Nací en la ciudad de Palma de Mallorca, el 28 de septiembre de 1922, de padres mallorquines. Todos mis antepasados son isleños y provienen de distintos pueblos de la isla. Unos, asentados en el llano, otros en la costa. De aquí que hayan sido labriegos y gentes de mar.
Pesa mucho en mí el ascendiente marinero de mi rama materna y pesa aún más el mar, si hay que dar crédito a la astrología. Ésta, en ciertos libros, me concede fortuna al lado de las aguas marinas al mismo tiempo que favor lunar: dos concesiones que he podido comprobar y que puedo atestiguar, pues, tanto mi infancia como mi adolescencia, transcurridas en gran parte en el Puerto de Andratx, de la costa ponentina, fueron más dichosas que los años posteriores.
He escrito en mi libro autobiográfico Las líneas de mi vida, que de los cinco a los diez años, fueron los años más importantes de mi vida, porque el mar me brindó su compañía y gracias a su influjo se abrió mi inteligencia y fui menos tardo de lo que tenía que ser por temperamento. Estoy seguro que las aguas salobres me prestaron cierta sal, en el sentido kierkegardiano. No sé quién fue el sabio que dijo certeramente que el mar era natural pedagogo y maestro involuntario.
Por otra parte, tuve en Palma la suerte familiar de vivir con mis abuelos matemos, que vivían en un lugar privilegiado para un gozador del mar, que hasta el olor a alga podrida le resulta grato. Asentada la casa en la parte delantera de un barrio que albergaba más bien gente menesterosa, conocí asimismo el espíritu pandillero del mozalbete mallorquín y la mirada enconada de las comadres de la barriada que te decían con sus ojos que eras su enemigo.
La entrada súbita de la República, en aquellos días, había despertado aquel encono. De pronto, había renacido el odio de clase, que antes había estado amortiguado o reprimido.
La Discordia Civil, que estalló en pleno régimen republicano afectó más a la isla de lo que se podía sospechar, y a mí me afectó en grado sumo. Porque me inmunizó contra todo lo épico y me produjo una aversión a lo hercúleo que rayó en enfermiza. Es dicha aversión la que recorre muchos de mis libros. Los personajes que haya podido forjar -Péndulo, Jonás, Augurio Hipocampo- son todo menos hercúleos. Hasta mi amor al asno, que se ha traducido en manía literaria en El asno inverosímil, se debe a que el asno ha sido víctima del hombre hercúleo, que no ha dudado en convertirlo en objeto de sus palizas ingratas.
Fui siempre y soy un pacifista cien por cien. Me rebelo contra quienes se apoderan del poder para lanzar a los humanos a la matanza. Esta rebelión del pacifista está muy presente en mi primer viaje imaginario: Viaje a Cotiledonia. Sé, no obstante, que esta animosidad entre los humanos llamada «guerra» no hay centuria en que ella esté fuera de su dominio. Tampoco hay siglo que haya podido sustraerse al señor perpetuo de las edades: el dinero.
Apenas acabada la Discordia Civil, estudié leyes en Barcelona y en Madrid. Fue fructífero mi paso por el Madrid de postguerra, porque, por vez primera, oía el son cotidiano del castellano, que, para un mallorquín, le resulta instructivo. Ser bilingüe no deja de ser una escisión, que hay que procurar que no sea una sima.
Volvería pronto a mis lares mallorquines para vivir un tanto al pairo. Decidí desentenderme del Derecho que daba aridez a mi vida, cuando los empleos no abundaban entonces en la Mallorca de postguerra. Evité todo arrimo político con el régimen imperante. Fui traductor de cartas comerciales, labor que no había de durar más que unos meses. Di clases de inglés en condiciones pésimas. A raíz del boom turístico, se me ofreció un puesto en hostelería, que me mantenía en vela toda la noche y que llegó a alterar mis hábitos diurnos.
Cansado de tareas mal remuneradas y forzadas, decidí licenciarme en Lenguas y Culturas modernas, lo que me permitió dar clases con poca holgura y con no poca fatiga. Fueron estos años de enseñanza los que redujeron mi actividad literaria, aunque no totalmente, pues, desde el restablecimiento de mi enfermedad primera, mi vida interior no ha dejado de ser tumultuosa.
Mis escarceos filosóficos fueron taoístas. Daré razón de ello. El azar, en el que no descreo, me llevó a ser contertulio de una tertulia compuesta por artistas extranjeros, cuyo credo oscilaba entre la vanguardia y el orientalismo filosófico. Los más invocaban la autoridad de Gertrude Stein, que había residido en Palma, al alejarse del París de la primera Gran Guerra. De aquellas conversaciones data mi fervor por el taoísmo, que casi ninguno de ellos compartía.
