14 de agosto de 2019 – Barreirinhas, MA (región nordeste)
Han pasado tres días desde que comenzó el viaje y ya siento los golpes acuciantes de mi nueva realidad. Tiempo de sobra para estresarme. Las últimas cuarenta y ocho horas han sido un cúmulo de pequeños agobios, pues nunca me gustaron las mudanzas, salvo por el hecho mismo del viaje, y llegar cargado a un lugar implica tener que vaciar, en un farragoso proceso de descarga, ubicación, reubicación y acondicionamiento, los pocos o muchos enseres que uno lleve. A eso se le une aquí el calor y la escasa ventilación del mini apartamento, prueba de fuego inicial. Ambos factores climatológicos –calor y falta de aire– son, según me comenta un vecino del bloque, mucho más dañinos en la cara oeste que en la este del edificio. En un lateral el sol incide de forma directa solo hasta las nueve de la mañana, frente a las restantes horas del día que asola nuestro hogar, lo que incluye la temible calima del mediodía y la tarde. Ahí es nada.
Paseando por la zona de la ciudad más acondicionada y segura, reducida al distrito centro, me percato de que son varias las cosas llamativas para el foráneo. Lo primero que le asalta a uno, como una sorpresa no preparada, son el tráfico y la urbanidad misma del entorno, cuya infraestructura es primaria. Esta pequeña parte de Brasil me recuerda a Marruecos, país del que conozco no pocas ciudades gracias a un viaje en coche de alquiler realizado junto a mi querido ‘Farid’ en febrero de este año. Barreirinhas presenta un tráfico que puede catalogarse de caos perfectamente organizado, etiqueta que tomo prestada de la periodista Rosa Moro por su gran acierto y que hasta ahora ostentaba en exclusiva África con honores, pues mi anterior estancia en América Latina no incluyó localidades medias o pequeñas, sino grandes urbes, donde cambia no poco la canción. La circulación, vaya, rockea. Hay en la ciudad únicamente dos semáforos, no siempre respetados, y existe, en la disposición de vehículos y peatones, como una tendencia innata a la colocación y recolocación constante sobre calles y asfalto, cualidad que hace de todos ellos parte de un decorado impreciso y estresante en el que rara vez golpea la tragedia.
Tan solo he visto hasta ahora a un ciclista –bien entrado en años– caer de su bicicleta tras ser golpeado por un motorista en medio de la noche. Ayer mismo, sin luces en el tramo de calle del suceso. Todo se solucionó con un par de preguntas y, para más señas, fue el mismo señor quien tuvo que levantarse por sí solo del suelo sin ayuda de la otra parte. La teoría general del tráfico puede estructurarse en base a la premisa de que los vehículos tienen preferencia siempre frente al peatón, y aquí da igual que éste último sea niño, mujer embarazada, anciano o el mismo Jesús. Con excepciones, claro está, pues personas respetuosas las hay hasta en el infierno y, por cierto, los idosos o mayores disponen aquí de atención prioritaria en la cola de casi cualquier ente público o hasta privado, cosa que pongo en duda en nuestra España. Por lo demás, en relación a la calzada, observo que impera la ley del más fuerte dentro de la jerarquía de desorden. Esto es: las pick-up sucumben ante camiones y autobuses, los coches sucumben ante las pick-up, las motocicletas sucumben ante los coches y las bicicletas sucumben ante las motos. Los pasos de cebra no tienen entrada en el diccionario.
15 de agosto de 2019 – Barreirinhas, MA (región nordeste)
No existe en la ciudad, con una población de cerca de sesenta mil habitantes –en la órbita de Segovia–, bicicleta plegable alguna, lo cual explica que muchos miren la mía entre asombrados y curiosos (algunos con el jepeto inconfundible del amigo de lo ajeno). Acudo, pedaleando, a una cafetería con conexión a Internet que me indicaron con acierto ayer. El local tiene una cristalera frontal bien dispuesta desde la que vislumbro mi preciado vehículo, siempre candado al poste de la luz de la calle, y a sus potenciales cacos. Como amante que soy del medio de transporte más inteligente que existe en marchas cortas, aprovecho para apreciar de cerca las bicicletas que voy encontrando. Por abrumadora mayoría, domina el prototipo mono velocidad con soporte trasero para la carga de bienes y mercaderías. Algunas disponen de cajón delantero y no pocas lucen descascarilladas en la pintura del triángulo, tija u horquilla, con cámaras medio pinchadas y cadenas carcomidas por el óxido, que imagino será cortesía de las fuertes lluvias del verano de invierno, amén de dormir a la intemperie o en garajes mal acondicionados. No existe para ellas ni un solo carril delimitado. También se deja ver alguna MTB de gama media, con neumáticos pensados para las calles más abandonadas por el ayuntamiento, e incluso BMX, aunque ambas son en la escala de movilidad ciclista el equivalente en la escala motorizada a las pick-up: un bien lejos del alcance medio.
