“Miro el campo ondulante y milenario
con la mirada nostalgiosa y animal
lo bebo de a poco, hasta inundarme el alma de verde
hasta sentir la tierra, y ganándome la carne
me quedare, oh si me quedare
(…)
cuando llegue la noche me tenderé sobre el pasto
esperare las estrellas y me iré silbando bajo
por ese camino largo silbando, me iré silbando
con un ramito de flores, entre dormido, en los brazos”.
Atilio Reynoso, Por darme el gusto
Introducción
El presente trabajo incluye un aspecto transmediático central, tanto la presencia de una serie de relatos que me han sido transmitidos a lo largo de años, así como también fotografías y croquis que ilustran hechos, técnicas o a los personajes mencionados. Antes de las dos crónicas que son el corazón de esta tesina de producción, se recomienda, para mejorar la experiencia de quien se halle del otro lado de estas palabras, sea en formato físico o digital, que tenga a mano unos auriculares. Los relatos, a los que se accede por medio de códigos QR, están grabados generalmente en contexto de labores y charlas que adoptan la forma de un diálogo entre padre e hijo. Estas grabaciones nacieron de un impulso instintivo por archivar mucho antes de pensar siquiera la posibilidad de convertirse en material para esta tesina. Tal vez creados a partir de la contemplación de futuras ausencias, ostentan el propósito de resguardar saberes y esencias de personas. Estos “facsímiles acústicos” están imbuidos de una rasposa cualidad, es decir “en crudo”, provenga del motor de una camioneta en marcha, del trinar de un tero, del silbar de un cuchillo mientras es afilado, incluso del crepitar de unas llamas sea de asado u hogar. Este “ruido”[1] no ha sido depurado para no afectar el aura de estas piezas, momentos de escucha y atención en los que intento capturar algunos de los relatos con los que me he criado.
Estos fragmentos acústicos no solo complementan a las crónicas, sino que sirven para desarrollar el mundo aledaño y así dar cuenta de las idiosincrasias de los locales. Estas grabaciones funcionan como testigos, pequeñas ventanas al pasado, que dan vida a través de ellas, a otros que nunca pudieron contar sus historias y que presentan voces y prácticas antes de que el tiempo las borre del todo.
Finalmente, la duración de los relatos va desde unos pocos minutos hasta pasado el cuarto de hora. Estas diégesis no presuponen una escucha en paralelo con el texto, sino que deberían actuar como pequeños paréntesis que permiten incluso una circulación con auriculares mientras se escuchan las historias más extensas. Todas estas historias se hallarán disponibles también en formato de playlist (enlaces al final del archivo en las Referencias Digitales) en Soundcloud para permitir que se interactúe con ellas por fuera de esta instancia académica, así como también otros relatos que por variedad de razones no fueron parte de la selección final para estas páginas. Para ir cerrando, cada una de las crónicas estará a su vez acompañada de un registro de producción en el que me explayaré al respecto de ciertos puntos mencionados en los textos en sí.
“Lindo pial si no se sale”
“Lindo pial si no se sale: dicho criollo que significa haber encontrado una solución favorable a algo que ofrecía una dificultad. Por algo que promete buen resultado se dice también en forma irónica”.
Tito Saubidet, Vocabulario y refranero criollo
“Allá en mi pago está el que se le sienta a la potrada
y está el que piala
y el que arrea
y el que marca
y los que en un tuse dejan el apellido…”.
José Larralde, Pa Usté
Era 2006, tal vez 2007. Nuestros años mozos, como dirían los viejos. Éramos una parva de muchachitos apretujados en las cajas de dos camionetas Ford F-100 modelo 1970 color beige. La jerarquía estaba configurada así: los tíos y los primos mayores iban sentados adelante, resguardados de los elementos y compartiendo los primeros cuentos del día. Los pendejos, en cambio, íbamos rebotando en las cajas de dichas camionetas. Éramos zarandeados por una dulce combinación de calles de tierra poceadas, huellones como acantilados, dejados por los camiones lecheros de La Suipachense y la necesaria y reglamentada maldad de alguno sentado al frente que, con un ojo guiñado en picardía al conductor, se aseguraba puntos de apoyo en la cabina antes de que se clavaran los frenos y se lanzara así a un grupo de niños a estrolarse contra los fierros de la caja y las cubiertas rellenas de arena que se estilaban para ayudar a la tracción en ocasiones de lluvia.
Serían las seis de la mañana. A pesar de que era fines de septiembre todavía hacía frío y el viento golpeaba raudo nuestras caras con la amenaza de volar boinas por todos lados. Las camionetas avanzaban por la tierra y se alejaban del pueblo de Suipacha en dirección al sur cortando oblicuamente la Ruta Nacional número cinco en el último cruce que el pueblo le hacía a la ruta antes de que prosiguiese con su travesía que la alejaba cada vez más de Buenos Aires. Cuando cruzamos la autovía, pasamos frente a dos instituciones del pueblo, La Casita y Zona X. La Casita era un parador de ruta amado por su “temido” bife de chorizo, tan exagerado el corte que, como santo y seña de una logia, era indicador de localidad el saber pedir “solo medio”. Zona X, por su parte, era un boliche gay (gay y no LGBTI+, ya que los dueños daban prioridad a la segunda letra del colectivo a la vez que activamente desdeñaban la presencia de las personas trans de la región que, así y todo, irrumpían en el espacio para coparlo), famoso en la región por constituir uno de los únicos desde hacía décadas y por haber sobrevivido los embates de varios intendentes locales.
Alguien que viniera cruzando la ruta como lo hacíamos nosotros vería entonces una playa de estación de servicio en forma de medialuna envuelta por contundentes montes con Zona X anclando un extremo, La Casita la opuesta punta y una derruida estación de servicio Dapsa que se usaba intercaladamente para lavar camiones o concretar calenturas contraídas en el boliche. Frente a estos “templos” cruzamos la ruta despacio y emergimos del otro lado en la tierra que nos llevaría a destino. Así, despacio como cruzamos, despacio seguimos, intrigados por figuras y movimientos en medio de los yuyos. Entre los montes de “acacio” blanco y eucalipto se adivinaban besos y sacudidas. Ni las cunetas se salvaban. Allí también los amantes tributaban a Afrodita, se levantaban polleras, caían bombachas de campo, volaban pelucas y boinas entrelazadas. “Aprete, aprete que no se abolla”, voló el grito desde la camioneta que lideraba el convoy. Enseguida lo acompañaron nuestros gritos de aliento. Casi todos éramos menores: estábamos viendo algo que no correspondía a nuestro reino. No aún por lo menos. Así que la excitación y la intriga potenciaban nuestros gritos que mutaban en risotadas. No había maldad en las declamaciones, sino auténtica diversión y buena intención. Tal vez por eso, tantos años después de aquella escena que nada tenía que ver con la yerra a la que íbamos a trabajar, tal imagen sigue siendo la antesala a esa labor en mi mente. Con un sol naciente, con el frío perdiendo fuerza, rodeado por primos, amigos y montones de personas que daban y recibían amor al costado de aquella calle de tierra: así deberían empezar todas las yerras.
El destino era el campo originario de los Garrahan en la zona, segundo hogar luego de que la familia llegara a Argentina luego de escapar de la Gran Hambruna (el primero fue en Lobos donde el clan se partió al medio y de esa partición salió el Garrahan por el que el Hospital Nacional de Pediatría cargaba el apellido). Allí nos esperaba una ternerada de unos doscientos animales a ser ajusticiados por un grupo armado con lazos a lo largo de toda la mañana: esto era lo que se llamaba “pialar”. Se pialaba no solo en tanto trabajo, también era una prueba de destreza en sí, una demostración de habilidad y lujo, una en la que no todos participaban.
