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ArpaCovid-19. Tres semanas entre la vida y la muerte

Covid-19. Tres semanas entre la vida y la muerte

 

Despierto sin alba porque en este lugar la noche no existe. El enorme reloj de pared se paró en el tiempo. El día aquí es una luz blanca fría.

Tengo las muñecas y los tobillos atados a la camilla con cintas de seda. Es la gota que colma el vaso. Pierdo definitivamente los estribos. Intento liberarme a puntapiés pero carezco de fuerzas en las piernas. Un dolor punzante me recorre el cuerpo yerto. Estoy preso. ¿Hace cuánto tiempo? No tengo ni idea. Tampoco sé dónde estoy y sobre todo ignoro que hago aquí. Doy gritos aflictivos. Mi voz no se oye. Los poetas dicen que los hombres prefieren el efímero y no consiguen hacer frente a la eternidad. Los poetas tienen siempre razón. Estallo. Estoy harto de una libertad que tiene los límites de mi propio cuerpo. Es decir: inmovilizado.

—Hola –dispara un bulto desfigurado detrás de la cortina opaca que me rodea–. ¿Sabe usted dónde está?

No le digo que me siento desalentado por estar anclado aquí y no entender nada. No le digo nada. Mi situación es absurda pero la esperanza es lo último que se pierde…

—Señor, Rui. ¿Sabe usted dónde está?

Es difícil contestarle con la máscara de oxígeno. Soy un auténtico sonámbulo. Estoy bastante confuso después de soñar con un montón de mundos paralelos e Ilusiones accidentales incoherentes. La sólida realidad que he creado en mi mente es un auténtico disparate. Necesito gente a mi alrededor para intentar escapar a la muerte o para poder discernir la trascendencia que necesito.

Estoy dentro de un vagón parado en la estación de un pueblo muerto. Hace mucho calor. Una pasajera me da dos euros para que pueda comprarme una botella de agua. Me muero literalmente de sed. Siento una gran decepción: la tienda está cerrada. Durante dos interminables semanas no me han dado de comer ni de beber.

Las pesadillas se suceden. Después del tren otra historia ocurre en un hotel de Djerba o de Trujillo. La lata de refresco que abro es a fin de cuentas un alentador destello de esperanza, pero no tengo tiempo de matar la sed…

El parte médico dice claramente que presento “un cuadro clínico de agitación/delirio hiperactivo”. Es la explicación detallada del misterio de inquietud. Morir de hambre siempre suele ser más lento que morir de sed. No es peor. La muerte no es mala ni buena. La muerte es la muerte. Es lo que dicen. Punto.

De todos modos, la prensa portuguesa tan distante de mi aflicción publica una noticia que parece ser el principio de mi obituario. El sufrimiento aquí es real pero lo peor es la soledad.

Los médicos de la Unidad de Cuidados Intensivos Quirúrgicos (UCIQ) del Hospital San Francisco Javier (Lisboa) son perentorios: “Neumonía crítica por SARS-CoV-2 con sobreinfección bacteriana e insuficiencia respiratoria de tipo 2 con necesidad de ventilación mecánica invasiva”.

Fue un periplo de casi un mes entre la vida y la muerte. Me acuerdo de la ambulancia y de poco más. Fui admitido en el servicio de emergencias médicas por agravamiento de insuficiencia respiratoria hipoxémica en contexto de neumonía grave con ARDS (Acute Respiratory Distress Syndrome), el síndrome de distrés respiratorio agudo producido por el virus. 15 litros de oxígeno (O2) por minuto para empezar.

Dos semanas en coma inducido, tres en los Cuidados Intensivos y prácticamente cuatro en el hospital. Alabo el personal de la UCIC del hospital SFX: auxiliares técnicos sanitarios, enfermeros y médicos. Las jornadas no son las mismas para todos. Los médicos trabajan 24 horas. Los enfermeros 12. Las auxiliares: ocho. La dedicación de esta gente es inmensa. Cuidan de nueve pacientes (ocho hombres conmigo y una joven embarazada de 17 semanas). Son competentes y nos arropan el alma a pesar de no poder ver sus caras…

— ¡Aquí volvéis a la vida! –me susurra una enfermera con los ojos muy abiertos y expresivos antes de ofrecerme un bolígrafo y dos hojas de papel. El desahogo es sincero.

