Nuevas nuevas cronistas de Indias
Desde mediados de los años noventa no han parado de surgir y de crecer a un lado y otro del Atlántico editoriales o colecciones, talleres y premios dedicados a la crónica o al periodismo narrativo: muchos y variados son los nombres con los que se denomina a esta prosa de no ficción que relata la realidad como si fuera un cuento, con el mismo interés por crear o recrear escenas, reproducir espacios y convertir las experiencias y testimonios de las fuentes en personajes. Esta escritura periodística es obra y gracia de cronistas que emplean su tiempo –poco o nada remunerado– en ir allí donde están las historias que no suelen aparecer en los titulares de los medios, con el esfuerzo e incluso el riesgo que supone cubrir ciertos territorios. Las cronistas transforman el testimonio en relato; hurgan en el lenguaje para encontrar las palabras que mejor reflejen lo que han percibido. Aúnan, así, el arrojo periodístico con la reflexión y el pensamiento, la interpretación y la voluntad literaria.
La Fundación Gabo (nacida como Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, FNPI, en 1994), lleva casi tres décadas cultivando la crónica como género literario y periodístico. La denominación “nuevos cronistas de Indias” se acuñó en los encuentros allí celebrados en 2008 y 2012 para referirse a un grupo que, aunque contaba con mujeres, estaba compuesto en su mayoría por hombres. Elena Poniatowska, Alma Guillermoprieto y Mónica González aparecen en las imágenes de esos encuentros. No obstante, sus premios han ayudado al despegue internacional de las escritoras hoy consagradas Leila Guerriero y Josefina Licitra, cuyas crónicas El rastro de los huesos y Pollita en fuga, respectivamente, recibieron el galardón de la Fundación Gabo. Ambas aúnan esa doble faceta periodística y literaria y destilan una distancia crítica de los discursos oficiales: El rastro de los huesos reveló la historia del equipo de antropología forense que estuvo detrás de la identificación de cientos de cuerpos de personas asesinadas por motivos políticos y que por décadas figuraron como desaparecidas; Pollita en fuga mostró con inusitada crudeza la vida de una adolescente argentina marcada por el abandono y la precariedad, una chica a quien los medios mostraban simplemente como una criminal.
La fundación vinculó la crónica latinoamericana con otras tradiciones como la del periodismo literario anglosajón, también llamado literatura de no ficción, y por los talleres en Colombia pasaron grandes maestros del género en otras regiones, como Ryszard Kapuściński, quien dictó el taller que dio origen al libro Los cinco sentidos del periodista. En España comenzó a hablarse del boom de la crónica a raíz de la publicación en 2012 de dos antologías emblemáticas: Antología de crónica latinoamericana actual, que dirigió Darío Jaramillo Agudelo en Alfaguara; y Mejor que ficción, coordinada por Jorge Carrión en Anagrama.
A este despertar de la crónica de fines del siglo xx, que reinterpreta una tradición de siglos a ambos lados del Atlántico, se han sumado en el xxi las más recientes olas del feminismo –de tsunami lo califica Gabriela Jáuregui– para incorporarse a la mirada feminista y liberadora de estas escritoras. Son muchas las que, desde una posición feminista, explícita o no, trabajan y publican excelentes crónicas con perspectiva de género, decolonial y ecologista. Su periodismo, inmersivo, socava la grieta de la denuncia previa enunciada por grandes maestras como Elisa Lerner, María Moreno, Maruja Torres, Lydia Cacho, Pedro Lemebel, Marta Dillon, Rosa Montero, María Sonia Cristoff, Hebe Uhart, Lucrecia Masson, Gisela Kozak, Verónica Gerber, Nuria Varela, Adriana Carrasco, Magali Tercero y Claudia Acuña, entre tantas, reconocidas además con premios importantes.
Atravesé el puente en el que mataron a mi padre, por Elena Salamanca
1.
Mi padre fue asesinado sobre cierto puente en cierta ciudad de El Salvador. Unos veinte años después, yo atravesé ese puente. Conducía. Entonces pregunté a mi madre: “¿En este puente mataron a mi papá?”. Mi madre no contestó. A lo mejor el duelo, a lo mejor la viudez, a lo mejor no lo sabía. Vivíamos en la capital y mi padre fue asesinado en lo que los noticieros más arcaicos llaman interior del país. Lo vimos en la funeraria, fin.
Cuando era periodista cubría temas culturales. Un fin de semana, en turno, me enviaron a cubrir un asesinato. Uno cualquiera, uno más. Cuando llegué a la escena del crimen, reculé.
