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Mientras tantoCostumbrismo del agua

Costumbrismo del agua


 

Fotograma de «El agua», de Elena López Riera

En los últimos tiempos cinematográficos, el séptimo arte español se viene instalando en la periferia del país, en su afán por retratar sobre todo el pulso lento de la vida del campo o de los pequeños pueblos. Esta tendencia la prueban dos películas de 2022 que se han adentrado a estas profundidades de la geografía española y han tenido reconocimiento no solo dentro sino fuera de nuestro país: Alcarràs, dirigida por Carla Simón y nominada a los Óscar, y la premiada As Bestas, de Rodrigo Sorogoyen, goya a mejor película, dirección, entre otros. Ambas cintas muestran una vida pegada a la tierra pero amenazada por la velocidad del mundo urbano y el avance y ansia de la tecnología, que provocan en ocasiones situaciones de conflicto en medio del monte o en un bancal de melocotoneros.

En este elenco de cine neorrural la tercera obra que cerraría el triángulo sería El agua, debut de Elena López Riera. Obtuvo nominaciones en los premios Goya y Feroz y fue seleccionada en la Quincena de los realizadores del Festival de Cannes. Enmarcada en el drama de las riadas descontroladas del sureste español, El agua se sitúa en Orihuela durante un verano en el cual un grupo de chicos y chicas conversa sobre su existencia en la ribera del río, símbolo de la vida, del paso del tiempo. Pero ese río, el Segura, se ha deteriorado con el transcurrir de los años. Así, en medio de diálogos fútiles, las chicas evocan de vez en cuando y con nostalgia un tiempo en que sus abuelas podían bañarse plácidamente en esas aguas por las que ahora contemplan discurrir animales muertos. López Riera retrata una juventud de pueblo hastiada, desencantada y con pocas oportunidades, cuya única escapatoria parece que siguen siendo la gran ciudad y el extranjero. La protagonista (Luna Pamiés) se siente asfixiada en el bar de su madre que, algún día, le tocará a ella regentar en las afueras de Orihuela. Sus evasiones son las amigas, la piscina, el río y un amor incipiente con quien sueña vivir lejos de todo.

A todo este clímax existencial, hay que sumarle la amenaza de la naturaleza: los temporales de verano, popularmente llamados gota fría en el sureste español. En el filme se insertan imágenes reales de los telediarios de años atrás, cuando emitían desde un helicóptero las riadas devastadoras que inundaban toda la ciudad de Orihuela. Pero parece que a la directora le interesa ahondar no tanto en el hecho meteorológico sino en una inusitada leyenda poética sobre la iracundia del agua. Son las vecinas quienes, a modo de documental, cuentan a cámara que el agua “se enamora” de algunas muchachas y “se les mete dentro”. La razón de la gota fría es una razón de amor. Ya lo dijo el poeta Pedro Salinas: “Amor, catástrofe”. La joven protagonista desea huir de todas esas creencias y escapar de una vez de su tierra; pero al final está tan inevitablemente absorbida por su entorno que llega a creer de verdad que su ahogo se debe a que se le ha metido el agua en sus entrañas. El vínculo llega a ser tan misterioso y potente que le traerá problemas en su relación amorosa.

Esta mirada melancólica del cine español parece hundir sus raíces en el costumbrismo nostálgico, tan goyesco, tan noventayochista, tan romántico. Baste nombrar algunas obras fundamentales del realismo social de los años sesenta, influido a todas luces por el neorrealismo italiano: Berlanga (Calabuch, Plácido, Bienvenido Mrs Marshall); Fernán Gómez (El viaje a ninguna parte, El extraño viaje), Juan Antonio Bardem (Calle mayor, Nunca pasa nada) o incluso Sáenz de Heredia (Historias de la radio). Emparentada con el cine, la literatura de aquellos mismos años dio testimonio de la situación en ocasiones paupérrima en la que se encontraba esa España profunda con libros cruciales como Las afueras de Luis Goytosolo, Campos de Níjar de su hermano Juan, Dos días de septiembre de Juan Caballero Bonald, Viaje al sur de Juan Marsé, o Las ratas de Miguel Delibes.

Esta querencia del cine español hacia realidades sencillas y humanas nos revela una vez más que el arte no arregla el mundo, pero sí mejora su percepción y constata su belleza a pesar de todo. En un mundo continuamente amenazado es un respiro que se vuelva la mirada a aquellos habitantes que siguen su curso como un río manso a pesar de las subidas del agua. Esas gentes anónimas y silenciosas que para Miguel de Unamuno son quienes custodian la verdadera historia, la tradición eterna. Como esos agricultores oriolanos regando un bancal de limoneros en la madrugada, una auténtica estampa de aire levantino que haría las delicias de su paisano más ilustre, Miguel Hernández: (Si te hundo mis dientes / oh agrio/ mi amigo,/ me darás un minuto de mar); la corriente discurriendo por las acequias bajo la luz de una gran luna de verano; ranas croando en la noche; enamorados paseando por caminos de tierra entre palmeras y juncos con la ciudad iluminada al fondo; un padre enseñando a su hijo a hacer yeso para tapiar con ladrillos los bajos de la puerta de su casa para protegerse de la tormenta.

Y a nosotros, como a las chicas de El agua en la ribera del río, solo nos queda ya sentir una gran nostalgia.

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