30 de mayo de 2020 – Tutóia, MA (región nordeste)
Son las once de la mañana, casi mediodía al patrón local. Jueves. Desisto, hasta dar por superado el brote de COVID-19, de conocer más en profundidad el culto al Candomblé, cuyos ritos –me consta– se celebran en el entorno de la Barra. Me refugio en informaciones ligeras sobre el tema. La navegación web, mil veces más rápida que la tradicional a vela que trajo al hombre hasta América, siempre tiende su mano. ¿Qué habría sido de la corona española de haber conocido la tecnología GPS o Internet? La Pinta, la Niña y la Santa María con crowfundings en la red y páginas virtuales para captar aventureros… ¿Quién dijo Reyes Católicos?
Los preconceptos del brasileño medio hacia este culto incitan mi curiosidad. En la localidad donde resido hay grupos de personas que profesan este rito, del que aún conozco un punto por debajo de poco y cuatro por encima de nada. Lo sé por sus vestimentas típicas, todos de blanco, con pañuelos a la cabeza. Por lo demás, todos en las mismas motos ruidosas que el resto de moradores. La primera vez que supe de esta sociología tenía un año menos pero ya estaba en Brasil. Cientos de días después, estoy en la misma casilla de salida. Me la mencionó, con su característico sombrero, un señor de Ceará, cantautor del que fuera uno de los mayores puntos de encuentro de la música tradicional nordestina en el sur del Brasil, en Curitiba. Su local se llama Forró Calamengau. Hoy aún recibe ese nombre pero se localiza en Barreirinhas, de donde vengo tras mi última mudanza.
A modo de inciso, anotar que el forró es un género musical propio del nordeste y sus áreas rurales. Lo más escuchado aquí. Calamengau, por su parte, es una palabra más que curiosa que significa ‘hacer el amor’ en lengua potiguar (gentilicio del estado de Rio Grande do Norte):
Marido te alevanta e vem tomá um mingau
qui é prá criá sustança
prá nois fazê um calamengau (…)
La segunda vez que supe del rito fue leyendo Calle Amazonas, de Bernardo Gutiérrez. Sin embargo, ahora releo por las páginas finales y descubro matices: escribía el autor sobre el Umbanda, un rito también afrobrasileño de procedencia negra pero diferente del candomblé. Me pierdo entre teologías sincréticas. Solo diré que este se caracteriza por el culto a diversas deidades negras, algunas dominantes, y guarda una íntima relación con el animismo. En los ritos, el alma del Dios posee el cuerpo del rodante, como se llama a quien entra en trance en la roda de dançantes.
6 de mayo de 2020 – Tutóia, MA (región nordeste)
«Aluga-se. Aluga-se. Aluga-se». Derivados del asedio del General COVID. Mi vecina de enfrente ya ha colgado dos carteles de se alquila en sendos bajos comerciales –casi todo son bajos, vaya– que quedan justo enfrente de mi apartamento. Más adelante en esta calle se ve otro más. Es de suponer que las muertes registradas hasta ahora (actualizo a fecha de publicación: 324 sospechosos, 58 confirmados, 3 óbitos) hayan dejado más consecuencias que un sencillo hospital de campaña y lavabos portátiles a la puerta de cada local abierto. La marea bajó y quedó el vacío…
¿Cuál será el repunte de la informalidad a tenor de esta amenaza? Imagino que alto. El real brasileño pierde valor cada día. Su equivalencia con el dólar estadounidense es caótica y no dice nada bueno de la divisa del país. Camino del umbral de los 6 reales un dólar, confirma el supuesto de que la moneda local es una de las más inestables y volátiles del mundo. El golpe, al margen de mercados de divisas, puede ser grave en un entorno orientado al turismo y marcado por la simplicidad de las cosas, donde la movilidad (ya de por sí baja) será menor. Una pincelada: según el IBGE, en 2017 apenas un 8,3% de los casi 60.000 habitantes de Tutóia engrosaban el censo como personas ocupadas, lo cual indica que probablemente más del 90% no trabajaba o lo hacía en ‘B’. Una de las tasas de informalidad más altas de las 5.570 ciudades contabilizadas por el Instituto en todo Brasil.
Es la época de las atas de temporada, la llamada fruta-do-conde. En el patio de la casa que da a la ventana de mi cocina, se ven grandes mangueras que hasta hace escasos dos días lucían un manto de hojas marrones y verdes. Mitad y mitad. No he vuelto a ver a nadie saltar la tapia para coger mangos y acerolas. Ahora no las hay, pero quizás hasta los ladrones están en paro en esta época. Salir a la calle es todo tristeza; una tristeza cercana al infinito atornillada a la piel por un 91% de humedad ambiental. A veces la lluvia deja unos cielos preciosos con nubes de diseño gráfico; otras apenas un reguero de mensajes en grupos sueltos de WhatsApp. Dueños de negocios de hostelería deseosos de vender a domicilio aprovechando el combo lluvia-COVID. El WhatsApp, esa arma de marketing masivo en estas lides.
¿Será cierto que aquí las crisis entumecen más rápido los pulmones de la economía? Cito números del Banco Interamericano de Desarrollo: «Algunas proyecciones estiman que, debido a la crisis generada por el coronavirus, en la región se elevaría el porcentaje de trabajo informal al 62% del total de empleos». Se dice rápido y bien. Tal vez la informalidad que pueda florecer en el marco de esta crisis esté ligada a la llamada Economía Naranja. Pero en este caso por el lado de la picaresca. Creatividad, sí, pero aplicada más que nunca a sacarse las castañas del fuego lejos de cualquier industria. Como se pueda.
Y es que no hay otra. Como escribió Escohotado (Navegando la competencia, Diario 16, 2001), nuestro trabajo (y nuestra vida) responden cada vez más al incierto esquema de «hoy sí, mañana no, pasado veremos». La intensidad de ese axioma adquiere aquí extremos insospechados. Imagino una sociedad navegando a quién sabe dónde, en la inmensidad de la nada. Y recuerdo entonces una pintura del Museo de Artes Visuales de São Luís (ubicado en un sobradão del siglo XIX), obra de un pintor llamado Moacir Andrade. Un grupo de negros en una barcaza, en medio del Amazonas. Año 76. ¿Hacia dónde se dirigen? Nadie lo sabe. Alejar la vida líquida de la que hablaba Bauman, con el escollo del cortoplacismo y sus infinitos nuevos comienzos, es ahora el desafío que asoma entre los palmerales del nordeste.