16 de agosto de 2019 – Barreirinhas, MA (región nordeste)
Pelos, patas y oscuridad. Después de muchos miedos y sus correspondientes búsquedas de información, conozco en persona a la primera gran araña brasileña. La parálisis del impacto. Sin certeza hasta hoy de que fuera una errante, Phoneutria nigriventer, especie de las más peligrosas del planeta por el efecto de su veneno. Su color marrón tabaco, cercano al negro, con el tamaño semejante al de un ratón de ordenador, me deja helado de frío. ¡Caray! La veo salir ayer de entre la basura amontonada en una de las calles más transitadas de la ciudad mientras disfruto, Devassa en mano, de mi personal ditirambo, ofrenda al dios griego del vino. Cervezas heladas, botella que suda, anacardo natural, couvert musical con temas de Alceu Valença, el humo del cigarrillo. La araña fue una Anunciação, nunca mejor dicho, pero quién sabe de qué… «Na bruma leve das paixões / Que vêm de dentro / Tu vens chegando / Pra brincar no meu quintal».
Según me informo más tarde, buscan lugares secos y cálidos. Pienso en la tranquilidad de mi cama, pues a menudo caen de las tejas mal dispuestas del techo –eventualidad que, por fortuna, carece de efecto en nuestro apartamento–. Los animales peligrosos del trópico son como cromos intercambiables. Recomiendan secar bien los utensilios de cocina para evitar agua estancada que pueda atraer a mosquitos –animal más letal del mundo–, a la vez que la sequedad y el calor pueden granjearle a uno temibles compañeros. La vida en espacios que un día fueron selva virgen es un continuo enfrentamiento con la naturaleza, que rara vez busca pelea motu proprio y no deja de ser una seña identitaria de Brasil: las urbes-jungla. Sucede igual en el sudeste asiático. ¿Para qué liarse a puñetazos? El animal salvaje, dicen, no buscará atacar, salvo quizá la errante del banano, caracterizada por su agresivo e imprevisible comportamiento, y el mosquito en todas sus especies, contra el que hay que tomar precauciones en época de lluvias.
Y para amenaza la del hombre mismo. Bebido más aún, y si no tiene un real en el bolsillo la apuesta sube otro tanto. Es la inseguridad de Brasil, que aquí rara vez pasa de simple molestia, a diferencia de São Luis, Rio o São Paulo, donde en según qué zonas uno se juega el tipo. El vigor del determinismo, pienso para mí, pues el lugar de nacimiento marca las cartas. Salgo al mediodía al mercado municipal, cuando la calle es un desierto de sol y fuego. Edificio simple éste, que me recuerda por antítesis al mercado Ver-o-Peso de Belém do Pará; pintado de blanco, sólidos desconchones lamiendo su muro. Rezuma un aire sencillo de renta baja. A la entrada, vendedores sobre taburetes de madera. Un lateral con tenderetes –sotechados y tablas, apenas– donde beber Cachaça 51, el destilado de caña de azúcar del país, usado para hacer caipirinha. Dentro, sofoco de olores y personas. Me aborda en el pasillo de los pescados un borracho mudo. Deben conocerlo en la ciudad por ser el mayor incordio sobre dos piernas. Opto por la vía de la ignorancia, hasta que termina marchando y doy así por inaugurada la temporada de los pedidores. Por desgracia, no hay repelentes contra eso.
Pienso de vuelta, a raíz de cierta conversación previa con un taxista, en una anécdota narrada por Ortega y Gasset en El espectador1 que no deja de recordarme a determinado perfil brasileño. Gasset analizaba una de las palabras más empleadas por el escritor Pío Baroja para expresar sus impresiones sobre la gente: farsa o farsante. Algunas personas en Brasil me pasan una indeterminada idea de farsantes, como si un velo ocultara con amabilidad sus constantes intereses. La gentileza del pueblo brasileño es de sobra conocida, y por ello me auto-diagnostico cautela; conviene tomarla con pinzas. La idea puede ampararse dentro de lo que en la tierra se llama jeitinho brasileiro. La triquiñuela, esa sonrisa falsa, la difusión moral o el provecho propio conviven al mismo tiempo con una creatividad notable ante las más diversas situaciones.
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Noche cerrada. Sin recordar del todo bien el atajo de calles tomado, descubro la mejor heladería de Barreirinhas, apacible en un lateral de la Praça da Matriz. El local tiene una agradable terraza y una decoración que invita a estar allí durante horas. Los dueños, al parecer paulistanos, me son presentados al instante. La región ofrece prometedoras expectativas en todo lo referente a turismo o atención al cliente partiendo de una mínima capacidad de inversión y tenencia de capital, lo que explica el atractivo al foráneo. También que la mayor parte de los negocios con una infraestructura avanzada se cuenten en divisa extranjera o en reales procedentes de otras regiones del país.
Observando en derredor, recuerdo una tendencia común en locales similares de España: la copia de lo exótico. Siempre he pensado en la hostelería moderna como un escenario de diseño, en lo que se refiere a la apertura y acondicionamiento de nuevos locales de negocio. En Europa dominan el estilo minimalista, el estilo antiguo y el estilo exótico, que abarca amplias gamas decorativas. Desde la heladería, donde tiestos y maceteros naturales hacen de la terraza un oasis, valoro el asunto. Locales europeos recientes que imitan la vegetación tropical en sus decorados los hay en buen número, mientras que en lugares del planeta donde esas características son la norma (verbigracia: Brasil) el emprendedor medio se limita a encajar con su naturaleza y entorno, sin sonadas y falsas pretensiones de lo diferente.
