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Crónica Brasil (IV): Operación chapuza

20 de agosto de 2019 – Barreirinhas, MA (región nordeste)

Con el correr de los días percibo una realidad que me incomoda. No pocos negocios de esta parte de Brasil disponen de un número a mi juicio exagerado de empleados. Eso, que puede no ser visto con reticencia (creación de empleo, sin entrar en su calidad), me hace sentir incómodo cada vez que necesito comprar algo. Siempre hay algún vendedor entre varios que se me acerca –solícito o perezoso, pues los hay de ambos tipos– al cruzar el umbral. Aunque busque un alfiler y no un yate del que necesite conocer a fondo sus prestaciones. No, no hablamos de industrias de alto valor añadido. «Se o senhor precisa de alguma coisa, pode perguntar, viu?». Sensación: caída a mínimos de la productividad individual y colectiva. Para el flujo de clientes habido, la mitad o más de esos empleados pasa la mayor parte del tiempo sin hacer gran cosa, generando al empresario más gastos que ingresos. Eso en España sería la hecatombe del año; ERE colectivo y media plantilla al pa(i)ro.

Cafetería del centro. Dos o tres personas tras la barra. ¿Mesas? Cuatro, dos dentro y dos de terraza las más de las veces. Panadería del centro, la mayor de la ciudad. Numerosas muchachas (no hay hombres) atienden de forma lenta y nada entusiasta, borboletas del mal humor. Vestidas de rojo y embutidas en apretadas mallas. Ni un ‘Bom dia’, ni un gracias hipotecado a sonrisas. Meu Deus! Me acompaña, al mismo tiempo, la idea de que el brasileño vive para trabajar –no trabaja para vivir–, y a causa de ello ha perdido el brillo. ¿Prejuicio u observación? Si el prejuicio es la negación anticipada del juicio, carezco de motivos para pensar eso. No obstante, las apreciaciones son la compañía primera y principal del viajero, que acude a los cinco sentidos para entender su nueva sociedad. El tiempo irá dibujando la realidad última de las cosas. En el fondo, pienso, hastío del trabajo diario dentro de un mundo poco cambiante y evolucionado.

A la baja productividad y los poco frenéticos ritmos de trabajo que en algún local son norma se añade el hecho de que no siempre pueden ayudar al cliente cuando lo necesita. Busco un soporte de plástico para sujetar los utensilios de cocina, aparejo de gran utilidad en una región donde las casas se alquilan sin amueblar. Recorro seis tiendas diferentes sin éxito. Al final encuentro lo que buscaba en el segundo de los locales donde había preguntado, después de volver allí una media hora más tarde y beneficiarme de un cambio de turno. De cada tienda me derivan a otra ubicada más adelante en la misma calle, con indicaciones más o menos imprecisas. Los dueños me responden entre frustrados y apáticos, en su fuero interno echando pestes por necesitar yo algo que ellos no tienen.

El periplo me lleva hasta la esquina con Siqueira Campos, posiblemente una de las primeras calles del barrio de Cruzeiro, si no el más rico, sí el que posee las mejores casas. Banda sonora, para variar, de bocinazos y carros de rua. Ya desandando el camino, por mor del estoicismo que mi visión propugna, entro nuevamente en el bazar donde termino encontrando el producto. No recuerdo el nombre; tan solo que es del tipo todo a cien y queda encajonado entre una gran tienda de muebles y el comienzo del mercado ambulante. Lo hago siguiendo la última de las indicaciones. El dependiente me dijo la primera vez, sin moverse del mostrador, «tem não» (en Maranhão es habitual el verbo antes de la negativa: ‘tengo no’ vs. ‘no tengo’). Dejadez somera mezclada con pocas ganas de trabajar, realidad que en el fondo aplaudo. Viva el derecho a la pereza, como propagó mediante libelos el yerno de Marx, Paul Lafargue.

