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Cristina Rivera-Garza en El Colegio Nacional

Es fama que, a pesar de la supuesta cobertura en tiempo real, los diarios y periódicos no dejan muñeco con cabeza al intentar dar “la nota” del detritus noticioso del momento. Empiezo por aquí porque antes de decir algo aceptable y decoroso acerca del reciente ingreso de la Doctora Cristina Rivera-Garza a El Colegio Nacional, una rápida ojeada a las páginas de internet decidieron hacer mutis, especialmente en su interjección coloquial referida, pérfidamente, a la acepción del silencio, una especie de normalización del territorio del secreto cuando de hablar, pensar y escribir acerca del feminicidio se trata —así aparezcan, o precisamente porque se publican, notas diarias respecto al tema y no se diga las decenas de “columnas” y “opiniones” cotidianas de mentes bien pensantes consumiendo el tema a la manera de quien, con bobería extrema, se deleita en encender cerillas y observar la llama de luz desaparecer y ser desechada y ser sustituida por una nueva cerilla y una nueva inocua luz.

De no ser por el comunicado del propio Colegio Nacional, a quienes nos interesan los rumbos que trae esa institución única, milagrosa, que reúne entre sus miembros el conocimiento y los saberes que se hallan a la par de las mejores instituciones de su tipo en el mundo, sencillamente nos hubiéramos quedado con los trasnochados titulares del tuíter y sus vínculos que no llevaban más que a un callejón sin salida. Un diario local, localísimo diría yo, incluyó en lo que todavía tiene el valor de presentar como un suplemento literario, noticias que titula así, casi como para tomarse a broma: “Sabia ignorancia”, o sobre la, ay, última novela de un ya no tan niño terrible: “La furia le viene en el sonido”. En otro diario en el cual un infortunado aspirante a poeta (luego de intentonas en la novela, el ensayo y hasta la narrativa erótica tuiter que un gordo tonto entiendo que le publica) tuvo todo el espacio para airear su rabia ante la decisión de un jurado de despojarlo de un premio que de tan magro y chachalaco más bien debería ser un gozoso anti-premio a la Nicanor Parra, ni una sola palabra del ingreso de Cristina a El Colegio Nacional. Un pasquín literario en el que cometí pecado de aceptar ser miembro del (des)consejo editorial, repitió el mismo homenaje al admirado macho Garibay y a promover una cierta novela tan transgresora como cualquiera de Agatha Christie. Lo único bueno de todo esto es que afuera de mi casa los lunes pasan los de la basura.

Pero a mí, descreído, cínico absoluto ante los ajustes y arreglitos de la república bananera literaria nacional, no se diga de las transas y componendas de los asuntos de la república política, nada me sorprende.

Sí me asombra y me hace sentir bien el hecho, porque de eso se trata, un hecho o serie de hechos, que demuestran que Cristina Rivera-Garza lleve una vida investigando, pensando, escribiendo, completamente de espaldas a la agreste república local. Ella es su propio proyecto, de vida y de escritura. Ha recibido la prestigiosa beca de la MacArthur Foundation, clase 2020; escúchenla aquí.

Inmersa en  una escritura transfronteriza que pone en jaque, sin siquiera proponérselo, a la tribu local, no necesita que un gorila disfrazado de crítico la haya injuriado en una reseña con título de película de Clint Eastwood, o sea no muy original (“La buena, la mala y la fea”); hoy el mulo crítico debería estarse comiendo sus palabras, pero esto es México, este es el sacrosanto reino de la impunidad, política, jurídica y literaria.

Dejo ya mismo la bazofia, la olla podrida, para hacer lo que realmente me interesa, que es celebrar con Cristina y sus legiones de lectoras y lectores, su ingreso a esa benemérita institución que desde su fundación lleva por lema: “Libertad por el saber”, criticada por personajes poco serios o a sueldo del régimen, como misógina, elitista, un hato de privilegiados: les ahorro los etcéteras que solo verifican la discapacidades cognitivas de la secta.

Paso a lo mío. Espero les interese.

Conocí Cristina hace más de veinte años. Fungía yo como agregado cultural del Consulado General de México en la ciudad de Chicago (“that somber city”, que decía Saul Bellow y decía bien).

Había leído, ¿quién no?, su novela Nadie me verá llorar y, no me las doy de visionario, pero platiqué con el entonces director del Instituto Cervantes, un atento y talentoso filólogo prestado temporalmente por su universidad en Madrid, rara avis, un intelectual práctico, y enseguida me propuso un programa con autores mexicanos de la talla experimental, de Cristina, por encima de las entonces —y todavía— tristes cajitas narrativas de la ficción. Aclaro que solo la había leído. Pensé de inmediato en Mario Bellatín, a quien sí conocía.

