Las sociedades del bienestar son propicias a las crisis de la edad, esa afición del adulto occidental por sentirse jodido cuando recuerda su fecha de nacimiento. En otros tiempos y lugares, cumplir años significaba -y aún significa- disfrutar del privilegio de existir, pero aquí y ahora, en nuestro seguro y confortable primer mundo, parece que necesitamos combatir la rutina de no estar muertos ideando todo tipo de desacuerdos con la realidad. Esta falta de armonía entre ser y estar es la base de la industria de la anti-edad, gran negocio basado en una paradoja contemporánea: cuanto mayor es la esperanza de vida del ser humano, más se utiliza la edad como factor discriminatorio y, por tanto, más necesidad hay de ocultarla.
Las crisis de la edad, si bien generan empleo, son peligrosas coartadas que nos impiden sincronizarnos con la vida de forma natural. No es fácil escapar a ellas. El mundo actual no sólo valora exageradamente la juventud, sino que oferta demasiados señuelos para quien no esté dispuesto a aceptar el paso del tiempo.
La primera crisis de edad descrita como tal –hay quien opina que la inventó Salinger con su Holden Caulfield– es la adolescencia, un fenómeno occidental y moderno que obligó a abrir un hueco entre infancia y vida adulta para albergar un nuevo territorio lleno de conflictos y ambigüedades, una especie de limbo poblado por niños grandes liberados del trabajo a cambio de estudiar.
Luego, la maravillosa juventud, los idílicos veintitantos, la plenitud física, los planes estupendos y… de pronto, zas!… los treinta y el comienzo de las comeduras de coco sin vuelta atrás. Empiezan antes las mujeres, que son más sensibles a la duración de las cosas y saben que esto es una carrera de fondo a la que más vale amoldarse cuanto antes. A los hombres, en cambio, les suele pillar desprevenidos la cruel crisis de los cuarenta, esa suerte de agujero negro inmisericorde en el que la autoestima depende de la capacidad de autoengaño, de que cada uno pueda convencerse a sí mismo de haber llegado donde se proponía, de que tiene poder, encanto y experiencia, de que sigue gustando a las mujeres más jóvenes y de que sus erecciones siguen manteniendo la turgencia de antaño. Una tarea difícil que algunos acometen con interminables sesiones de gimnasio, terapia o discoteca, o recitándose sutras tipo “estoy en la flor de la vida” o “a las mujeres jóvenes le gustan los hombres mayores”, pero que otros se empeñan en llevar a cabo de forma más molesta, a través de demostraciones de prepotencia, egocentrismo o megalomanía tan compulsivas como ridículas.
Yo creo que Julian Assange, el de Wikileaks, el nuevo santón de la verdad, el-hombre-que-hace-temblar-al-Pentágono, es un típico caso de tío entrando con virulencia en la crisis de los cuarenta (tiene 39). No digo que no sea verdad lo que desvela, ni que el tipo no tenga agallas, ni que no sea excitante tocarle tanto las pelotas al Imperio, pero el código de honor de los grandes superhéroes obliga a una cierta discreción. Cuando uno es una mezcla tan perfecta entre Robin Hood y el Doctor No, no puede permitirse que una vulgar crisis de la edad le afee las maneras.