Calicanto, la quinta de Antonia Palacios, me deslumbró. La única casa así de elegante a la que había entrado en mi vida era Macondo, la quinta de Miguel Otero Silva, que parecía un museo en vez de una casa. Calicanto era otra cosa. Era humana y voluptuosa a la vez. Tenía obras de arte extraordinarias, clásicos venezolanos –Reverón, Poleo, Michelena– colgados con elegancia y modestia. La biblioteca era la más grande que le había visto a nadie en la vida, pero se sentía que la mano de Antonia había pasado por el lomo de los libros. El jardín tropical se metía por las ventanas como una extensión privada del Ávila.
Gastón me presentó a Antonia, que me dio la bienvenida y me sirvió una copa de champaña con una fresa adentro. Creo que fue la primera vez en mi vida que tomé champaña de verdad, o por lo menos fue la primera vez que me supo al de las películas: burbujeante, fresco, millonario. Me bebí la copa de dos tragos y luego se me presentó el dilema de la fresa. ¿Qué hacer con ella? ¿Tragármela directo de la copa con todo y la hoja? ¿Dejarla allí? ¿Arrancar la hoja con los dientes y morderla de a poco? Esperé a que alguien despachara la suya para no meter la pata. Copié a Magda Rondón, una morena de nariz chata, cuerpo de nevera e inteligencia intimidante que con el tiempo se convertiría en la mejor novelista del país: la vi coger la fresa con la mano, arrancar la hoja con los dientes y comérsela de un mordisco mientras sostenía mi cuaderno con una axila. Me le acerqué para pedirle el cuaderno y me lo entregó sin mediar palabra. Creo que todos los talleristas habían leído mis poemas, pero nadie decía nada. Temí que el carácter intimista de los textos rayara en lo incomprensible. Temí haber perdido la noción de la realidad después de haber pasado tanto tiempo leyendo delirios de monjas y curas del siglo XVII. Y, sobre todo, temí que mis poemas no gustaran, que los destruyeran con críticas crueles. Para empeorar las cosas, el taller tardaba en comenzar. La bebida corría como en una fiesta. Antonia se jactaba de la belleza de sus piernas y alababa la hermosura de los hombres portugueses. Lo último me pareció una revelación. En Bello Monte vivían muchos portugueses y no me parecían ni apuestos ni diferentes a italianos y españoles. Comenté que, en un capítulo del diario de su viaje en moto por América, el Che Guevara describía a los portugueses de Caracas como una clase inferior, en constante confrontación con los negros, a quienes, por cierto, tachaba de hediondos y holgazanes. También dije que Pessoa (el único escritor portugués que recordaba haber leído) era feísimo, pero nadie me hizo caso, mucho menos Sasha, que la estaba pasando bomba con Gastón Barroeta en el jardín. Por fin Antonia se sentó en un sofá de cuero y la gente se dispuso a su alrededor para comenzar las lecturas. Traté de sentarme cerca de Sasha, pero se me atravesaron Magda y Gastón. Antonia sacó un micrófono plateado y le dio la bienvenida al grupo. Magda me explicó que usaban micrófono porque Antonia estaba un poco sorda y me advirtió que no se lo hiciera notar porque era sumamente orgullosa. El primero en leer fue Gastón, unos poemas en prosa que él mismo decía haber tallado en vez de escrito y que, efectivamente, parecían artesanías populares: mercados de ganado, hierbas, quebradas, precipicios, infidelidades, una muerte a machetazos… Gastón recitaba con confianza, sin afectación. Me impresionó un poema sobre unos alacranes que aparecían debajo de unas piedras. Antonia lo alabó en términos generales, pero le sugirió que dejara “añejar” los textos y que había que “bajar un poco el volumen”. Sasha también habló de los poemas, aunque no entendí si los celebró o los criticó. ¡Qué voz! Tenía un tono de Colegio Humboldt y Universidad Católica, de un mundo que yo creía despreciar pero que en ese momento me cautivaba. Sus comentarios parecían el monólogo interior de un bachiller: lugares comunes, frases inconexas aventadas con emoción… El siguiente en leer fue un joven que parecía una vela apagada: flaco, blanco, con chiva y bigote puntiagudos. Recitó una serie de textos breves sobre aseo personal: las maneras de cepillarse los dientes, el remolino que hace el agua de la poceta y lo difícil que es atrapar una pastilla de jabón mojada en una tina. Antonia fue dura con el joven vela. Le dijo que sus poemas parecían el manual de instrucciones de una lavadora. No bastaba con tener una intención conceptual para lograr un efecto: “Si el proceso fuera el fin, cualquiera podría escribir poesía”. El joven vela le dio las gracias en un tono tan digno que me pareció falso. Entonces se hizo un silencio incómodo que Antonia interrumpió invitando a leer a “la nueva adquisición”. Me di cuenta de que estaba hablando de mí, porque todos voltearon a verme. Había llegado la hora de la verdad. Respiré profundo, cogí mi cuaderno con una mano, el micrófono con la otra y me lancé al agua. La voz me sonaba aflautada, ridícula. Las palabras me pesaban toneladas y la mano con la que cogí el cuaderno me comenzó a sudar. Cada vez que pasaba una página, el roce del papel con el micrófono generaba un desagradable ruido timpánico. Cuando por fin lograba leer a un ritmo decente, la lengua se me atascaba. En fin, terminé sin saber si había matado los poemas o si habían nacido muertos, pero Antonia me sorprendió con su juicio: “Vaya, vaya. Esto no me había pasado antes. No sé qué es lo que tienen estos poemas. No sé por qué me parecen tan buenos. Siento como si estuviera frente a un portón tras el que me espera una belleza abrumadora. Es como si anunciaran una obra mayor, superior a ellos mismos, una obra trascendente. Discúlpenme si sueno a pitonisa, pero esos textos tienen una energía que no entiendo, un valor futuro, el valor de una obra que viene. Esa ambigüedad es un augurio. Eso es lo que son tus poemas, un augurio”. El juicio de Antonia fue un bálsamo. Después de todo, los poemas no eran malos. La valoración mejoró con las otras intervenciones. El joven vela, en lugar de mostrarse resentido por las críticas que había sufrido y atacarme, como hubiera pasado en cualquier otro taller, habló con entusiasmo, dijo que eran poemas “callados, con un peso metafísico que aumentaba después de su lectura”. Sasha volvió a balbucear incoherencias y me pareció que se emocionó al punto del llanto, no sé si por sus propias palabras o por mis versos. Gastón fue especialmente efusivo. La lectura fue un éxito total.