Tuvo especial importancia este encuentro en mi vida, porque reafirmó mi interés por el movimiento surrealista y sobre todo por el dadaísmo. Este doble interés fecundó quizá mi obra Péndulo y mi Viaje a Cotiledonia. Y asimismo reafirmó mi interés por el enorme poeta inglés William Blake, que me costaría años interpretar y traducir, hasta dar fin a mi tarea, que se concretaría en una versión de sus poemas y sus prosas, más un diccionario que me convirtió en un adicto blakiano. Antes de esta ardua tarea, me entregué a otra más fácil en apariencia: verter el Tao de Lao-tsé en español límpido y luminoso. Creo que he sido el primero en traducir este libro, si no hay otro que pueda invocar la primacía.
Como puede verse, la traducción me atrajo más de la cuenta, ensombreciendo mi obra que se fue concretando en un ensayo sobre el Apocalipsis del Vidente Juan (Itinerario del Apocalipsis), en La noche oscura de Jonás, Diario de signo, Con un solo ojo, Augurio Hipocampo y Biblioteca Parva. Todos estos libros iban a constituir un conjunto con Péndulo y mis dos viajes quiméricos a Cotiledonia, que dio a conocer como obra completa el Círculo de Lectores, con el título de: Ars Quimérica. Esta edición es la primera que enjuicia en su totalidad mi obra escrita entre 1957 y 1996, calificándola de «mosaico ecléctico de formas y contenidos», y en la que descubre una clara vocación de originalidad y escaso respeto por los géneros definidos. Realmente, si alguna novedad aporto en este agregado, es mi poca deferencia hacia los géneros a los que no concedo fronteras definidas.
Viene pues a cuento que me refiera a las influencias. La auténtica influencia no ha sido otra que el curso de mi existencia, que me ha deparado estados a veces atormentados, que no han dejado sosiego en mi interior. En el fondo, yo me veo escritor un tanto metafísico, alejado del realismo o de la cruda realidad. El sueño, la quimera, el símbolo… son mis medios.
Aunque llevo ya más de sesenta años viviendo en la ciudad, urbanita no soy. Debo mucho a la naturaleza y no poco al diccionario y a la enciclopedia. Y no digamos al libro convulsivo en el que con frecuencia me apoyo.
Paso por muy lectoriano, pero quiero desmentir a los que así me ven. Hasta los veinte años apenas había leído una novela, si El Criticón es novela. Es cierto que El Quijote había sido por mí leído a trechos en el Colegio Cervantes de la ciudad, que consideraba obligatoriedad cansar a los alumnos con una desmesurada dosis de quijotería sintáctica. He de ser franco, la única novela policíaca que he leído es: Los asesinatos en la rue Morgue de Poe.
Leí los rusos antes que los anglosajones y antes que a todos ellos a Montaigne, que, siendo coetáneo de Quevedo, fue escritor menos recio que nuestro gran ingenio. A Quevedo también lo leí y, desde entonces, lo tengo en tan alta estima, que sobrepuja en valor literario a cualquier otro escritor español.
Quien se haya acercado a mis últimos libros, ha de notar un fervor por la palabra profética que comenzó con mis comentarios al Apocalipsis y que culminó con mis dos libros sobre la vida histórica de Jesús, titulado el primero Visiones de Catalina de Dülmen y el segundo, La Flecha Elegida. En el primero, pura narración, no falta la nota de humor. El segundo, es un libro que donde no aparece el comentario personal a los evangelios y a las visiones de la visionaria alemana, Ana Catalina Emmerick, asoma un novelismo que está ausente en todos mis libros, con la excepción de Augurio Hipocampo, que puede ser tildado de novela. El interés por la vida histórica de Jesús responde, en parte, a mi interés por la historia, tal como yo la entiendo. Me ha tentado un escrutinio de la historia a la luz de los profetas. No me ha ofrecido ningún interés la historia de las agitaciones y los tumultos, sino la historia, que subyace, secreta, que se hace evidente, por oculta que esté.
Está claro que no me he dejado seducir por la literatura de una nación determinada, ya sea la inglesa o la francesa. Y menos ha sido seducido por la denominada literatura clásica, consciente de que la literatura tiene que recurrir al símbolo, al signo, a la metáfora, y más a lo arcaico que a lo clásico, si quiere ser comunicable. De aquí que no me haya interesado la mayoría, sino la gran minoría, receptiva de mi onda.