Aquella mañana de trabajo hacia la que volábamos por las calles de tierra había empezado en realidad la noche previa cuando los dueños del campo, amparados por los últimos rayitos de sol, apartaron la tropa que iba a ser el objeto de trabajo. Eso se hacía para evitar que los animales comieran durante la noche y que en la mañana laboral “bostearan” el área de trabajo y la convirtieran en un barrial digno de una carrera de rally, trabajo que seguramente fue hecho por algún mensual de manos gastadas y mente curiosa, como el Negro Odi y sus hermanos, gente que de tan criada en el campo nadie se frenó a escuchar su historia:
Todo muy simpático con los Odi y los relatos divertidos, pero volvamos al tema en cuestión: ¿de qué se trataba concretamente una yerra? La yerra es una labor-celebración histórica del campo argentino cuyos objetivos concretos son la “capada” (castración), la “marcada” (aplicación sobre la piel de los animales de “marcas” de hierro calentadas a fuego, registros de propiedad de cada familia), la “señalada” (corte de muescas en una de las orejas) y la “descornada” (esto depende de la raza del animal, en los últimos años es cada vez más común ver terneros de razas sin cuernos, los que llevan a menos complicaciones y potenciales heridas) de grandes cantidades de bovinos, fueran estos todos de un solo dueño o de una variedad de ellos. Esto se lograba por medio de varios pialadores dispuestos en un potrero por donde la hacienda cruzaba.
Este trabajo suele ser un evento intensivo a terminarse en una sola jornada (ya que al final, como todo en el campo, termina en asado y larga sobremesa luego de la que nadie acaba en condiciones de nada más que contar un cuento) que se iniciaba temprano en la madrugada, por lo general antes del alba, y la costumbre era seguir hasta terminar “de pasar” a todos los animales por el corral con los pialadores, espacio del que luego seguirían hacía algún potrero donde podrían volver a pastar tranquilos.
La yerra se trataba de un auténtico esfuerzo colectivo que sobrevivió a fuerza de tradición. En ella participaban no solo la familia poseedora de los animales, sino también, y casi como punto central, otras familias o miembros de la familia extendida que prestaban ayuda. Esta participación colectiva viene heredada desde tiempos inmemoriales, reforzada por uniones entre los apellidos, por pactos implícitos entre familias. Por ejemplo, los Garrahan siempre han ayudado a los Diehl (otros habitantes históricos de la zona) y viceversa, y esto es así porque los antiguos de ambas familias que aún hoy viven cuentan cómo sus abuelos se ayudaban mutuamente al mismo tiempo que iluminaban un par de nombres de cada lado, casi como guerreros legendarios que evocan una supuesta edad dorada, viejos poseedores de una fuerza sobrehumana, de instintos y técnicas perdidas a las arenas del tiempo, una mitología compartida que generaba furtivamente cohesión entre los grupos.
Ayuda dada y recibida en forma de mano de obra, saberes y herramientas. Es un hecho de lo más normal que, en el campo, como en cualquier lugar, no todos poseen todas las herramientas necesarias para las miríadas de tareas, sino que distintas familias se especializan en diversos quehaceres concretos y las poseen, así como también les son prestadas a ellos las de otros grupos familiares, sea para carnear, sembrar/cosechar, desmalezar, etcétera. La ayuda y la caridad no eran solo para con las familias conocidas o aquellos de la zona, también se ayudaba a cuanto croto se metiera al campo, pero lo más importante a aprender aquí es que siempre conviene andar con el cuchillo encima:
Ese sí que salió al tranco “completo como croto con señora”, como se dice en la zona. El abuelo José María y su costumbre de empezar el día echándose la cuchilla a la cintura no eran una anomalía, ni de cerca. Hay un vínculo con las herramientas, con los lazos, los recados, los hierros para cauterizar, las mazas y los toscos descornadores, las técnicas, los caballos, el fuego vigilado por algún achacado, la ensenada, el huevo, la manga, ni siquiera el alambre que cerca la labor es nuevo.
Todo nos viene heredado no solo de siglos de tradición, sino que literalmente hacemos uso de piezas centenarias, sean cuchillos o “sogas” que habitan los imaginarios familiares como reliquias, imbuidas de un aura y una historia que los convierte en piezas de autoridad, al punto que el traspaso de mano en mano de cuchillos antiguos es un proceso fundante en los ritos de la colectividad.
Viene a cuento ahora un legado: recuerdos de mi infancia era ver tíos que agarraban a alguno de mis primos, con cariño en los ojos, y llevarlos a un costado donde alguno de los demás dentro del panteón de parientes le entregaba discretamente un cuchillo (suceso que, dada la cantidad de personitas que estos paisanos irlandeses habían producido, sucedía asado de por medio). Acto seguido, este muchachito estiraba su brazo, puño que blanqueaba de la fuerza con que apretaba su carga y dejaba una moneda sobre la mano del adulto, que procedía a observarla como intentando hallar una falla o un secreto. Con una mirada que duraba una eternidad y que en menos de un segundo volvía enseguida al chico, sus manos se entrelazaban en reconocimiento formal y el adulto lo sacudía con fuerza casi cómica. Tronaba la palma de una mano sobre el hombro del niño: era su padre que avalaba el ritual con unas palmadas. Alegres sonrisas eran intercambiadas, algún dicho humorístico subido de tono era dicho furtivamente para sacar unas risotadas antes de enfilar nuevamente al grupo familiar. El muchacho marchaba ahora orgulloso enfilado por los custodios que caminaban a cada lado, fulgurantes cuchillos en las verijas de los tres.
Así como los primeros Garrahan aprendieron e hicieron, recién bajados del vapor a mediados del 1800, mandados a trabajar un pedazo de campo en plena pampa y lejos de todo el mundo, así también se siguió trabajando. Las yerras en nuestro haber histórico podrían ser intercambiadas en el tiempo y nada espantaría a los participantes del pasado más que tal vez la parafernalia moderna que nos rodea. Pero luego del susto verían que la labor era la misma, que las prácticas y costumbres no habían transmutado, capaz incluso nos consideraban delicados en nuestro trato de los animales, con nuestros Rudavet Plata (antiparasitarios en aerosol que escupían tan brillante e inesperado tinte plateado, con los que nos pintábamos furtivamente las piernas entre los primos) o las latas naranja y verde de pomada Cacique para curar “bicheras”. El abuelo José María Garrahan seguramente nos habría retado con énfasis, práctica no le faltaba con el barullo de sus once hijos:
Así como Lito y Daniel Garrahan practicaban con el petiso, cada uno ha de hacerse pialador por la vía que pueda. En esa misma línea y volviendo a los participantes concretos de la labor, ¿quiénes eran los pialadores? Los pialadores eran los que, valga la redundancia, pialaban. No solo los pialadores eran la pieza central de los participantes de una yerra, ya que sin ellos el trabajo no se podía llevar a cabo, sino que había además un valor extra en su presencia dentro del corral, una estima que se recibía de enfrentarse al posible peligro, una cornada perforadora, patadas de animales que los superaban en peso por varios volúmenes, ser aplastados contra un alambre o piernas y brazos rotos resultado de la porfía al no soltar un lazo. Básicamente retiarius antiguos como en el Coliseo, pero cambiando la red y el tridente por bombacha, alpargatas y un lazo, igual de dispuestos a refrenar su enemigo a base de ingenio y algo de fuerza.
