta.
Pero lo peor fue asumir que debía cambiar de vida. Radicalmente. Dejar de ser un ídolo de masas para reconvertirme en un paria: uno de esos que trabaja de lunes a viernes de ocho de la mañana a seis de la tarde, que luego va al gimnasio a sudar sin sentido, para al llegar a casa leer uno de esos absurdos libros de autoayuda mientras hace yoga a través de Youtube y se cocina basura a base de productos que según dicen sus envasadores son orgánicos.
Y no, se ponga como se ponga el doctor Aleksandar, yo no estoy en condiciones, a estas alturas de la vida, de hacerme charcutero, con la humillación consiguiente de tener que servir a esos parias a los que antes me refería cuarto y mitad de mortadela con aceitunas, uno de esos sacrilegios alimenticios que supera en horror, sin lugar a dudas, al Whopper; por muy pesados que se pongan los de la dieta Mediterránea, que muchos no la deben seguir a rajatabla porque cada vez que voy a España cuento a un mayor número de orondos que de famélicos.
Ya en mi costrosa habitación de hotel, dibujando un suicidio o algo que pareciera un accidente, abrí la ventana sin valor no ya para lanzarme sino para asomarme, cuando tomé una decisión parecida a la de ser padre: no iba a dejar en la estacada a tantas y tantas mujeres necesitadas sólo porque ya estaba cerca de triplicar mi dosis inicial de Cialis. Para nada. ¿Acaso he dejado de beber cuando para emborracharme necesito, al menos, dos botellas de vino a palo seco? Y una cosa por la otra, con la salud pendiendo de un hilo –o de dos Cialis a capón; o de tres botellas de tinto– decidí que en el mundo no hay tantos ídolos de masas, súper héroes de barrio, expatriados que en países como Camboya aportan mucho más a la humanidad de 456 oenegés.
La primera en llamar fue Lorraine; una americana que nada más aportarme el dato clave –“Yo en mis tiempos fui una actriz muy reconocida”– me hizo cargarme otra vez los bolsillos de Cialis como el niño de caramelos. El pasillo de la tercera planta que llevaba hasta su apartamento ya desprendía un olor tan parecido al que regalaba la casa de mi abuela que antes de entrar tomé una dosis completa. Pero mira tú por dónde que hay almas bondadosas ya que aquella señora que dijo ser actriz sólo quería simular una noche en pareja sin penetración.
—Es que a mí esas cosas ya no me van.
—¿Cuántos años tienes?
—73.
A eso de las tres de la madrugada, y para demostrar que la vida es injusta hasta límites insospechados, me desperté junto a Lorraine, que por un momento me recordó a Angela Lansbury en Se ha escrito un crimen, con una erección animalesca, dolorosa, incontrolable. Me fui al baño a masturbarme –que tardé lo mío porque allí no había quién se concentrara–, me di un par de duchas frías –que en Camboya son necesariamente templadas porque la temperatura siempre supera los 30 grados–, y en medio del delirio saqué una bolsa de hielo de su congelador entendiendo que, como los golpes que generan hinchazones, aquello debía decrecer en contacto con el frío glacial. Pero nada. Al final me fui al salón contando los minutos para que amaneciera, momento en el que me volví a meter en la cama, como esos maridos que llegan a casa andando de puntillas y se introducen bajo las sábanas con su mujer ya dormida, soñando con que no se despierte y mire la hora. En mi caso así fue.
Joaquín Campos, 09/06/14, Phnom Penh.