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Mientras tantoCrisis de los paisajes

Crisis de los paisajes


 

 

 

 

En mi imagen mental de Londres siempre hace sol. Uno asocia el sol a esos sitios en los que ha sido feliz y yo, pese a que llueva mucho en esta ciudad, la vinculo siempre a días luminosos. Supongo que las ciudades y sus paisajes están indisolublemente ligados a lo que vivimos en ellas y a si somos –o no– felices el tiempo que las habitamos.

 

David Trueba habla de esto mismo en Blitz, el libro que leía ayer en una cafetería de esta ciudad en la que hace tiempo que no vivo pero en la que me gustaría vivir. Trueba aborda los paisajes de nuestras vidas y la velocidad a la que estos cambian. Blitz empieza con una crisis de pareja, con uno de esos instantes en los que todo se desmorona. Sin embargo, más allá de que el argumento está sustentado en esa idea de pérdida que surge con las rupturas, el libro es una oda al espacio, a lo habitado. Porque al igual que habitamos las ciudades también habitamos a las personas.

 

Hace un par de días murió Eduardo Galeano y pese a que muchos digan que es un cursi que escribía mamarrachadas, también nos dejó cosas que, al menos a mí, me gustaba recordar de vez en cuando. Los árboles recuerdan, dijo. Y las ciudades también lo hacen. Galeano fue de los primeros que me habló de lo que era la utopía, que existía siempre un paso más allá para que continuáramos moviéndonos hacia ella. La utopía es la señal de “seguir caminando”, está en eterno movimiento, como se mueven los paisajes tras las ventanas del tren.

 

El protagonista del libro de Trueba es un arquitecto que se marcha con su novia a Munich para presentar un proyecto llamado el “Jardín de los tres minutos,” que es un parque en el que distintos relojes de arena dan la medida de lo que son tres minutos. Caben muchas cosas en ciento ochenta segundos. Pueden hacerse muy pesados: solo hay que ver una película de Kim Ki-Duk –que me perdonen sus fans-. Pero a la vez, tres minutos es un tiempo lo suficientemente corto como para que sea concebido como un instante. Blitz quiere decir instante en alemán. Y en realidad, muchas cosas duraderas desaparecen en eso, en un instante.

 

Blitz es una reflexión acerca del tiempo y la distancia, acerca de lo que significa hacerse mayor en un país en crisis. Lo bueno de Trueba es su crudeza, su manera de hablar de la realidad sin tapujos, su forma de captar los problemas de los que hoy tenemos treinta, viviendo como si tuviéramos dieciocho: con dos masters, dos carreras, los cinco idiomas reglamentarios y esa entrada a trompicones en una madurez que nos viene grande en este país que ha tirado el futuro de sus jóvenes a la basura. Pero la verdadera crisis no es ella en sí: es estancarse, encariñarse con la piedra que nos ha hecho caer.

 

Ayer pensé mucho en esto de las crisis mientras deambulaba por los pasillos de la enorme feria del libro de Londres. Las ferias siempre me producen esa sensación extraña –la de crisis–, la de querer estar en otro lugar aunque no sepa bien en cuál. Hay libros, sí. Pero hay prisas, paripés, risas forzadas y profesionales que se empeñan en tener 50 citas cada día para luego contarlo, como si esto de comprar libros fuera igual que comprar salchichones. Suelo tener esa misma sensación el día que empiezo una feria. Me sorprendo pensando: otra más ni de coña, es la última cita, el último meeting, el último drink para decir obviedades, etc. Soy de las quejicas, lo sé. Sin embargo, luego siempre suele ocurrir algo mágico. Ayer, ya a punto de irme de la feria, con esa ligereza que da saber que en breves estarás fuera del recinto, conocí a un inglés que tenía una editorial muy pequeña. Era el editor de Lorca y de Jorge Semprún. Hablamos de ambos –yo sin reconocer que no he leído absolutamente nada de Lorca, vergüenza…– y cuando empezamos a hablar de Semprún, noté que se emocionaba. Recordamos ese eterno problema con el que lidió Semprún toda la vida después de haber estado en Buchenwald, el de qué hace uno con el horror. ¿Hay palabras que puedan contarlo? ¿Dónde queda la literatura y dónde la vida? El editor, con los ojos rojos, siguió hablándome de él. «Siempre me emociona hablar de un autor como Semprún, sus palabras, de alguna manera, me salvan», me dijo. Y aquello me impactó. No es que lleve treinta años en el mundillo de la edición, pero nunca había visto a un editor casi llorando mientras hablaba de lo que le transmitía ese autor.

 

Al salir de la feria, paseando por ese inusual Londres soleado, pensaba en las crisis que tenemos todos. Las profesionales, las de identidad, las amorosas. Siempre hay un momento de epifanía –si es que se le puede llamar así– para los más pacientes. Hay algo que nos hace decantarnos cuando menos lo esperamos. Después, ya en un tren con el que cruzaba la ciudad de oeste a este, viendo esos paisajes que cambiaban a tanta velocidad, volví a ese editor maravilloso: esa es la gente que me hace creer en esto, en los libros, en la cultura, en el valor que tienen las palabras para cambiar -incluso para salvar-las vidas de muchos.

 

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