El grupo de trabajo principal estaba compuesto por los pialadores (pialar es enlazar, pero de a pie, y enlazar se dice cuando el tiro de lazo se efectúa por alguien montado a caballo) quienes estaban en el corral principal, mientras que dentro de la ensenada (subdivisión dentro de un potrero que facilita los trabajos) había un grupo reducido montado a caballo (acompañado en los laterales del corral por cantidades de jóvenes que ayudan con gritos y sacudidas de brazos, evitando que los animales se apelotonen contra los alambres y las esquinas, para asegurar el correcto flujo de animales hacia las fauces de los lazos) que empujaban los animales hacia el huevo y, de ser posible, luego a la manga, para que estos finalmente saliesen de a uno o dos al corral principal donde serían pialados por los trabajadores de a pie.
Al respecto del aspecto físico del trabajo, puntualmente de la espacialidad internalizada por parte de los pialadores, lo que evitaba que abundasen las orejas arrancadas o cabezas contusas. Conviene recordar que se trataba de lazos que volaban en velocidad alrededor, con nudos, “armadas” y argollas (“armada” es como se denomina al medio bozal con el que concretamente se enlaza). Puede pensarse este ensamble de movimientos como esferas de orden que imponían una cierta harmonía al caótico tronar de los vasos de la novillada que retumbaban sobre la tierra seca y levantaban polvaredas que obstruían los sentidos. Esta comprensión intrínseca del espacio de trabajo, de funcionar en equipo sin afectar ni ser afectado, de las geometrías arrojadas al vuelo por tiros de lazo de derecha, de revés y de payanca, daba cuenta de años de práctica, de siglos de costumbres para llevar a cabo este trabajo de la mejor manera posible. Como no todo es trabajo en el campo, también hay que contemplar, recordar, reír o llorar, o simplemente tomar en demasía para evitar todo eso como hacía Pololo Romero:
En el contexto de una yerra Pololo seguramente habría estado parado a un costado, dando una mano y recordando a su finado hermano, porque en la tierra del corral principal no estaban solamente los pialadores, sino que se podía ver a un grupo, generalmente una combinación de personas de todas las edades, que arrumbados contra un alambre intentaban robar un cachito de sombra de algún paraíso. Estos se encargaban de las marcas, las señas, los cuchillos, el fuego y los baldes para juntar las criadillas que eran extraídas de cada capada (estos reverenciados ancianos solían ser también quienes capaban, ya que la edad los había equipado con la experiencia y práctica, pero sus cuerpos no estaban en las mejores condiciones para enfrentar el peso de algunos de los animales). Entre los pialadores, quienes requerían circunferencias de varios metros entre sí debido a los lazos (los que oscilan entre los doce y quince metros de largo) que hacían volar sobre sus cabezas, se solían posicionar otra tanda de niños y adolescentes, algunos para espantar animales hacia los pialadores y otros, con lazos más pequeños, efectuaban sus primeros tiros bajo la mirada del resto del grupo. Finalmente, alrededor del corral principal se colocaba el resto de los participantes, a la vez área de descanso, de gradas, de comentarios y consejos que se gritaban a los que habitaban el corral.
No solo era importante que al final del día la hacienda estuviese capada, marcada y señalada, fuente de ingresos para las familias participantes, sino también que la tradición perdurase en el tiempo, que su accionar en el presente valide su repetición en el futuro, que los trucos y secretos de los viejos pasasen a los jóvenes. El trabajo se desempeñaba, como muchas cosas en el campo, basado no tanto en fechas concretas sino más bien percepciones y momentos, como decían los viejos de la zona: “antes de que haya moscas”, lo que se traducía a más o menos septiembre u octubre, cuando los terneros rondaban los cinco o seis meses de vida y unos ciento cincuenta kilos. En esos meses comenzaban unos calores en el campo que difuminaban la realidad cuando se miraba al horizonte, y la jornada laboral era una carrera para ver cuán cerca del mediodía se podía trabajar sin desfallecer.
La referencia temporal a través de las moscas era para evitar que se agusanen los animales. Los cortes de las capaduras suelen ser nichos de cultivo ideales para que el vacuno acarree cientos de miles de gusanos, que atacan con desidia desde el interior del animal. Lo bueno de estos conocimientos que funcionan como precauciones es que se aplican a variedad de labores, principal entre ellas el rodeo (no confundir con el bastardeado espectáculo yanqui del mismo nombre), ocasión en que se movían de a cientos de cabezas de ganado vacuno entre dos puntos, todo arreado por unos pocos gauchos a caballo a lo largo de varios días:
Fuese en un rodeo o en una yerra, ¿qué pasa cuando un animal de ciento cincuenta kilos o más corría envuelto en furia y miedo en tu dirección y los piales parecían resbalar de sus manos, incapaces de frenar su carga? Confiabas en que cerca había algún paisano, armada ya en vuelo midiendo el tiro, mientras vos seguías clavado en el lugar, demarcando por donde el animal no habría de pasar. El lazo resonaba en el viento, un zumbido agresivo que iba y venía. El tiro volaba e instantáneamente se escuchaba cómo el lazo sonaba tac-tac-tac-tac en rápida y acelerada secuencia a medida que los tientos trenzados golpeaban contra la argolla en velocidad. Mientras que una criatura corría en una dirección, un paisano separaba las piernas, torcía el cuerpo sobre la cintura y se plantaba en lucha. Talón delantero clavado en la tierra como ancla, automáticamente el lazo hallaba un punto de apoyo en la cintura del paisano, si se puede sobre un tramo de cuero que de allí solía colgar para evitar que la fricción y velocidad quemasen al trabajador.
Aquellos que se encontraban alrededor corrían al momento en que el tiro era efectivizado. Antes de que el animal terminase de caer ya tenía a un gaucho trabándole la pata que quedaba afirmada sobre la tierra con su propia pierna, apoyando la planta del pie justo detrás de la coyuntura de la rodilla del animal, para imposibilitar todo movimiento, mientras que con ambas manos tiraba hacia sí la otra pata, la que seguía en el aire. Al frente otra persona retorcía y sostenía la cabeza. Esto cumplía dos funciones necesarias y preparaba el terreno para una tercera más lúdica: estabilizar al animal para que el trabajo fuese lo más rápido posible y, al restringir las patas y la cabeza se evitaban patadas y/o cabezazos. Finalmente, si el novillo demostró fuerza, espíritu suficiente y una corporalidad digna de soportar a una persona, entonces algún participante se ofrecía (o era invitado) a “volearle la pata” y hacer una pequeña jineteada antes de liberarlo para que siguiese en su camino con los demás.
Todo esto lo hacíamos sin chistar, sin pronunciar queja, por nosotros o por los animales. En el campo aprendemos a trabajar, ejercer violencia y matar desde jóvenes, para lograr interiorizar tipos de exabruptos, marcando estándares de resistencia al asco, de lo que es correcto o no, en todo momento con la vergüenza ejerciendo una poderosa fuerza de control. No se podía sentir lástima, menos en público, menos aún frente a un público en una yerra, momento cúlmine de despliegue de los miembros de los distintos grupos.