Delante de mí tengo otra cortina en un tono azul sin amplitud. Es el horizonte permitido. Me pongo a rumiar pensamientos de antaño. Oigo voces lejanas. No hay gemidos. Pienso. Tengo ganas de vivir con ahínco. Es aquí donde me acostumbro al misterio de la vida. Mi objetivo es seguir luchando, más por carácter que por otra cosa.

Los momentos de alegría son fugaces, pero apartan mis fantasmas. Mi amigo Rolando Santos creó con tres decenas de compañeros nuestros de la TVI (Televisão Independente) y de la cadena pública de televisión RTP un grupo informal en internet para acompañar la evolución de mi estado.

Hoy leo algunos mensajes. Tristes. El diálogo sería mucho más divertido si los médicos no hubiesen pensado durante mis dos semanas de coma que estaba condenado…

[19/11/20, 19:14:29] Tiago Ferreira: Me siento fatal con esta mierda…

[19/11/20, 19:15:21] Rolando Santos: Fuerza compañeros, que él todavía no se ha rendido.
[19/11/20, 19:15:36] Miguel Freitas: ?

[19/11/20, 19:15:50] Tiago Ferreira: Es cabezota como una mula.

[19/11/20, 19:16:18] Tiago Ferreira: Bueno, puede que la hiperactividad le ayude.

[19/11/20, 19:16:32] Rolando Santos: ¡Para curarse, pero también para coger el toro por los cuernos!

[19/11/20, 19:16:34] Romeu Carvalho: Tendremos que darle dos bofetadas cuando vuelva para que no sea tan cabezota.

[19/11/20, 19:16:53] Tiago Ferreira: ¡No va a cambiar!

[19/11/20, 19:17:05] Rolando Santos: Tendremos que darle una manta de palos porque con carantoñas no vamos a conseguir nada.

[20/11/20, 22:09:52] ‪Henrique Dias: Queridos, Rezad… Su pensamiento positivo le ayudará “a vencer esta batalla” y vuelva hacer en algún lugar un nuevo reportaje de “guerra”, que a él tanto le gusta.

[20/11/20, 23:15:56] Tiago Ferreira: Él va a recuperarse. Yo sé que sí.
[20/11/20, 23:30:19] Pedro Pedroso:??

Refunfuño, pero a la vez tomo conciencia del peso de los lazos de amistad demostrados por mis compañeros de infortunio profesional. Acostumbro a pedir que no le digan a mi querida madre que soy periodista. Se quedaría muy triste. Ella piensa que soy pianista en un burdel…

Mi rutina es: extracción de sangre, desayuno, inhalación de polvo, comida, extracción de sangre, inhalación de polvo, extracción de sangre, extracción de sangre, extracción de sangre, cena, etcétera.

Una de las veces los enfermeros me dijeron que desistían de agujerearme más por humanidad. No tengo sosiego. No puedo casi moverme. La algalia me da dolores violentos. Me la quitan. La orina caía dentro de una especie de botella con un rótulo parecido a los del whisky al lado de la camilla.

—Me marcho. Dejadme ir.

—¿Usted quiere infectar a los demás? ¿Asume esa responsabilidad? –me pregunta una enfermera.

—Os imploro: ponedme otra vez en coma. ¡Dios Santo! No aguanto esto…

—En este momento no tiene fuerzas ni siquiera para levantarse…

Es verdad que no podía dar un paso. Días más tarde me proporcionaron una silla de ruedas.

—Y usted necesita de oxígeno…

Mi motivación para “matar saudades” de la vida se desvaneció de inmediato. La angustia ganaba en mi pecho.

—Mañana le harán una TAC (Tomografía axial computarizada) de los pulmones…

El doctor António Pais Martins, director de la unidad, vino a saludarme. Es un excelente profesional.  El aplomo del servicio es obra de él. “Igual que un mensajero de los dioses porfía en hacerme sentir que soy humano. No quiero ser otra cosa”, diría Miguel Torga. Empezamos a tratarnos por ti.