Llamé a mi novio y le dije algo así:
—No puedo escribir esta noticia. Mataron a un hombre, lo rodearon de cinta amarilla. A la orilla de la cinta lloran una mujer y una niña.
Madre e hija. Viuda y huérfana. La cinta amarilla como ese límite entre dolor y duelo, entre vida y muerte, entre justicia e impunidad.
El hombre –el esposo, el padre– había sido asesinado en el barrio en el que vivía. Las dolientes llegaron pronto. Su hijita lo vio ahí, sobre la calle, estrellado y explotado, una estrella de sangre debajo del cuerpo, tirado, como un animal de sacrificio.
La diferencia entre esa niña y la que fui yo fue el sitio del duelo, el conocimiento del territorio que fundó su orfandad. Todos los días –si no se mudaban de barrio–, esa niña iba a pasar por ese pedazo de calle en el que mataron a su padre. Así, hasta siempre.
No sé qué era lo peor, esa niña presente en el espectáculo del cadáver del padre –era un espectáculo, prensa, policía, curiosos, gritos y una noche que iba cayendo con demasiado peso– o la niña ausente a la que le censuran el cadáver del padre y lo visten de saco y corbata, anillos en los dedos, una cruz de oro en el ojal.
Lo cierto es que el dolor está situado en demasiados espacios de ese país tan pequeño, fundado por un capricho y destruido por demasiados caprichos postreros. El dolor está aquí, ahí, en explosión cotidiana, pero pasamos encima de él, como quien no quiere la cosa, como quien de verdad no quiere mirar atrás porque teme volverse sal como la mujer de Lot.
2.
Cuando era niña, me intrigaban –y me gustaban– las cruces de colores que veía a la vera de las carreteras; una vez, incluso, vi unas en un lago. Estaban decoradas con flores de plástico y pintadas de colores extravagantes. Me explicaron que eran los lugares que los dolientes usaban para marcar, para identificar, a sus muertos en la carretera, a sus ahogados.
Yo pensaba en accidentes, en naufragios. Era niña. No podía imaginar a mi padre en una cruz de colores a la orilla de un puente. Mi papá estaba a mi lado, en el carro, mientras yo desde la ventana miraba las cruces de la carretera y preguntaba. Preguntaba y ellos, mi papá y mi mamá, explicaban. Yo era niña y no sabía qué era el duelo. Aunque lo miraba, casi festivo, casi marchito, desde la ventana de nuestro carro.
No sé, no conozco, exactamente el sitio en el que mi papá se desangró, dejó de respirar. No lo saben tampoco muchas madres, padres, hijas, hijos, esposos, esposas, viudas y viudos, huérfanos y huérfanas, amigos perdidos, insondables dolientes, incontables espectros que brillan solo en el dolor en el país del que vengo, en los países que componen Centroamérica, países que arman un mapa de dolores, de violencias y de sucesiones incontables –y ya injustamente cotidianas– de injusticias.
Cuando era periodista, una anciana me mostró en Izalco, Sonsonate, los sitios en los que recordaban que sus padres y sus vecinos habían dicho que habían sido enterrados los campesinos masacrados por el Ejército Nacional en 1932. En otro turno, en la esquina de un mercado, volví a cubrir otro asesinato, un muchacho destrozado en el suelo, como un puñado de tomates aplastados, una mancha de sangre que luego se lavaría de la ciudad. Cuando era niña, mi madre me dijo de cadáveres de muchachos quemados en la esquina de nuestra casa en 1989, durante la ofensiva guerrillera Hasta el Tope, ocurrida entre noviembre y diciembre de ese año en San Salvador. Esos cadáveres por los que el cineasta Julio López ha preguntado en su documental La batalla del volcán, soldados y guerrilleros, jóvenes, muertos sucesivamente en noviembre y olvidados en la calle, en alguna fosa improvisada.
Todo eso que yo vi y supe no es nada. Es apenas un punto que se enrojece y palpita en un mapa minúsculo, un país ridículo por violento y por sus torpes amagos constantes de república o democracia, y sus constantes fracasos. El periodista Carlos Martínez ha narrado los horrores más terribles de El Salvador en tantas crónicas y reportajes en El Faro. Él fue quien narró la agonía de los padres que buscan a sus hijos en fosas clandestinas en estos días, días interminables, en un país en el que no hay un banco de ADN y en el que por lo mismo se obliga a los familiares de las víctimas a asistir una y otra vez a la función del descubrimiento de una fosa clandestina, cadáveres descompuestos, huesos. Fueron Marcela Zamora y Julio López quienes en el documental El cuarto de los huesos recogieron, en la voz de un médico forense, la mejor metáfora de país para El Salvador de los tiempos de paz: un corazón que se extrae aún palpitante de un cadáver.