Sea con el cuchillo para capar, con el hierro al rojo vivo para quemar heridas y marcar, con el pial mismo o las propias manos retorciendo patas para evitar patadas, la violencia era ejercida y reforzada por una presión cruzada de vergüenza-orgullo que operaba tanto hacia adentro como hacia afuera del sujeto. La posibilidad de fallar ni se consideraba, la idea principal era estar a la altura, no hacer quedar mal a la familia. Estas presiones las familias las respetaban y reconocían. Si alguien no poseía la habilidad para tratar con brusquedad al animal con el que se estaba trabajando, rápidamente se encontraría dejado de lado, recibiendo tareas fuera del área de trabajo, lejos de donde una mano decidida fuese requerida, porque los demás paisanos desconfiaban de alguien que por lástima podía soltar al animal y pone en peligro a sus compañeros de trabajo.
Detalle crucial era el no demostrar ningún tipo de deleite durante estos actos de violencia controlada. Quienquiera diese muestras abiertas de placer o gusto sería sumariamente excluido, en condición de “loco” o “raro”. El trabajo debía ser completado con renuencia, pero firmeza. Aquellos que hiciesen sangrar o sufrir en demasía a los animales no eran bien vistos, a pesar de lo contradictorio que puede sonar hacia afuera dada la realidad de la labor.
Esta es la razón por la que hoy día ya no se ve en carneadas de lechones una atroz técnica que algunos viejos camperos supieron practicar. Donde la forma típica sería la de dar un puntazo recto (en paralelo al lomo del animal en cuestión) justo por debajo del cuello del chancho en dirección al corazón para que la muerte sea lo más rápida posible, mientras se le inmovilizan patas y manos para evitar escapes, asegurando así una desangrada rápida y lo menos tortuosa para el animal. Estos otros hombres en cambio daban puntazos mecánicamente a tandas de lechones que después soltaban para que como en un carnaval sangriento corrieran a los gritos por el parque, dejando regueros de sangre hasta que la exanguinación debilitaba a la criatura, que entonces quedaba tirada allí donde iba correteando (ningún grito de dolor en el reino animal sonará tan parecido al de un ser humano como aquel de un chancho), lo que me recuerda a otro cuento, uno más chancho-céntrico podríamos decir:
Expirar, encontrar pedacitos nomás, aceptar con total normalidad el gustoso apetito con el que los animales nos miraban de reojo aparentemente. No sería ni de cerca la cosa más perturbadora que haya escuchado o presenciado en el campo en tanto violencia. Los viejos del campo, una generación para atrás sin ir más lejos, manejaban una percepción distinta del dolor, del hacer daño y de cuánta voluntad se le concedía al ser vivo no-humano, de cuánta empatía se permitían con el animal (poca a menos que fuera un caballo o un perro, e incluso ahí se debía andar con cuidado de que no se le cruzaran en un mal día). Como Jorge Torelli, camionero oriundo del pueblo de Suipacha, cuando luego de que los perros de Piedras Blancas, famosa fábrica local de queso de cabra, le mataran varias ovejas de su majada, este cargó su escopeta y a la fábrica fue. “¿Ese es su perro?”, le preguntó al hombre que se asomó de la quesería. El perro todavía mostrando la sangre de las ovejas en los flecos de su pelo. No llegó a elaborar respuesta alguna antes de que el tronar de la escopeta le hiciera volar al perro un metro para atrás. “Listo, ese no jode más”, dijo Torelli y partió. Nunca pasó a mayores ni participó la policía. El tema había sido zanjado y nadie opuso palabra a la resolución.
En el campo no todo es matar, también se sabe morir con la gracia suficiente, algunas veces incluso como para transmutar una existencia en mito. Mitos que refuerzan la intención de participar, de ayudar y ser parte. Mitos que, ayudan a perpetuar las instituciones internas como la yerra. Uno de esos neo mitos camperos, en la región de Suipacha por lo menos, es el de la muerte de Angelo Zoni.
Así me contaron el final de Don Zoni y así lo recuento aquí:
Era una buena mañana para trabajar, el sol abrigaba los lomos de animal y hombre por igual, una brisa arrimaba indicios del calor por venir, pero aún se podía trabajar cómodo. Entre las polvaredas levantadas por alpargatas y pezuñas, los gauchos caminaban la tierra del campo de los Gamba, familia antigua que ha trabajado hace muchas generaciones la zona. Entre esos paisanos tranqueaba la enorme figura de Angelo Zoni.
Zoni, en aquel entonces de setenta y largos, casi ochenta, expansivo, sonriente, de grueso vozarrón, bajo de estatura, pero poseedor de poderosas espaldas y una blanca melena cada vez más finita que coronaba su cabeza.
Famoso por cortar en cuadrados el jamón crudo en las ocasiones en que era obligado a preparar la picada. Había sido invitado por el dueño del campo, Carlos Gamba, para dar una mano, acompañar y tomar un vino, tal vez hacer un cuento al mediodía, recordar el pial histórico de algún gaucho de la zona muerto décadas en el pasado o mencionar amados fletes. “¿Se acuerdan de aquel zaino de manos blancas que sabía andar Don Goñi? Las cualidades que tenía…”.
Dicen que Angelo desarmó su lazo y entró al potrero de trabajo como un gladiador que por los caprichos de algún emperador sale de su retiro, para empuñar su rete y tridens. Dio firmes pasos al frente y enseguida ya volaba su lazo por los aires, trazando patrones en el aire y silbando con fuerza e intención.
Dicen que hizo un par de tiros, de los piales ni se comenta, pero me gusta imaginarlo pialando un novillo, con una cruza de desdén y picardía brillándole en los ojos mientras lo ve caer y explotan en gritos los paisanos a su alrededor.
Dicen que, así como estaba parado salió caminando hacía el alambre perimetral, que echó espalda contra un poste, contempló el eterno cielo de la pampa, se sentó y ahí las Moiras cortaron su hilo. Angelo Zoni murió sentado contra un palo, polvareda volando fuerte a su alrededor, gritos entusiasmados celebrando el próximo pial sin saber que a unos metros un gaucho de verdad acababa de partir, un señor con todas las letras como decían los paisanos de honor. Angelo alcanzó lo que los griegos de la antigüedad llamaban kalos thanatos, la bella muerte. El caer en batalla inmortalizado por una hazaña o lograr una muerte digna de que los dioses giren sus ojos hacia la tierra por unos momentos. Quien me contó la historia explicó que “para muchos pialadores de toda la vida, se dijo que no podría haber tenido una muerte mejor”.
La bella muerte debe sonar como el canto de las sirenas a los oídos de los enfermos, tanto más para un hombre que ha trabajado toda su vida en el campo y ha visto a varios paisanos caer, al ver la abundancia de posibilidades de muertes dignas que el contexto ofrece. No está mal soñar un poco al respecto:
La charla tiene años ya. Mi padre no ha muerto, pero la enfermedad asedia su cuerpo por dentro, con arietes y manganas ataca sus riñones, su próstata, sus rodillas, su cadera, su piel. Todas estas partes que hacen que un cuerpo funcione como tal, fueron debilitadas de antemano frente al altar del campo, de la doma y de los caballos, incluso antes de que el cáncer hiciera su triunfal debut por dos lados, como Saladino en los Cuernos de Hattin. Confío en su fuerza gaucha, lo he visto levantar árboles y voltear animales el doble de su tamaño, pero temo por su espíritu a medida que los años lo separan cada vez más de la posibilidad de ensillar, de partir en sus condiciones. La bella muerte puede ser añorada, deseada incluso, pero queda en las manos de aquello que se halla detrás del velo de la realidad el decidir si el viejo puede montar y despedirse mientras tranquea en su flete hacía la inmortalidad.
