Fugaz prólogo al concierto
Hoy nace en la Red un blog desajustado. Desajustado en el tiempo mismo. Desajustado –es probable– con respecto a los intereses comunes. Desajustado, en fin, como esos radio reloj digitales que olvidan la hora al quitarlos del enchufe. Y el placer de configurar de nuevo: «Doce de la noche en La Habana, Cuba; once de la noche en San Salvador, El Salvador (…)». Desajustado porque se escribió antes parte de lo que aquí publico ahora. Ideas ecuatoriales es un proyecto entre personal y periodístico, una criatura joven, un espacio para la reflexión y las líneas libres, que se fraguó en el devenir de un viaje deseado. Brasil. Más de un año de trabajo físico, duro a rabiar, de ese que deja la espalda quebrada y las manos agrietadas de productos industriales, hizo posible la partida, con más ganas que ahorros. Tiempos, además, de aguantar a mucho tonto sin posibilidad de escape, sin comodines a lo Fernán Gómez. ¡A la mierda!
Un nuevo periodo se abrió el 11 de agosto del año en curso, cuando quien esto escribe se mudó al trópico. Al Brasil de Brasiles, país inacabado, para alguno inexistente en tanto vieja nación de colonizadores. La correspondencia periódica con uno mismo en ese breve lapso de tiempo que va desde el 11 de agosto hasta hoy, negro sobre blanco, contenida en un cuaderno de viaje mitad bitácora mitad ensayo pretendido, configuró el embrión de estas Ideas, que son ecuatoriales por naturaleza, pues se escriben poco menos que desde la línea del ecuador. Brasil desde dentro, entre palmerales y cervezas. Una mirada particular, y por eso mismo no absoluta, del atraso, de la pobreza, del no-ritmo y el no-cambio; de la desigualdad, y también del desarrollo, en contraposición a lo conocido. Sejam bem-vindos a las crónicas de mis Américas. Las entradas del diario irán mudando su piel por sí solas, de las atrasadas a las nuevas. Será un desajuste solo temporal, hasta acompasarse con los tiempos, pues conviene recordar los inicios aunque sin verter demasiadas letras de golpe. Desde el comienzo, allá vamos.
12 de agosto de 2019
Se activan todas las alarmas. Siempre que se presenta un viaje de envergadura, máxime si éste incluye en el paquete la encerrona de los aeropuertos –de los cuales uno no puede escapar ni formando parte de esa escuela bautizada como slow travelling–, pequeños giros sensacionales se adueñan del cuerpo, que empieza a parecer cada vez más frágil y diluido. Estómago algo revuelto, breve acercamiento al mareo mental, excelencia intelectual derivada de la emoción –mal valorado catalizador que se transforma en inagotable fuente de ideas–, y un nerviosismo sano. Debe ser lo que se da en llamar miedo a lo diferente, aderezado de un buen puñado de motivaciones particulares camino de una nueva etapa y la bienvenida curiosidad, pues comienza la aventura por la línea del ecuador. Mi vuelo a Brasil parte con un retraso considerable que agudiza el hambre. Antes me he despedido de Javi tomando una última cerveza española, un doble bien tirado de grifería Mahou –tan común en Madrid–, y apenas recuerdo ya el sabor de la última comida, celebrada en compañía cinco estrellas junto a dos amigos de altura, anticipando la marcha al norte de Rubén.
Los últimos coletazos de cafeína, tras un expreso no muy boyante tomado en reunión abierta con mi hermano, aún bailotean por mi cerebro con sus efectos neuroactivadores. Desde las 23:30 horas de partida que estipula la tarjeta de embarque en la conexión internacional a São Paulo, la demora hace acto de presencia y Guarulhos queda lejos. La T4S parece un hangar de apátridas, solo maletas y pantallas, seres buscando comunión con sus queridos vía WiFi. El avión comienza a moverse rozando ya la medianoche, hora local. No obstante, y salvadas las horas de vuelo con asomos de sueño y acordes de The Interrupters, el aterrizaje se produce según lo previsto. Hay tiempo suficiente para la visita de rigor al baño, recogida de equipajes, paso por el control migratorio de la Policía Federal y un merecido descanso. De la cena mejor ni hablar.
