26 de abril de 2020 – Tutóia, MA (región nordeste)
Escuece ver la injusticia y no poder alterar su genoma social. Los días de pandemia van pasando con una normalidad anómala; son tiempos de mascarillas caseras (con logotipos de clubes de fútbol algunas, tal es el colorido de estas gentes), calor, humedad y lluvias semitorrenciales, alternadas con espacios de sol y nubes, claroscuros y olores fuertes. Pero el sustrato se mantiene inalterable: vivo en una tierra de generalizadas carencias.
Escribía Eduardo Galeano en ‘Las venas abiertas de América Latina’ sobre las desigualdades e injusticias de esta región que me ocupa. La fiebre del oro y los nordestinos que comían tierra. «El nordeste era la zona más rica de Brasil y hoy es la más pobre. (…) La región más subdesarrollada del hemisferio occidental. Gigantesco campo de concentración para treinta millones de personas, padece hoy la herencia del monocultivo del azúcar –en Maranhão también del algodón–». En otro pasaje añade: «De aquellos tiempos coloniales nace la costumbre, todavía vigente, de comer tierra. La falta de hierro provoca anemia; el instinto empuja a los niños nordestinos a compensar con tierra las sales minerales que no encuentran en su comida habitual».
En ‘El camino más corto’ –Biblia reeditada de la aventura–, Manuel Leguineche comparaba a los nordestinos de Tailandia con los nordestinos brasileños, igual de pobres a ojos del periodista. «El nordeste de Tailandia es pobre en recursos naturales. El nivel de vida es muy inferior al del noroeste y esa pobreza ha sido el mejor caldo de cultivo para la actividad de la guerrilla comunista (…) Los nordestinos, casi tan pobres como sus homónimos geográficos del Brasil, vivían del soldado estadounidense». Es la suya una comparativa de base empírica nacida de sus viajes ‘furtivos’ por el sudeste asiático. En ellos trataba de ganarse el pan durante su vuelta al mundo vendiendo a familias campesinas supuestas píldoras vitamínicas que no eran sino placebo de origen chino.
Entre episodio y episodio, resguardado en el desaparecido hotel «de media estrella» Thai Song Greet, en Bangkok, el mismo donde el macaco de unos franceses se comió su pasaporte, aguardaba sus gratificaciones periodísticas, aquellos pagos de haberes que le dispensaba la agencia para la que trabajaba mientras viajaba por el globo informando de guerras y catástrofes. Honorarios que, por cierto, corren idéntico riesgo que el guacamayo brasileño: la extinción. Pero esa es ya otra pelea, y se libra en un ring bien distinto y con probables apuestas amañadas.
A lo largo de los días precedentes observo un fenómeno que me hace volver a ambas lecturas, por la garra crítica de una y la humildad descriptiva de otra. A la vez, mi capacidad de sorpresa con el entorno aflora de nuevo, tras una fase de caída que confirma esa transición tan habitual en expatriados que va de la crítica a la aceptación, del sentimiento de novedad por lo ajeno a la normalización conforme corren los días. Hoy, casi ocho meses después de mi llegada a Brasiles, nuevos contextos me devuelven el poder de sorprenderme. Lo hacen con la fuerza de una inundación en estas calles sin desagüe.
Tras pasarme definitivamente al pequeño comercio de proximidad como proveedor de recursos básicos, debido a los largos tiempos de espera que registra el principal supermercado de la ciudad a razón de la COVID-19, me percato de que poco en esta vida cambia para el pobre a no ser que sea a peor. En Brasil, quizás, con más intensidad y razones, y en el nordeste –de cuyas tierras «brotó el negocio más lucrativo de la economía agrícola colonial de América Latina»– puede que sea el pan de cada día.
Ya son varias las jornadas en las que el distrito centro de Tutóia registra largas filas de gente esperando para recibir la prestación que el gobierno Bolsonaro está facilitando a personas en riesgo de exclusión por el avance de la pandemia. El ayuntamiento, en colaboración con alguna colonia de pescadores, ha distribuido cestas básicas para ayudar a familias en situación de necesidad. Deduzco que aquí, atendiendo al hasta ahora inteligente criterio de que nada justifica la espera de largas colas para acceder a casi ningún servicio, caemos en un error propio de acomodados. Nada lo justifica excepto la necesidad. Y es la necesidad una señora muy insistente que exige atenciones continuas.
El cuadro que se me dibuja es el de un desorden organizado que recuerda a las imágenes de la Gran Depresión del 29 en Estados Unidos. Filas humanas que dan la vuelta a pequeñas manzanas de edificios comerciales, con personas de variada edad esperando desde las seis de la tarde de un lunes hasta la mañana del martes para poder ser atendidos en la Casa Lotérica y cobrar la ayuda económica de 600 o 1.200 reales que a cada cual le corresponde según sea parado, informal, MEI o ama de casa.
La diferencia esencial con respecto a la estampa de comienzos del siglo XX es que las filas aquí registran espacios mínimos de vacío entre grupos de personas, como queriendo respetar la distancia anti contagio sin lograrlo del todo. Y que no hay sueño americano que valga con el que sacudirse ilusión ninguna. Excepto el pasado 21 de abril, festividad nacional por el día de Tiradentes (en honor a la ejecución de Joaquim José da Silva Xavier en la conjura minera del siglo XVIII), para algunos la calle es una sala de espera desprovista de techo donde la carencia apremia y el tiempo se mide en motocicletas. Las que pasan haciendo de la vida una telaraña de humo que pende, más que nunca, de ayudas federales. Una sala de espera al otro Brasil.
La COVID-19, en el fondo, parece haber llegado hasta aquí para recordar que la pobreza y la riqueza son pegajosas. Nacer en un determinado rango de ingresos le da a uno notables papeletas de pertenecer a él de por vida. Con excepciones de portada. Las colas de gente durmiendo a la intemperie para poder recibir la ayuda federal dicen mucho de esta tierra, «elegida por la naturaleza para producir todos los alimentos» y a la que se le niega tanto. Sin embargo, concluyo, hay algo que dice más del nordeste: la generalizada humanidad de sus gentes, de sonrisa fácil, para quienes pasar catorce horas en pie en mitad de la noche puede ser una oportunidad más de saber cómo está el vecino.