De qué hablo cuando hablo de ‘Lindo pial si no se sale’
“Como el amor, la crónica tiene una doble dimensión: ficción y realidad; oralidad y literalidad; presente y pasado; literatura y periodismo; empírico y poético”.
Tanius Karam, Representaciones de la Ciudad de México en la crónica
En las páginas que siguen se reflexionará sobre algunos datos desplegados a lo largo de la crónica, también se explicarán ciertas idiosincrasias típicas del campo que pueden no ser del todo conocimiento general. Empezaremos por contextualizar un poco la ubicación: Suipacha es un pequeño pueblo, ubicado a ciento cincuenta kilómetros de Buenos Aires, cabecera de partido desde su creación en 1864, declarado ciudad recién en 1973 y que al censo de 2010 contaba con menos de diez mil habitantes. La especialización de la localidad es la ganadería, la lechería (en forma de cantidad de tambos familiares organizados en cooperativas, así como también una creciente producción quesera) y el cultivo de granos varios. Su comunidad agraria, con sus correspondientes subgrupos organizados en base a colectividades (españoles e italianos básicamente, no hay otras comunidades en la localidad organizadas alrededor de su identidad inmigrante), siendo la principal de estas los descendientes de irlandeses, instalados en la zona desde antes de la fundación formal del pueblo. Ya desde mediados del siglo XVIII los Garrahan, Kelly, Geoghan, Mcloughlin, Murray, Byrne, Maguire, Tracy y tantos otros han dejado su sangre y amplias familias en esta tierra, escapando de la Gran Hambruna o An Gorta Mór en irlandés, hambruna que tuvo lugar entre 1845 y 1849, en la que más de un millón de personas perecieron y otro tanto emigró, con lo que disminuyó la población de la isla en casi un veinticinco por ciento. En el contexto del país las vidas perdidas, las familias separadas y las tradiciones borradas elevan al desastre al nivel de una herida psíquica en la mente de la población entera, tratando a los descendientes de aquellos que se fueron como una generación perdida.
Los Garrahan, o algunos de ellos por lo menos, contaban con el dinero suficiente para costearse los pasajes en los vapores y escapar de la lenta muerte a causa de la falla en las cosechas de la papa y las políticas extractivas del gobierno británico sobre el territorio irlandés que dejaron morir sin más a las poblaciones de su isla vecina. Tal vez el sombrío origen es una de las razones para que el grupo sea tan cerrado hacia afuera, pero con gran nivel de ayuda entre sus miembros. Tan cerrados eran estos irlandeses que hasta la generación de mi padre los criaran en el medio del campo hablando en inglés y solo consideraron apropiado enseñarles castellano cuando fue hora de mandarlos al colegio, tan cerrados que mi generación es la primera en que cruzaron su sangre con gente por fuera de la colectividad ¿Porfiados quiénes?
Ahora más al respecto de la yerra en cuestión, utilicé términos coloquiales y específicos del ámbito agrario, muchos de ellos ya presentes en el ideario popular, otros tal vez menos conocidos dada la especificidad de sus usos, por ejemplo al respecto de los lazos y demás equipamientos de cuero: se le dice genéricamente “sogas” a todos los pertrechos correspondientes al ensillado y montado de caballos, sean estos recados, pasadores, cinchas, riendas, bozales, estribos, cabezadas, cojinillos, etcétera.
Todo campo, sea un minifundio de unas pocas hectáreas o las masivas estancias, acostumbran a tener lo que se denomina “el cuarto de las sogas” (espacios que, por su oscuridad inherente y temperatura controlada, son conducentes para la correcta conservación de las sogas en cuestión, suelen funcionar también como cuartos para secar factura o chacinados). Siguiendo con los lazos, se define al titular “pial” como: “Tiro de lazo que se hace a las manos del animal para voltearlo en carrera: echarle un pial, tirar un pial, pialarlo. En las yerras se piala a rodeo, o sea en medio del campo, y en corral, puerta afuera, etcétera”[2]. Estos piales pueden ser de varios tipos o estilos, por ejemplo, el de payanca. Se le dice pial de payanca al tiro realizado por la izquierda o derecha, pero en él no se revolea el lazo. El pialador, agachado, con una armada más o menos chica y con muy pocos rollos o ninguno, hace el tiro ante las manos del animal cuando éste pasa corriendo por su frente, aproximándose lo más posible. Es un tiro muy seguro y fácil, ya que consiste en presentar la armada abierta verticalmente, a las manos del animal que cruza cerca.
En la misma línea y al respecto de cómo nos referimos a las extremidades de los animales. A pesar de que los animales andan en cuatro “patas”, a la hora de nombrarlas se distingue entre manos y patas como si de un humano se hablara para facilitar las indicaciones mientras se trabaja.
Otro término utilizado es “bichera”. Se refiere con “bicheras” a una herida que por la presencia de moscas se halla en algún estado de agusanamiento, esto es, ya no larvas sino millares de gusanitos blancos retorciéndose en pequeñas aberturas hechas con sus bocas. Peligrosas lesiones que de no ser tratadas pueden significar una muerte insidiosa para el animal, siendo comido por dentro. Una expresión probablemente más conocida es referir a un caballo como flete, “montó su flete antes de encarar hacia el rodeo”.
Una pequeña curiosidad al respecto del término “croto”, que fue utilizado junto a la Figura 3 con el cuento del abuelo José María: “…su origen se ubica al respecto de la figura del abogado José Camilo Crotto, quien fuera senador, entre 1912 y 1918, y luego gobernador por la Provincia de Buens Aires entre 1918 y 1921, a instancias de la primera presidencia de Yrigoyen. (…) Al frente de la provincia, fue responsable de la normativa número 3, en 1920, en el marco de una política social, que establecía y hacía posible que los trabajadores del campo se trasladaran de forma gratuita en los trenes, ocupando determinados vagones de carga que se colocaran a disposición. (…) en un juego de palabras, se asoció a estos grupos como –los crotos–, perdiendo la doble tt dada la indiferencia fonética, y eventualmente empezó a interpretarse de forma singular y generalizada, para apuntar a cualquier persona que estuviera vistiendo ropas gastadas, sucias o de poca calidad.”.
Un término ligeramente alejado de lo campero es retiarius, mencionado anteriormente. El retiarius (reciario en español) u “hombre de la red” o “luchador de la red”, cuyo plural es retiarii, era una de las posibles e icónicas configuraciones de gladiador romano. Cuyo armamento que buscaba restringir los movimientos del oponente lo hacen fácil de equiparar a un gaucho con su lazo haciendo frente a un animal.
Algo que en una primera instancia cuesta detectar en uno mismo es el uso de ciertos idiolectos, que de tan naturalizados por el contexto se nos suelen pasar por alto a la hora de definirlos. Uno de ellos, que de tan pequeño parece un error de ortografía y nada más es el referir a las acacias y sus variantes que hay en la región como “acacios”. No he podido encontrar origen a tan pavo cambio, pero el término es endémico en la región. En la misma línea, y objeto de risa de los habitantes de la Ciudad de Buenos Aires con los que he hablado es el hecho de que yo (y por extensión todos en la región de Suipacha), nos referimos a los árboles simplemente como “plantas”, por ejemplo: “Hay que ir a hacer leña, tendríamos que aprovechar las plantas que volteó la última tormenta”. El último término que a definir es “verija” (aparece al respecto del legar cuchillos) o más específicamente “verijero”. La verija es la parte inferior del vientre, próxima a los órganos sexuales, sobre la línea de la cintura, podríamos decir. O sea, el lugar donde llevamos calzado el cuchillo. De ahí el llamar a estos cuchillos más cortos “verijeros”. Si se tratase de una cuchilla (que no es lo mismo que un cuchillo, como se dijo previamente), una daga, o un facón, cuyas hojas suelen ser bastante más largas, estas se llevan cruzadas atrás en la cintura, dado que su tamaño no permite llevarlas en la verija.