—Tengo una cartita sorprendente para ti.

—¿Una carta?

—Carta de una paciente.

—¿Qué? No conozco a ningún paciente aquí…

—¿Te la doy?

—¡No!

—¿Cómo que no?

—No puedo leerla. No tengo mis gafas de ver, están en una bolsa de plástico con mis pertenencias en la consigna del hospital.

—Claro…

—Ahora enserio: no conozco a nadie aquí…

—La autora es una compañera tuya que está aquí internada con Covid-19.

—¿Podrías leerme la carta? –indago.

“Ánimo y coraje! Esto pasará. ¡Está al cuidado de los mejores! Cuando salgamos de aquí les contaremos a todos que este “bicho” es real y que los profesionales sanitarios merecen ser reconocidos y valorados.
Un besito.
Marta”

Las asombrosas palabras (sin clamor) de solidaridad de la joven compañera que no conozco son mucho más tonificantes que cualquier perfusión. Le contesté en letra gruesa y vacilante. Cuando esto pase (ya que todo acaba en ficción) tomaremos un cafecito.

En ese momento tengo sobre todo sed a pesar de no tener fuerzas suficientes para abrir una botella de agua. Los enfermeros piden su comida a través del móvil:  pizzas con complementos. Súbitamente tengo hambre. Me sirven una sopa de verduras, pescado al horno y un postre que no identifico. No reacciono. Estoy aquí para sufrir…

—La enfermera Mariana, el enfermero André y yo queremos celebrar tu victoria contigo. Iremos a comer marisco al Relento en Algés… –me anuncia Diogo, otro auxiliar cordial, divertido y servicial.

—Después de esta travesía será un placer estar con vosotros fuera del hospital. Nunca había sufrido tanto en mi vida como aquí…

Un mundo al revés. Los que me salvaron la vida quieren agradecerme que sigo vivo. Como dice mi buen amigo Alfonso Armada la vida tiene sentido porque existe la muerte. A fin de cuentas nos sometemos o nos sacrificamos pero lo importante es no perder el alma.

La Covid-19 es insidiosa. Bajo una apariencia benigna, oculta muchas veces de suma gravedad. Mi estado era desesperado. Una semana después de mi llegada a emergencias es solo preocupante…

[24/11/20, 14:36:38] Rolando Santos: ¡Orad todos, chicos! ¡Incluso los ateos, por favor!

[25/11/20, 22:45:14] ‪Henrique Dias (parafraseando a una enfermera su amiga): “Siguen intentando el destete (ndr: destete de sedoanalgesia)… Sin embargo, no lo han conseguido porque no tolera el tubo endotraqueal (antes de retirarle el tubo es necesario que despierte respirando por si solo). Sigue igual… La frecuencia cardiaca y la presión arterial siguen estables… Hacemos lo que podemos. Es lo que te comenté. Este Covid es de recuperación muy lenta. ¡No vamos a perder la esperanza! ¡Ok?”.

Los partes médicos puede que sean desesperanzadores. Después de cinco días, con el aumento radical de enzimas hepáticas, dejan de administrarme el fármaco Remdesivir. Intentan el destete de sedoanalgesia y de noradrenalina. No hay respuesta. Estoy agitado. Deliro. Optan por una terapéutica múltiple. No respondo. Me dan más hipnóticos…

Me encuentro en una ceremonia con gente elegante. Las imágenes son todas verdosas. Una mujer muy bella me pone un pañuelo delante de la boca. La oigo decir: ¡Ay, Ay, Ay…! Pierdo la conciencia.

Día de salida de Cuidados Intensivos. No era mi día de morir. Fin de la primera parte de mi historia clínica. Principio de mi segunda existencia.

La enfermera Isabel se acerca de mi camilla y me ofrece un pedazo de pizza fría enrollado dentro de una servilleta de papel.

—Te apetecía comer pizza. Comparte una de sus porciones conmigo. ¡Disfrútala! –me dice con un acento brasileño.

La miro. Muerdo mi regalo. Ella sonríe. Es mi revancha sobre la SARS-CoV-2. Me acuerdo que estoy vivo y que la vida es bella.

 

 

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