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Cosas que están mal

 

La rebeldía ya no pasa por las universidades. Esa es la primera cosa que está mal. Los profesores terminamos nuestra clase, entramos a las oficinas y cerramos las puertas: «No nos molesten. Ya dictamos». Eso está mal. Alguna vez se organizaron revoluciones en los pasadizos de las facultades y alumnos y profesores salían juntos, provistos de pancartas y de algunas piedras en los bolsillos, por si era necesario lanzar proyectiles para quejarse de lo mal que andaba el mundo y de los corruptos.

 

Ahora no. En los escritorios cansados del día de trabajo, revisamos nuestro Facebook, nuestros dos e-mails, corregimos tareas entre un par de sánguches y mientras comemos, miramos el último partido de nuestro equipo de fútbol; tal vez revisamos algún ensayo a medias o un cuento que empieza a tomar forma. Como dice un buen amigo escritor : somos ardillas cada cual en su hueco, en su árbol. Es un buen árbol, pero eso somos: ardillas. ¿En qué momento el mundo se volvió esto?

 

Es verdad que los profesores adolecemos de la misma enfermedad que los alumnos. Tal vez llegamos con ganas de partir el mundo en dos desde el salón de clase; pero nos encontramos frente a tanto zombi «conectado» a su propio mundo, que la mejor opción parece ser la de tumbarnos sobre el caudal de río y dejar que nos lleve la corriente

 

¿Injusticias, pobreza, desigualdad? Aquellos males pueden esperar a los caritativos de siempre, a las monjitas con agenda de los grupos religiosos ultra derechistas, o de uno que otro loquito que decide pagarse el pasaje a Perú para levantarle casa a los damnificados del terremoto de Pisco. Las ardillas tenemos que protegernos del frío, guardar pan para mayo, cuidar nuestro árbol. Si es posible amarrarnos al escritorio para que no nos lo quiten. De aquello depende el cheque cada dos semanas, la suma más o menos decente que nos permite soñar con comprarnos el iPad o el Kindle Fire para seguir leyendo algún interesante ensayo que de ninguna manera transformará el mundo.

 

La vida está en otra parte, lejos de la universidad. En esas historias de gente que abandona «su» vida por causas que merecen varias vidas de esfuerzo:como aquella mujer (y yo no he sido testigo, lo he escuchado por NPR) que desde un pequeño departamento en uno de los barrios más podridos de Washington DC empieza a generar un cambio dirigiendo los recursos de la ciudad hacia sus vecinos mini empresarios, en calles donde la cocaína es para unos lo que para mí es mi batido proteico con sabor a cafe con bananas antes de irme a enseñar todas las mañanas

 

Eso está mal. Deberían pasar muchas más cosas en una universidad neoyorquina. Deberíamos tener miedo a convertirnos en isla y a olvidarnos de todos los salvavidas que tuvimos que agarrar para llegar hasta aquí, de nuestra obligación como maestros: abrir cabezas, quitar vendas de los ojos. Nuestra misión no puede ser que tú y yo nos paguemos un iPad, una casa, un viaje en crucero por el Caribe, una buena pensión para terminar nuestros día mirando el río desde el hospicio. No. Hay que organizar revoluciones. Hay que exterminar el conformismo. Hay que patear un par de potos muy cómodos, empezando por el nuestro.

 

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