Hay en el pasaje de Zona X, unas palabras al respecto de la gente dándose amor hasta en las cunetas a la salida del boliche. Esto no es una referencia intencional a Borges[3] , pero si fue algo descubierto luego del hecho y que encaja muy bien en el tono general, además de compartir el espacio “cuneta” con una misma función: “Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta”.
Las palabras de Mauss al respecto del “Don” suenan particularmente apropiadas al respecto de la manera en que los grupos que participan en la yerra se condicionan por medio de la ayuda dada y recibida para continuar el ciclo: “Ante todo, no son los individuos, sino las colectividades las que se comprometen unas con otras, las que intercambian y asumen contratos”[4].
Se utiliza el término “aura” al respecto de las herramientas, su uso y su legado. Aquí el término se entiende bajo la versión propuesto por Walter Benjamin: “¿Qué es propiamente el aura? Un entretejido muy especial de espacio y tiempo: aparecimiento único de una lejanía, por más cercana que pueda estar. (…) Reposando en una tarde de verano, seguir la línea montañosa en el horizonte o la extensión de la rama que echa su sombra sobre aquel que reposa, eso quiere decir respirar el aura de estas montañas, de esta rama”[5].
Se da cuenta también al inicio no solo de la importancia de “poner el cuerpo”, sino de cómo esto puede entenderse a su vez como un acto constitutivo del ser, en las palabras de Kojève: “…el hombre no se ‘considera’ humano si no arriesga su vida (animal) en función de su Deseo humano. Es en y por ese riesgo que la realidad humana se crea y se revela en tanto que realidad (…) por eso hablar de ‘origen’ de la Autoconciencia es necesariamente hablar del riesgo de la vida…”[6].
Se lee: “Puede pensarse este ensamble de movimientos como esferas de orden que imponen una cierta harmonía al caótico tronar de los vasos de la novillada…”. Esto está pensado a partir de las palabras de Merleau-Ponty que nos dicen que: “Todo movimiento voluntario tiene lugar en un medio, sobre un fondo, que es determinado por el movimiento mismo… Ejecutamos nuestros movimientos en un espacio que no es ‘vacío’ y sin relación con ellos, sino que, por el contrario, está en una relación muy determinada con ellos…”[7]. Continuando a través del pensamiento de este autor, más adelante en el mismo párrafo digo que: “Esta comprensión intrínseca del espacio de trabajo, de funcionar en equipo sin afectar ni ser afectado (…) da cuenta de años de práctica, de siglos de costumbres para llevar a cabo este trabajo de la mejor manera posible”. Estas palabras también son pensadas desde los términos del filósofo francés Merleau-Ponty cuando explica: “…el cuerpo ‘atrapa’ (…) y ‘comprende’ el movimiento. La adquisición del hábito es, desde luego, la captación de una significación, pero también la captación motriz de una significación motriz. (…) Si el hábito no es un conocimiento, ni un automatismo, ¿qué es? Se trata de un saber que está en las manos, que no se da sino al esfuerzo corporal y que no puede traducirse por una designación objetiva”[8].
Más adelante, menciono: “No solo era importante que al final del día la hacienda estuviese capada, marcada y señalada, fuente de ingresos para las familias participantes, sino también que la tradición perdurase en el tiempo, que su accionar en el presente valide su repetición en el futuro, que los trucos y secretos de los viejos pasasen a los jóvenes”. Esto opera al interior del grupo de la misma manera en que Pierre Bourdieu menciona en Los modos de dominación al respecto de las operaciones de legitimación: “…los procesos de circulación circular, como la colecta de un tributo seguida de una redistribución que reconduce en un apariencia al punto de partida, serían perfectamente absurdos si no tuvieran por efecto transmutar la naturaleza de la relación social entre los agentes o los grupos que se encuentran involucrados (…) tales ciclos de consagración tiene por efecto realizar la operación fundamental de la alquimia social, transformar unas relaciones arbitrarias en relaciones legítimas, unas diferencias de hecho en distinciones oficialmente reconocidas”[9].
En referencia a un punto recurrente, uno que corre a lo largo de todo el relato, dada la naturaleza del trato para con los animales en el contexto del campo argentino, no hay forma más clara de plantear la cuestión que a través de las palabras de Silvia Bleichmar: “Si ustedes han leído cuentos criollos pueden ver que es la misma relación que se plantea en el campo con los animales: quien siente pena por el animal que va a sacrificar o que va a castrar o que se puede ahogar es considerado como un citadino débil (…) el hecho de que no hay ni placer ni nada que se le parezca; lo que hay es el ejercicio de una acción en la cual esto se produce como una especie de entrenamiento relacionado con una forma burocrática de ejercitación de la muerte”[10].
Similar a lo que ya se dijo al respecto del factor legitimante de las actividades y el refuerzo psíquico que efectúan las tareas al interior del grupo participante podemos volver a referirnos al francés Bourdieu cuando se menciona otra pieza que en mi opinión funciona como capital simbólico para reforzar la adhesión cuando se habla de la muerte de Angelo Zoni y su efecto en el mythos de la zona, como dijo el autor: “El capital simbólico es una propiedad cualquiera, fuerza física, riqueza, valor guerrero, que, percibida por unos agentes sociales dotados de las categorías de percepción y de valoración que permiten percibirla, conocerla y reconocerla, se vuelve simbólicamente eficiente, como una verdadera fuerza mágica: una propiedad que, porque responde a unas ‘expectativas colectivas’, socialmente constituidas (…) ejerce una especie de acción a distancia, sin contacto físico. (…) Para que el acto simbólico ejerza, sin gasto de energía visible, esta especie de eficacia mágica es necesario que una labor previa, a menudo invisible, y en cualquier caso olvidada, reprimida, haya producido, entre quienes están sometidos al acto de imposición (…) las disposiciones necesarias para que sientan que tienen que obedecer sin siquiera plantearse la cuestión de la obediencia”[11].
Continuando en la misma línea de lo mencionado previamente con Bourdieu y el capital simbólico de la muerte de Angelo Zoni, un compatriota del autor francés da cuenta de aquello a lo que intento evocar con la idea de “bella muerte” o kalós thánatos al respecto de la caída “en batalla” del gran paisano, que a pesar de no ser la muerte joven del clásico héroe griego no por eso se le atribuye menos la definición y el efecto logrado en los demás participantes. Dice Jean- Pierre Vernant en La bella muerte y el cadáver ultrajado: “Esta ‘bella muerte’ (kalós thánatos), para llamarla del mismo modo en que lo hacen las oraciones fúnebres atenienses confiere a la figura del guerrero caído en batalla (…) la ilustre cualidad de anér agathós, de hombre valeroso. (…) La bella muerte implica a la vez la muerte gloriosa (eukleés thánatos). Mientras el tiempo sea tiempo, persistirá la gloria del desaparecido guerrero (…) Gracias a la bella muerte, la excelencia (areté) deja por fin de ser mesurable solo en relación a otro, de necesitar comprobación por medio del enfrentamiento. Se ha realizado de una vez y para siempre gracias a la proeza que pone fin a la vida del héroe”[12].
