Las criadas, como indica su nombre, han nacido y han sido educadas, adiestradas y, en fin, criadas, para servir. Las criadas de Jean Genet son dos hermanas, criadas por su señora, a la que odian y adoran, quien las ama y desprecia. Las criadas deben su existencia a su señora. Si ella no existiese, no serían criadas de nadie, así que no serían nadie. Aún y todo, las criadas de Genet se ríen de su señora, la imitan, y la quieren matar -con Genet siempre hay alguien que quiere matar a alguien-. Las criadas de Genet se gritan, se escupen, se pegan, se magrean, se arrastran por el suelo, se desnudan, se visten, se vuelven a desnudar, se sientan, se tumban, se soban un poco más, se matan. Según el programa, Genet quiere que sus criadas se interpreten como mujeres que interpretan criadas. Así que Las criadas de la Abadía son criadas con criadillas, interpretadas por dos hombres, que interpretan a las mujeres que son las criadas, y que además interpretan a su señora.
El trabajo de los actores es enérgico, su interpretación es flexible y capaz. Su empeño es agotador, lo que les hace a veces perder ligeramente la vocalización. La adaptación al texto de la gestualidad y la entonación es idónea, facilitando que el público pueda seguir e incluso mantener cierto interés en la trama. Alcayde y Genís se lucen sobre todo en la primera escena, la más surrealista y afilada, sin duda lo más interesante de la pieza.
La puesta en escena, muy bien tejida por los actores, resulta interesante y se adelanta al valor de la obra. Seis mesas de tocador con sus respectivos espejos se reparten por el escenario. Delante hay una cama con un cabecero de espejo. Al fondo, dos cortinones, y en un elevado, un armario con dos hojas de espejo. La multiplicación de espejos trata de evocar los diversos planos en los que en teoría se mueve la obra. Los espejos están para reflejar la belleza de la señora y para que los limpien las criadas. El espectador se refleja en el espejo y sin querer se ve dentro de la acción. Las criadillas necesitan mirarse permanentemente al espejo para recordar permanentemente quiénes son.
Lamentablemente, al sugerente escenario no le acompaña el pobre texto, que va cojeando por un solo plano, bastante plano por lo demás. La escenificación termina evocando la nada, que se define como un espejo mirando otro espejo. La luz es intensa y sin matices. Trata de evitar cualquier asomo de sensibilidad o de misterio, y muestra a los personajes en todo su prosaísmo, bailando entre el mobiliario, eléctricos y furiosos, transmitiendo una tristeza enorme. El total suma un esfuerzo plausible, honesto, y al inmerecido servicio de un texto que no lo vale.
Genet es, casi por antonomasia, el niño terrible francés, hijo abandonado de una prostituta, inclusero, homosexual, ladrón, presidiario, chapero… Demasiado tiempo en la cárcel, demasiado tiempo solo en su celda, demasiado tiempo a solas con sus resentimientos y sus justificaciones patéticas. Así claro, le dio por escribir. Con tan mala suerte que a Sartre, a quién si no, le fascinó, y decidió patrocinarle. Y tuvimos Genet hasta la náusea. Pero Genet carece de misterio, lo único que hace es escribir desde el egoísmo de un delincuente habitual. No tiene absolutamente nada que ofrecer. Sólo del altruismo puede nacer el sueño de la perfección. El egoísmo es artísticamente improductivo. De ahí poco podemos aprender: egoístas somos todos. Y un egoísta que sólo se queja y odia y patalea, menos aún nos podrá enseñar, nada más allá de sus pequeñas miserias e intrascendentes obsesiones. La injusticia y el desorden están a la vista. Ni hace falta haber pasado por la cárcel para reconocerlos, ni necesitamos a un facineroso de pensamiento insustancial y vanguardia trasnochada para que nos los enseñe.
Por eso el drama de las criadas de Genet se desinfla en seguida. Adolecen las pobres de la grandilocuencia hueca distintiva de una parte del pensamiento posmoderno francés. Gritos desgarrados, frotamientos sexuales, muecas retorcidas, inflamados insultos. Y mucha rimbombancia decrépita. De un montaje acertado y honesto, queda el esfuerzo encomiable de un equipo entregado e inteligente. Una pena que se haya malgastado en una obra fútil. Las criadas es una cacerola reluciente, pero que suena bong cuando le das con la cuchara. Porque está vacía. No hay nada para comer. Nuestros retortijones resuenan por los jardines del precioso teatro de la Abadía.
Obra: Las Criadas. Autor: Jean Genet (París, 1910 – 1986). Escenario: Teatro de La Abadía, Madrid. Compañía: Producción Sala Muntaner y Bitò Produccions. Versión: Manel Dueso, Lluís Miquel Bennàssar. Dirección: Manel Dueso. Intérpretes: Isaac Alcayde, Oriol Genís, Xavier Pujolràs.