 

22 de agosto de 2019 – Barreirinhas, MA (región nordeste)

Mis experiencias con compañías locales ahondan la llaga. Si la productividad es factor relativo según culturas y lugares, no lo es la profesionalidad. La empresa con la que amueblamos el apartamento es ya historia después de un montaje en apariencia impecable del armario principal. Del producto, armado por un mozo a domicilio, terminó cayendo al poco el espejo central que habían sujetado con seis tirillas de pegamento. Las conté anoche mientras las recogía. Suerte tuvimos de estar fuera y encontrar el desaguisado a la vuelta, pues saltaron esquirlas hasta al mismísimo Cielo. Aún hoy procuro no andar descalzo por la habitación. El joven que pergeñó el ingenio resultó parco en palabras, a pesar de mis tentativas por conversar. Rechazó una poco desdeñable gama de jugos que va desde el Guaraná Jesús hasta la cerveza pasando por un cafezinho, y terminó frustrando los deseos de mirarse cada mañana en el espejo del personal, aspecto por otro lado de importancia menor o nula.

Entre los atropellos del empresariado local y mis esfuerzos por hacer de la casa un lugar más habitable, saltan las costuras. Jueves, mediodía. Mi lucha contra las hormigas de la pila del fregadero me deja sin energías; son una especie sin rival digno. Ya escribí sobre la vida en las urbes-jungla del Cono Sur; ahora añado que la hormiga es auto-invitado de honor en ellas. Una fauna que alcanza las 102 especies nativas en Maranhão, según AntMaps. Incluidas algunas solenopsis, género del que son famosas las míticas formigas de fogo. Compro en un supermercado local –«El comercial de la familia feliz», reza su eslogan– una masilla moldeable. Paso primero: humedezco el mejunje, amaso. Tapono la esquina inferior derecha del azulejo por donde observo que salen tras cada comida. Paso segundo: observación; las hormigas encuentran, puntuales y en hilera, otro hueco desde el que asomarse a mi cocina. Paso tercero: repito el paso primero con el nuevo punto de fuga. Paso cuarto: aparecen ahora por la zona alta del fregadero. Abandono. Tendré que convivir con ellas. La única solución factible es fregar rápido para no dejar rastros de olores que las atraigan. ¡Y cómo les gusta el dulce, oigan!

 

*

 

Atardece y salgo de casa. La temperatura ha suavizado el ambiente. Me esperan en el centro, aunque antes debo reponer el almacén de evasiones y frutos secos. Un sol en decadencia colorea de naranja el cielo. Desciendo con la bicicleta en busca de un comercio donde encuentre ambas cosas. Tarareo el ritmo de Under the Bridge. Rua Professor Viana, supermercado de turno. Vuelvo con dos biberones de seiscientos, marca Itaipava –de la cervecera Petrópolis, cuyo dueño al parecer resultó acusado del blanqueo de 329 millones en la Lava Jato, según el diario Estadão–, y unos paquetitos de amendoim. A la que me acerco al residencial desde la zona oeste de la ciudad –dirección Guinea, Congo, Uganda… Malasia–, reparo en la fachada exterior entretejida de líneas negras. Internet, otro hijo pesado que quiere ir en brazos todo el rato. El residencial es probablemente uno de los edificios más altos del núcleo urbano. Tres plantas y cobertura de azulejo rojiblanco, vestigios en versión mal gusto del Portugal colonizador. Si uno lo observa desde la calle apreciará signos de la cultura manual de las cosas: de la azotea cuelgan un puñado de cables que se pierden en las ventanas de los apartamentos de forma irregular y tosca. Es la conexión de fibra óptica.

Uno de los mozos instaladores de la empresa de Internet sube al tejado y deja caer por la fachada los metros de cable necesarios hasta la ventana en cuestión, donde un compañero aguarda para recoger y fijar el otro extremo al router. Permite este segundo mozo, en tanto baja el primero del tejado, escoger clave para la red WiFi doméstica. Cierra un maletín que apenas ha usado y eso es todo al precio de 150 reales la broma. «Se a conexão tiver problemas, pode nos ligar, tá? Bom dia». Conviene advertir que la consecuencia inevitable de tener Internet aquí es que le resultará al cliente imposible cerrar del todo la ventana. Doy fe de ello. El cobre, a día de hoy, sigue obstruyendo la junta del ventanuco que queda encima de nuestro frigorífico. El enrutador lo emplazaron encima de la nevera que pillaba a tiro. Negocios de esta parte del mundo, donde a falta de automatización, el ingenio humano es clave para rodar.

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