Continúa luego el mismo autor: “Es necesario distinguir entre este resplandor activo que emana del guerrero vivo provocando el terror (…) y el cuerpo del héroe abatido. Apenas la psykhé de Héctor ha abandonado sus miembros, “dejando atrás su vigor y juventud”, Aquiles le despoja de las protecciones de los hombros. Los aqueos acuden en tropel para poder ver a ese enemigo que más que ningún otro les había herido y de seguir golpeando todavía por algunos momentos su cadáver. Acercándose al héroe que para ellos ya no es más que sóma, mero cadáver insensible e inerte, lo contemplan: “Admiran la estatura y la envidiable belleza de Héctor”, una reacción para nosotros sorprendente si el anciano Príamo no nos diera la clave, al oponer la muerte lamentable y horrorosa de los viejos a la bella muerte del guerrero acaecida en su juventud. “Al joven guerrero (néoi) muerto por el enemigo, desgarrado por el agudo bronce, todo le sienta bien; incluso muerto, todo lo que de él aparece es bello”[13]. En esta misma línea no puedo evitar pensar en las palabras de Rossana Reguillo cuando nos dice: “La crudeza de la crónica, que a veces parece regodearse en los detalles sórdidos, en el grito desgarrador que se escapa de un pecho enardecido o, en el cursi, por inexplicable, gesto ante la muerte, quizá radica en su búsqueda inalcanzable por negar la precariedad de la vida. Narrar la muerte para afirmar la vida…”[14]. Este narrar la muerte para afirmar la vida es exactamente la intención que motiva la presencia de la muerte de Angelo en la crónica presentada, el elevar a un personaje que nadie por fuera de un cierto ámbito, o campo si pensamos en términos de Bourdieu, fuera a recordar. Aquí por medio del enaltecimiento de su muerte se logra hacerlo pervivir por medio de unas pocas palabras, que seguramente no sean suficientes como tributo, pero suman igualmente.
El último punto que me gustaría tratar es la idea de ficción, más puntualmente la ficción como herramienta a la hora de facilitar narrativas o dar color sin falsear la realidad. Sobre el final del texto incluyo una línea de diálogo: “…o mencionar amados fletes ‘¿Se acuerdan de aquel zaino de manos blancas que sabía andar Don Goñi?’ Las cualidades…”. Esto no cumple otra función más allá de dar la impresión de veracidad, de dar contenido a personas que ya no pueden hablar por sí mismos, pero al mismo tiempo que esta línea de diálogo es una ficcionalización, tampoco se trata de una mentira insidiosa, como dice Juan José Saer al respecto de la ficción: “Podemos por lo tanto afirmar que la verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción, y que cuando optamos por la práctica de la ficción no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad”[15]. Se trata de un comentario que, si bien no se lo escuché a Angelo Zoni, sí lo escuché en mil variantes en boca de cientos de gauchos, no solo en todas las sobremesas familiares los viejos lo han dicho, sino que este tipo de argumentos es endémico a los gauchos de toda sangre una vez que cruzan cierta edad. Me he cansado de escuchar de “las cualidades” que tenían caballos que llevan más de cuarenta o cincuenta años muertos, datos de los que siempre me he reído, pensando en cómo esta gente que no logra recordar su edad o el cumpleaños de sus esposas e hijos recuerda con qué mano tal pingo abría sus galopes o de lo suave de boca que era tal o cual tobiano, o un azulejo, o un overo, ad infinitum a lo largo de todos los pelajes. En esta misma línea al respecto de la ficcionalización, hay un momento en la historia de Angelo que digo “…me gusta imaginarlo pialando un novillo…”, así como en el caso de la posible línea de diálogo mencionada previamente en este párrafo, la mención del pial imaginado, buscar completar pequeños hiatos en la historia a través de la hipótesis de factibles sucesos dentro del contexto de los hechos. No se trata de otra cosa más que darle color al personaje.
Al respecto de los audios, todos aquellos que han sido utilizados en esta crónica (y en la siguiente también) consisten en charlas con mi padre: Ricardo Patricio Garrahan (también Eugenio por bautismo, ya que al ser el séptimo hijo varón le tocó ser el ahijado del dictador Pedro Eugenio Aramburu, tal vez ser un lobizón no habría estado tan mal), un viejo campero con todas las letras, que por más pinta de gringo que tenga es tan de esta tierra como el ombú o el asado con cuero. Mi padre posee una forma particular de recontar estas vivencias, donde tomándose su tiempo y sin apuro frena cada vez que un nuevo personaje aparece y lo contextualiza con algo de color antes de continuar por la huella del cuento original, bah, cuentos no, historias. Como siempre aclara.
En tanto porque decidí hace todos esos años empezar a grabar nuestras charlas, tal vez sea por un deseo de archivar saberes que no he podido cristalizar en mí, de convertir su tradición oral en un formato que perdure. Por más paisano que ha sido mi padre yo soy un híbrido, parte ciudad parte campo, igual de cómodo con un libro en mis manos que con un cuchillo, pero eso no evita que no haya alcanzado a aprender siquiera una fracción nomas de sus saberes, o en las palabras de Ernesto Che Guevara, “ni tantito así”. Pregúntenme por pelajes y más allá de alazán o tobiano me pierdo. Atar dignos nudos, despostar una vaquillona (me alcanza con saber descubrir las coyunturas de las extremidades, que más de dos paisanos no saben hacerlo sin “herejear”[16] sus cuchillos), poder reconocer que se ha sembrado en un potrero solo con ver las primeras hojitas que asoman de la tierra, recordar cada pieza de un recado (y cómo ensillar para un desfile). Todo esto se me escapa y en esa falencia propia está el núcleo detrás de estas grabaciones, capaz años por delante haya otros en la línea familiar, o por fuera, que puedan hacer con las palabras del viejo lo que yo no he podido.
‘Granadero’
“No pida perdón, joven. No ha hecho nada malo. Además, a su edad ya debería de haber aprendido que los hombres no piden perdón: hacen lo que hacen y dicen lo que dicen, y luego se aguantan”.
Javier Cercas, Soldados de Salamina
“Al fin la muerte te halló, al fin pagaste tu mal.
Sus ojos no volverán, a ver la tierra que amó.
Guarda mi llanto, oh corazón”.
Sabato, E. y Falú, E., Romance de la Muerte de Juan Lavalle
El recorte de la abuela, la Casa y el golpe
Había un recorte de diario de 1962 hecho por mi abuela, Catalina Kelly de Garrahan (esta colección de recuerdos era una costumbre que tengo entendido practicaba en abundancia, una forma de tener cerca a su familia que se hallaba hace ya años desperdigada por el país), en el que según la mitología familiar se podía ver al entonces presidente de la nación, Arturo Frondizi, escoltado en Presidencia por personal de Casa Militar. El granadero que se veía de pie a la izquierda (figura 13) presentando el sable era José Garrahan, el mayor de los once hijos de Catalina.