No recuerdo nada del resto de la sesión. Cuando hablo en público suelo perder el interés después de mi turno. Lo que sí recuerdo es que Antonia pasó tiempo conmigo después de las lecturas. Me preguntó mucho por mi trabajo. Le conté que había tomado fragmentos de los místicos como punto de partida. Me dijo que eso era obvio y que lo importante era que los poemas trascendían las fuentes. También le conté que estaba por visitar Cuba. Fue crítica. Me habló de Heberto Padilla y me preguntó si había leído Persona non grata. En cualquier otra circunstancia, le habría respondido que tanto el caso Padilla como la historia de Edwards eran situaciones aisladas que habían sido aclaradas en su momento y que los enemigos de la revolución exageraban con fines propagandísticos, pero estaba tan agradecido por sus comentarios que me hice el loco. Estaba feliz y no quería arruinarlo. Sólo había una cosa que podía hacerme sentir mejor: seducir a Sasha, pero Gastón seguía encima de ella y yo no me atrevía a separarme de Antonia. En un momento dado, el joven vela se acercó con una cámara y me tomó una foto conversando con Antonia. Era Vasco Szinetar, el fotógrafo. Hoy en día la foto sigue siendo una de mis imágenes más publicadas en los medios.
Mis poemas habían sido un triunfo en Calicanto. Con un poco de suerte, el viaje a Cuba podía darle a mi carrera el impulso que necesitaba. Me imaginé brindando con García Márquez y Ernesto Cardenal, y luego a Sasha desnuda despertándose en una habitación de hotel con vistas al mar. Me sentí tan confiado que fui a interrumpir a Gastón y a Sasha en el jardín, todo un atrevimiento para lo tímido que yo era en esa época. Me recibieron con naturalidad, como si me estuvieran esperando. Sasha se jactó de haberme llevado al taller. Estaba segura de que yo iba a hacerme famoso y de que pasaría a la historia como mi descubridora. Todavía hoy en día, cada vez que me encuentro con ella, dice que fue la persona que me descubrió. Les propuse salir a tomar un trago. Sasha no podía, se iba de vacaciones a Londres al día siguiente y tenía que madrugar. Nunca había hablado con alguien que se fuera a Londres al día siguiente. Al salir, Sasha me ofreció una despedida inolvidable: un abrazo apretado mientras me olisqueaba el cuello y me acariciaba las nalgas con parsimonia enfrente de todos. Salí erotizado, dispuesto a envenenarme de alcohol para apaciguarme. Tiendo a confundir esas noches como si se trataran de una borrachera eterna en las inmediaciones de Sabana Grande. Los bares son irrelevantes: La Bajada, El Maní es Así, el Triángulo de las Bermudas, donde se reunía el entonces ya decadente grupo de la República del Este; el Callejón de la Puñalada, o cualquier arepera abierta a las tres de la mañana; da lo mismo. La gente también es irrelevante. Siempre había alguien que me encandilaba, bastaba con que abriera la boca para que yo sintiera que nunca podría escribir como él: el Chino Valera Mora, Adriano González León, Caupolicán Ovalles, Orlando Burigiatti, Rodolfo Izaguirre…; los escuchaba sin atreverme a abrir la boca, haciéndoles sombra, maravillado por la facilidad con que escribían, presa de una sensación de inferioridad que me iba amargando la borrachera.
Esos años fueron una pérdida de tiempo absoluta. Tuve suerte de salir bien parado de aquel delirio colectivo. Más de uno se quedó en el camino, comenzando por el Chino. El tema de la fiesta bohemia lo abordo en ‘La gran resaca’, un poema mentiroso y malo que se ha convertido en una cruz. Lo escribí después de recibir el Reina Sofía, en una época en la que se me subieron los humos a la cabeza. Cometí el peor error que puede cometer un poeta: escribir sin raspar la superficie. Los poemas malos te acechan por el resto de tu vida. Cada vez que quiero olvidarme de que escribí aquella apología a la sinvergüenzura, se aparece un borrachito nostálgico y recita de memoria el peor de sus versos: “La fiesta que fue Sabana Grande”. Esa línea me da escalofríos. Cuando los escritores jóvenes me piden consejo, siempre les digo que piensen mucho antes de publicar, que se tomen su tiempo. Dejen que sus trabajos maduren antes de soltarlos, les digo. Es un consejo inútil; si hay alguien que sabe lo difícil que es resistir la tentación de la publicación soy yo, pero sigue siendo un buen consejo.
Este texto pertenece a la novela Crema Paraíso, que acaba de publicar Alianza Editorial.