Me escribe Javier desde Madrid, adjuntando foto de una Vespa en su mensaje: «Siempre que voy al metro la veo». Le respondo, vivales, adjuntando foto fresca de una hilera de motos: «Siempre que salgo de casa las veo». La anécdota es clara: si algo caracteriza esta zona es que debe ser una de las ciudades en las que he estado con mayor número de motocicletas por calle y habitante. Son el pan de cada día. La fuente inagotable de cada desplazamiento. Filas y filas de ellas ocupan los laterales de la calle. Entran y salen de cada rua sin tregua, unas más ruidosas que otras y no pocas –apostaría– conducidas por gente sin el más básico carnet de conducción. Es frecuente verlas con los nombres de sus propietarios sobre la carrocería, especialmente entre el gremio del mototaxi –distintivo para fidelizar clientes–, tan enraizado como en probable potencial decadencia debido al auge del vehículo privado. No menos habitual es apreciar en ellas pegatinas con consignas cristianas, del tipo ‘Jesús, nosso salvador’ o ‘Deus é meu guia’. Odas a un Cielo que nunca escuchó las plegarias de América Latina y el Caribe, región condenada a la pobreza. Como escribió Freud en El porvenir de una ilusión (1927), y tomo la cita de un artículo que firma Escohotado, la religión mueve ficha en esto del atraso: «El contraste entre la inteligencia del niño sano y la debilidad mental del adulto medio deriva en gran parte de la educación religiosa». Aquí, como sabe Bolsonaro, todo está tamizado por el filtro de los dioses.
En ocasiones, la personalización de las motos recuerda a cierta fisonomía caribeña: motivos escandalosos, banderas pintadas sobre el chasis en colores excéntricos… Elegías al mal gusto en muchos casos, en mi humilde opinión, aunque todos los puntos de vista son válidos. Su conducción, para más señas, exige una sola regla: cuanto menos preparado estés para pilotarla, mejor. Mujeres en chancletas, sin casco, con bolsas de la compra sobre el regazo se adelantan entre sí y hacen incorporaciones temerarias sin pulsar apenas los intermitentes. Familias enteras de tres o hasta cuatro miembros, con niños pequeños estratégicamente ubicados entre cada adulto, utilizan la motocicleta como medio de transporte para desplazamientos cotidianos, sin seguridad alguna o el menor atisbo de consciencia. La necesidad es imperiosa, pues el coche es un bien caro para el sueldo medio, aunque cuesta creer que en pleno siglo XXI, con el flujo de información actual y acceso más o menos generalizado a Internet, no se plantee con mínima seriedad la trascendencia de avanzar en seguridad vial. Siendo Brasil un país donde se aplica la tolerancia cero al alcohol en sangre al conducir (tasa 0,0 obligatoria, bajo riesgo de multa), hechos como estos rompen la buena línea, pues el agua recogida por un sitio se va perdiendo por el otro, como quien dice.
Desconozco si existe estadística alguna de accidentes en el municipio, si bien el orden de cosas desmiente la posibilidad de que sean fiables en caso de haberlas. Respecto a la aparente barrera de acceso que envuelve al coche como vehículo habitual, debo decir que hasta ahora los precios de determinados productos me parecen desorbitados en relación al nivel de ingreso. «Isso aqui é um absurdo, rapaz; os preços são altos demais», me confirma un joven profesor. Solo un litro de leche, producto básico, cuesta aquí cuatro reales y medio, frente a los sesenta céntimos de euro en España. Si la equivalencia fuera directa en términos monetarios, para tener una calidad de vida similar a la europea, un maranhense debería ingresar del orden de cuatro mil reales por mes. Deduzco pues, sin entrar en pormenores económicos, que más desarrollo implica menos costo. La inflación es la hermana contumaz del subdesarrollo. Al alto coste se le une, en probable relación de causalidad directa, el factor ‘latifundismo’ aplicado al comercio: la ausencia de competencia de marcas en cierto tipo de producto. Investigo por encima: en Brasil el salario mínimo en 2019 es de 998 reales, aunque el sueldo medio dudo lo sobrepase por mucho en general. Al menos en Barreirinhas en trabajos oficiales (sin fuentes de ingreso secundarias y currando seis días de cada siete), pues aquí el empleo es mayormente estacional y sujeto a terceros con más formación o capital.
Como un litro de leche es caro, es común la leche en polvo, que mezclada con agua cunde más para zumos y batidos. Con el coche sucede algo similar, lo cual explica que se opte por la moto como medio de transporte, más asequible y prestada a recambios. En el fondo hay como un poso de conformismo con todo, sentimiento inevitable de estanqueidad que arroja luz sobre los índices de pobreza en la región. La sensación que me deja el pensamiento es que el ciudadano medio se ha acostumbrado a su sencilla forma de vida, en fin, sea ésta en cuatro por cuatro, en Havaianas o en motocicleta Honda –las más numerosas aquí, producidas por lo general en la línea que la compañía japonesa tiene en la Zona Franca de Manaos–.