A veinticinco años de la firma de los Acuerdos de Paz, El Salvador es una estampa comprada en una tienda de souvenirs. Un mapita marcado por crucecitas de colores clavadas como agujas en el territorio, que, al levantarse, exponen la carne viva, sangran.
Mi interés en el dolor no es porque duela. Es porque identifica. Miles de salvadoreños, de centroamericanos, comparten esas experiencias de dolor traumáticas, sin duelos, y en ellas tienen una identidad aún más profunda que los himnos nacionales, las banderas, las comidas típicas. Lo estrafalario de la nación, la escenografía neoclásica liberal que cada día se vuelve más kitsch, está aplastando identidades más sinceras, más auténticas y más entrañables. Porque es de la entraña de la que precisamente se extrae el dolor, el sentimiento.
No abogo por una nación emocional, pero abogo por una nación que con el lenguaje del Estado no aplaste, no anule, no desaparezca, el dolor de sus ciudadanos y ciudadanas, de quienes, finalmente, la construyen, de quienes la sostienen. En el andamiaje de El Salvador como nación hay unas bases construidas por cadáveres, cabeza sobre cabeza, impunidad sobre impunidad. No es hoy, tampoco es 1980, no es 1932, es siempre. Siempre. Este adverbio que es constante.
La importancia de marcar es identificar, es no olvidar no la escena, sino la ausencia que ahí se marcó. Las calles, las esquinas comunes, los barrancos, las fosas clandestinas, los cuartos de hoteles, de casas, los pasajes, los bosques mismos, ese paisaje tan exuberante que por dos siglos no ha dejado de obnubilar a poetas y pintores es el escenario mismo de la muerte.
3.
Hace un tiempo, un amigo me dijo que mis reflexiones sobre la historia reciente de El Salvador “dan armas a la derecha para que regrese al poder”. Pensar la historia en clave polarizada –derecha, izquierda, lo que sea que signifiquen o vacíen– es lo que ha atrasado a la historia como disciplina y como clave para entender el país, la región, que habitamos. Ya quisiera yo que un partido político pudiera entrar en reflexión, tomar apuntes, intelectualizar algunas de mis preocupaciones. Pero, como mi amigo, están más ocupados en paranoias de guerra fría, en luchas de cúpulas, argollas, vanidades y obediencias.
No escribo esto para tener réditos incómodos con desclasados políticos, escribo esto porque veinticinco años después de la firma de los Acuerdos de Paz, somos un desangradero.
No acepto un país como frontera. No acepto un país en el que los que mueren no significan nada más que cifras para cubrir ineficiencias gubernamentales. Hay que pasar la frontera y preguntar por las marcas de los miles de migrantes que mueren en el desierto, entre México y Estados Unidos, y que fueron un día una estadística de población. No es posible que lo único que cubra a estos muertos sea la nacionalidad. No es posible que lo único que el Estado nos garantice sea una nacionalidad hueca, que no puede rellenarse con los derechos básicos de la ciudadanía.
Mi interés en el dolor no es porque duela. Es porque identifica.
La única deuda entre el Estado y yo no puede ser nada más fiscal. Que yo contribuya con mis impuestos y el Estado me retribuya. Y ya. Una relación con tan pocos réditos para tanto dominio y tanta violencia. Hay meses en los que en El Salvador se cuentan quinientos cadáveres. Hay otros cuerpos que, simplemente, no aparecen, no están. Pienso que el Estado también debería decirnos dónde están esos cadáveres que controlaba cuando eran cuerpos.
Quisiera un país que en cuanto territorio permitiera marcar. Marcar identidades más allá de nomenclaturas. Un espacio en el que puedan respetarse nombres y fechas, identidades perdidas pero presentes en quienes viven. Esas esquinas donde lloraron niños, rincones donde se arrodillaron madres, soledades de cadáveres irreconocibles y no reconocidos. Un delirio de dolor, dirán. Dignidad, diré yo. Los muertos son tantos como nosotros los vivos.
Quisiera pensar que todos merecemos un espacio digno para marcar nuestros amores más grandes. Hay quienes escriben cartas, diarios, poemas. Otros solo colocan cruces de colores, flores de plástico, velas. Todo país es intemperie y en la intemperie de El Salvador, la paz es una noche muy larga y oscura.
Esta crónica fue publicada originalmente el 5 de marzo de 2017 en Plaza Pública de Guatemala.
Estos textos corresponden al libro Criaturas fenomenales. Antología de nuevas cronistas que, coordinado por María Angulo Egea y Marcela Aguilar Guzmán, acaba de publicar La Caja Books.