¿Imagina un gastrobar brasileño de comida local decorado al estilo de una tasca española del siglo pasado, o un restaurante marítimo donde degustar piña rellena de camarones siguiendo una estética funcional centroeuropea? Pues en España sucede, pudiéndose saborear torreznos de Soria o simples whiskies segovianos en ambientes cargados de palmeras de plástico. ¿Tendencia equivocada la que se sigue en Europa en comparación con zonas quizás menos desarrolladas, como el interior del Nordeste? Creo que es la arrolladora competencia, ansias de diferenciación. La situación también se aprecia en la ropa de temporada. No es extraño en otras latitudes vestir con líneas floridas y estampado tropical desde abril, mientras que aquí el alarde en ese sentido o bien acostumbra a brillar por su ausencia o bien se mimetiza bien con el entorno. Y eso tiene un nombre: sencillez.
El regreso a casa se me hace ameno. Un viento atlántico que sube del río Preguiças acaricia los sentidos. No hay motos, declaro el enclave libre de ruidos. Por un momento parece cumplirse la Lei do Silêncio. Casi ni personas se ven. Todo es calma hasta que llego a la puerta del edificio. Ahí ya son risas: observo una placa sobre la fachada. Puede leerse, en tipos góticos de letra roja sobre el dibujo de las fauces de un tigre: «Vigilância motorizada, garra da noite». En ese preciso instante se escucha una sirena y se acerca una moto, que vira y da la vuelta a todo el edificio para enfilar de nuevo la calle principal más tarde. «Así ahuyentan a los ladrones durante toda la noche». En el fondo, me digo, Brasil se hace querer. Dormiré más tranquilo, qué duda cabe, con nuestro particular sistema de seguridad.
17 de agosto de 2019 – Barreirinhas, MA (región nordeste)
Los atardeceres y los amaneceres son en el trópico y en el ecuador los únicos momentos del día en los que la vida es posible. Las horas restantes parecen un recuerdo ineludible, persistente y denso, de la necesidad de hacer un acopio de fuerzas sobredimensionadas con las que subsistir. Como escribía Bernardo Gutiérrez en su libro Calle Amazonas, «…el calor lo calcina todo. Caminar cuando comienza la tormenta de las dos de la tarde es imposible»2. Todo exige energías adicionales, todo cuesta más sudor. El día se paraliza y se baña en la pereza, y yo lo hago con él. Nada diferente, por otro lado, a lo que sucede en la meseta española en los meses tórridos. Sin embargo, la situación luce como intensificada, pues los aguijones ardientes que se clavan en la nuca en España con la subida del mercurio se transforman aquí en tentáculos que no sueltan a nadie; es la humedad de las áreas de convección intertropicales, que al parecer no solo suponen amenaza de turbulencias para los aviones.
¿Habrá alguna relación estrecha, un vínculo cuantificable o ya cuantificado, entre calor y subdesarrollo? De haberlo, será un escenario donde reine la misma lógica directa que dicta que a temperaturas más extremas, más difícil se torna la actividad humana y, por consiguiente, la económica, base indiscutible de todo. Tal vez exista relación, pienso para mis adentros, con la llamada paradoja de la abundancia. Países o regiones ricas en recursos que adolecen de pobreza y desigualdad. ¡Bingo! Una búsqueda rápida en Wikipedia vía Google (la dictadura de los mejor posicionados, del archivero SEO, documentalista del ahora) me da un hilo del que tirar: Ali Mazrui. El escritor africano estudió la relación entre clima y subdesarrollo, llegando a la conclusión –de base empírica, además, pues nació y creció en Mombasa, Kenia– de que el húmedo mercurio obstaculiza la necesidad de desarrollar el ingenio en latitudes tropicales o ecuatoriales. Hablaba de África, claro, pero no es menos aplicable a Sudamérica.
Aquí, y eso es innegable desde cualquier posible vertiente de análisis, todo gira en torno a las condiciones climatológicas, geográficas y naturales mismas. El calor abrasa ciertas pieles, sobre todo las más blancas. Otras pasan a ser aptas tras la erosión, en un proceso de preparación titánica, para las más dificultosas incidencias ambientales, lo cual incluye la osadía de internarse sin grandes perjuicios en lo que aquí llaman mata o floresta, que no es sino selva, amén del llamado cerrado brasileiro o las zonas rurales. También para cierto tipo de trabajo que incluye la necesidad de hacer disfrutar al turista. Y eso supone, en efecto, duras jornadas al sol (guías turísticos en Lençois Maranhenses, pilotos de lanchas motoras por el río Preguiças), a veces a cambio de contraprestaciones, mucho me temo, no tan lejos de la explotación.
1José Ortega y Gasset, El espectador, Biblioteca Básica Salvat, Navarra, 1970
2Bernardo Gutiérrez, Calle Amazonas, Altaïr Magazine, Badalona, 2010