Añadimos un tercer elemento que resultó un desastre, como participante, como invitado, como tipo incivilizado incapaz de reconocer y adaptarse a cuanto sucedía a su alrededor: me refiero a la vibrante “American City”, Chicago. Leyó cien cuartillas de sus cuitas con el Crack, tituladas en misterioso parecido con la conferencia que dio Roberto Bolaño en Sevilla, “Los mitos de Chtulhu”. Al contrario, Mario y Cristina hicieron la rendición de literatura experimental o en experimento, que los concurrentes querían afanosamente conocer, escuchar. ¡Aplausos!

El programa resultó un éxito de audiencia, lo reportó el Chicago Tribune en su “literary page” —estoy hablando de otro siglo y otra época, casi de tiempos de la guerra de secesión pero aplicable a los “Hispanics”.

Sí, era otro Chicago, mi vida era otra. Nunca olvidaré, era pleno otoño, el frío ya crujiente, la invitación que les hice a Cristina, a Mario y al tercer elemento para resguardarnos una noche en mi pequeño bar de confianza, a dos cuadras de la Milla Magnificente. Cristina me encaró con toda su amable seriedad: “¿Tú, Bruno, qué haces aquí?”. La pregunta se refería a todo: a Chicago, a mi servidumbre diplomática, quiero pensar que a mis pocos talentos, desperdiciados a manos llenas. En otra ocasión, nos volvimos a ver en una cena, colonia creo que la Narvarte, pero un sismo de no sé qué gravedad nos dejó espantados a todos: curiosamente, menos a ella, que no dejó de sonreír mientras todos poníamos cara de espantajos propios de Brueghel el Viejo.

 

No exagero si digo que fui uno de los primeros lectores de El invencible verano de Liliana, pero después de dos lecturas, me pareció estúpidamente o no, que poco podía decir yo acerca de una experiencia tan cercana, personal, temprana, al feminicidio. Con su ingreso a El Colegio Nacional, nadie, especialmente nosotros, particularmente yo, no me volveré a quedar callado, así el libro que tenga entre las manos me esté despedazando por dentro.

Ahí tengo en la memoria y en mi cada vez más pequeña biblioteca, las discusiones, las dedicatorias, los extractos de Huesos en el desierto, de mi confidente y amigo Sergio González Rodríguez, con quien gasté infinitas madrugadas disertando acerca del feminicidio en México, pero digamos que en términos genéricos —que no distantes: Serge no era un periodista ni gacetillero, era un hombre ético, descolocado por lo que él llamaba en su libro “un deslizamiento fuera de los límites”.

Cristina, que estuvo presente en aquella conferencia de Bolaño en Sevilla —no recuerdo si me lo platicó o lo leí en alguna parte, dijo que Roberto parecía ya al borde de la muerte, como fue el caso unos meses después—, bien sabía que el deslizamiento fuera de los límites estaba ocurriendo en relaciones insanas, en los hogares, en los centros de educación, en un Estado sin ley, al interior y exterior de los lugares de trabajo: en todas partes.

Por lo pronto me siento muy afortunado que uno de sus miembros, amigo íntimo y mentor —no diría de lo literario, sino de la vida misma—, sea el honroso culpable de proponer el ingreso de Cristina; que mi profesor de historia del siglo XIX en El Colegio de México y admirado amigo que acaba de publicar el mejor estudio biográfico de don Alfonso Reyes, el gran y generosísimo Javier Garciadiego, haya apoyado la moción, al igual que esa deslumbrante mente jurídica, valiente y crítica, también haya hecho lo propio: José Ramón Cossío, además de Julia Carabias, una de las más destacadas defensoras de lo que el régimen tarugo nos está dejando en (in)sustentabilidad ambiental.

Lectoras y lectores: no cometan mi error, piensen, mediten, articulen y verbalicen cuánto haya que decir de El invencible verano, pero también de Los muertos indóciles, Autobiografía del algodón, su rarísima, notable, cero académica pero documentada al milímetro, incursión en Juan Rulfo, Había mucha neblina o humo o no sé qué. Todos ellos libros escritos desde la no ficción con el propósito de revelarle al lector otra forma de no ficción.

Muy probablemente mi petición caerá en manos vacías, pero alguien, ustedes, ayúdenme en corregir mi error, mi silencio, que en última instancia se trata de un silencio de millones de mujeres, pero también de hombres por otros hombres, sujetos a la violencia del lenguaje dentro y fuera del hogar, en la calle, en nuestros lugares de trabajo. Aunque sea a destiempo, mea culpa, ¡Help!, y de paso celebremos a Cristina Rivera-Garza y, por qué no también, a El Colegio Nacional.

 

 

 

 

 

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