Asumiendo Brasil como país de contrastes –octava economía mundial y cuna de grandes focos de desigualdad, rasgo identitario de la región de América Latina y el Caribe–, el estado de Maranhão debe ser, allá en la atalaya del conocido Nordeste, uno de los puntos de menor desarrollo nacional. Hacia allí me dirijo, incluso sabedor de las sensaciones amargas que ya me dejó en su día, cuando visité la capital maranhense al término de los Carnavales de dos mil dieciocho, volviendo de la ciudad de Rio de Janeiro, incomparable por sus cuatro costados. São Luis, Isla del Amor, me recibe en esta ocasión por la puerta de embarque doscientos veinticinco, Latam Airlines mediante. Recuerdo entonces lecturas previas y repaso las escogidas para mi andanza nordestina: Baumann, hasta ahora el eterno abandonado por quien fuera comunicador social; Antonio Escohotado, del cual espero me enseñe a vivir sin miedo; Eduardo Galeano, la joya uruguaya; y Hayek, piscina abierta al liberalismo. En formato electrónico, multitud de plumas nutren de potencial optimismo mis días, con promesas de alejar la soledad tan temida en los ratos muertos, a las que se unen unos pocos libros en portugués y español que me esperan en el destino. Fuentes de sabiduría que elevan el peso de la maleta. Un ordenador, hoy lento y desordenado, preñado de información, es mi única compañía activa. Eso y la bicicleta que traje. Cara me salió la broma, pero sarna con gusto no pica, y el pedaleo siempre ahuyenta los males.
El aterrizaje en la capital financiera me deja helado de frío, pues en São Paulo es invierno y los dieciocho grados rascan las piernas tras el tembleque corporal del vuelo, que ni con la manta proporcionada por la aerolínea se apacigua. Más tarde, no obstante, experimento de nuevo el aprendizaje continuo y el maravilloso proceso de la sorpresa –algo nuevo me golpea, aprendo y me sorprendo– cuando al llegar a São Luis me recibe un sol de justicia al filo de las 11:30 bien dispuesto a romper el esquema invernal paulista. Antes he dado cuerda a mi reloj analógico y estoy preparado para la vida local. Sorprendentemente, el jet lag es inexistente. Los desajustes en mi vida anterior en España, con trabajos y horarios en su mayoría precarios, encajan a la primera en el engranaje brasileño. Lo achaco a la diferencia horaria, que, desubicado y pingando en un sitio, me sitúa en los límites del día a día normal en Brasil. En adelante corroboraré si es o no cierto.
La comida en São Luis es copiosa, correcta, que no buena, y da paso a un largo viaje de cuatro horas y media en coche hasta Barreirinhas. Aquí todo funciona por la fuerza del contacto, como alrededor del mundo en general, de modo que, en ausencia de trenes en la región y descartando por sucios los autobuses –experiencia no recomendable que aún recuerdo de la ocasión en que viajé al estado de Pará el año pasado–, nos ofrece su pick-up un cooperativista al que llamaré João. La decisión sale cara en tiempo y no dispongo, digamos, de un asiento de lo más cómodo.
Si bien paramos a hacer un pequeño descanso al filo de la mitad del viaje, éste se ha vuelto ya insoportable y opto por la solución del sueño, que siempre es balsámico. La estación de servicio parece organizada y limpia, con un tipo de local de carretera bastante bien montado para lo austero del lugar. Como a bocados un pão de queijo con la prisa dentro del cuerpo y me enciendo un cigarrillo mientras estiro las piernas; el paisaje tropical de palmeras se aprecia desde la puerta del establecimiento en todas las direccioens.
La llegada a Barreirinhas adquiere tintes nocturnos; apenas se intuyen a ambos lados de la carretera las casitas de barro, que dan a entender por qué Maranhão es uno de los estados brasileños con más municipios pobres del país. El calor es pegajoso e insoportable. Debe ser por la lama, un tipo de tierra oscura y apelmazada que desprende y acoge todo el calor habido y por haber, en ascenso o en descenso. Los palmerales de buriti y açai, frutos locales, tienen su particular belleza, jalonando el asfalto e imbuidos del espectro ecuatorial que los caracteriza. Son, junto a las mangueras y los bananeros –estos últimos muy extendidos en todo Brasil, de los mayores productores de banana del mundo tras la India, China o Ecuador–, de los árboles grandes más comunes en la zona. Llegar y caer rendido a las bondades del colchón, después de una contundente ducha de agua fría y el arranque de este diario, es la única opción, por lo que apenas disfruto de la casa y su decoración. Mañana será otro día.