Esta foto, supuestamente, tuvo lugar en la mañana del 29 de marzo de aquel año, mañana durante la que se concretaba el golpe que las fuerzas militares le efectuaron a Frondizi luego del deterioro de las relaciones entre las tres armas y el Sillón de Rivadavia, y conflagrado por el triunfo electoral del, en ese entonces proscrito, peronismo bajo la etiqueta de otros partidos como fue el caso con la Unión Popular en los comicios del 18 de marzo. Ahora bien, el epígrafe del recorte lee: “Son las 11:20 de esta mañana. Acompañado por el edecán de turno, el presidente de la Nación, doctor Arturo Frondizi, [se] hace presente en la Casa de Gobierno, luego de la tensa situación vivida en la medianoche. Los granaderos rinden honores…”.
El mismo epígrafe contradecía la versión familiar, ya que a pesar de que el recorte parecía intencionalmente omitir la fecha en cuestión, complicando un poquito más el atribuirle una fecha, la mención de la hora –“Son las 11:20”– era ya el primer indicador de un error en la narrativa de presencia de mi tío durante el golpe. Ya que sucedió durante la noche del 29, más correctamente durante la madrugada. A las 4:30 de la mañana los comandantes dieron a conocer el comunicado que informaba la deposición del presidente, y unas pocas horas después, a las 7:45, partía Frondizi en auto desde la residencia presidencial en Olivos hacia el aeroparque Jorge Newbery, lugar del que voló hacia la isla Martín García donde permaneció detenido por dieciocho meses.
Ahora bien, ¿y si el recorte no mentía, y era más que del día del golpe, de su antesala? Ahondando un poco en la cronología de los hechos llegué a la madrugada del día previo, aquella mañana del 28 de marzo envolvía a un hecho que, obnubilado por los sucesos del día siguiente y el golpe en cuestión, suele perderse un poco en la imagen general,
pero aquella madrugada el Tercer Regimiento Motorizado ‘General Belgrano’, bajo las órdenes del comandante en jefe del Ejército Raúl Poggi, uno de los tres líderes golpistas, partió de La Tablada con la intención de forzar la renuncia del presidente. En respuesta el teniente coronel José Herrera, líder del Regimiento de Granaderos a Caballo y quienes por medio de Casa Militar estaban a cargo de la escolta y protección del presidente, requisó dos unidades de tanques de Campo de Mayo para complementar sus tropas antes de marchar a hacer frente a estos primeros de tantos sublevados que habría en los días venideros.
Cerca del mediodía, y con ambas formaciones enfrentadas cara a cara, los motores de los tanques regulaban, dedos nerviosos tiritaban sobre seguros y gatillos, mientras alientos visibles escapaban entre caras semiocultas por los cascos. Tal vez la posibilidad de fratricidio fue demasiado para ambas fuerzas y eso alcanzó para detener sus manos, tal vez, pero no, porque fue Frondizi quien ordenó a Herrera que no los reprimiera. ¿Un tardío intento de apaciguamiento, o de no darles más municiones a los sublevados por medio de sus acciones, o capaz un deseo de que no se derrame sangre argentina innecesariamente? Mucho de apaciguamiento no tuvo, ya que el golpe igual sucede al día siguiente, lo mismo con no darles más razones sobre las que accionar. No solo eso, más tarde en aquel mismo día Herrera quita la guardia de seguridad del despacho presidencial en el primer piso de Casa Rosada, pero la restituye al recibir un llamado de Frondizi. Y en tanto derramamiento de sangre hermana, no lo habrán logrado en esa ocasión, pero poco más de diez años después el Proceso se sacaría las ganas de que las tres armas hiciesen sangrar profusa e innecesariamente a la sociedad argentina que habían jurado proteger.
“Los granaderos rinden honores” tomó otro tono en consideración entonces de lo que había sucedido ese 28. La foto recortada y aislada ya no era un fragmento suelto y confundido, o una fake news producto de un medio guiado por la mano de algún interventor militar (como tantas veces se había visto en los demás golpes de nuestra historia), sino que daba cuenta de una unidad que, por lo menos por unas horas más, estaría orgullosa de estar escoltando al presidente, luego de haber defendido su feudo, con caballo, tanque y sable en los accesos a Buenos Aires frente a los embates golpistas.
Volvamos por un momento al comienzo, al joven granadero parado a un lado de su presidente. ¿Quién era José Garrahan? José Eduardo Garrahan nació en 1941, el primero de los once hijos de Catalina Kelly y José María Garrahan. A los veinte años salió sorteado en la colimba (¿quién sabía que el temido término era un combinación de las primeras sílabas de la expresión “corre, limpia, barre”?) de 1960 y dada su estatura (requisito que fue dejado de lado en los últimos años) y habilidad como jinete, se unió al Regimiento de Granaderos a Caballo ‘General San Martin’, escuadrón Ayacucho, que de los siete escuadrones existentes es el que se hallaba a cargo de escoltar al presidente, escuadrón en el que pasa la totalidad de su tiempo en el Servicio Militar Obligatorio hasta concluir este a finales de 1962. De este período no quedó demasiada información más que el recorte (figura 13) y si existía algún cuento digno se lo han llevado a la tumba sus compañeros de armas.
Lo que sí permaneció de aquel entonces fue la preocupación de una madre por un hijo. Al parecer, cuando el golpe se iba haciendo cada vez más evidente en el clima político del país y preocupada por el bienestar de su hijo mayor, José María le compró una pequeña radio a pilas a Catalina para que ella pudiera escuchar las noticias, escudriñando el éter por cualquier información que diera cuenta de José. Poquito tiempo después, a sus veinticuatro años, muere su padre a causa de una cirrosis, evento que lo obliga a abandonar cualquier plan que pudiese tener para volver a Suipacha a encargarse del tambo familiar y ayudar a su madre con la abundante tanda de hijos que tenía.
La inesperada vuelta a las tierras originarias de los Garrahan fue tal vez demasiado para el joven granadero, en palabras de sus hermanos “Fue una pechera muy grande para un muchacho tan joven”. Así y todo, José se hizo cargo del magro tambo familiar, principal fuente de ingresos en aquel entonces. Así pasaron los años, con él trabajando el tambo (de los trabajos más cruentos en nuestra pampa querida, de diez que lo intentan cuatro lo toleran más que unas pocas temporadas y solo uno hallará real gusto por la labor, perviviendo años en el puesto y generalmente dando origen a una familia que continuará el rol de forma cuasi hereditaria y cada vez más de sus hermanos y hermanas partían del campo familiar. De las mujeres muchas formarían familia al poco tiempo de la muerte de su padre, aliviando la carga monetaria y por su parte los hombres, luego de haber hecho sus correspondientes pasadas por el servicio militar, procederían a desparramarse a lo largo y ancho del país, siempre en campos y con un caballo a mano. Este proceso fue así con los diez hermanos de José, hasta que solo tres (él incluido) permanecían en la casa paterna, además de doña Catalina.
Así, y con la cronología ayudada por los abundantes golpes cívico-militares de nuestra historia, cuando comenzó el llamado Proceso de Reorganización Nacional, José partió a Brasil, a trabajar con hacienda exportada de campos nacionales hacia estómagos brasileños. Pequeña curiosidad: se necesitaba gente de a caballo como él para hacer no solo las concentraciones de animales, sino principalmente para pasar los animales de los camiones locales, los clásicos Mercedes-Benz, u once-catorce, como se los conoce en el campo (por sus once toneladas de carga y ciento cuarenta CV, ergo once-catorce). Este traspaso, este trabajo, mejor dicho, existía por una diferencia entre los acoplados argentinos, que eran más largos que sus contrapartes brasileras lo que hacía peligrar las cargas en los caminos más angostos y con curvas más abundantes que en el campo local de naturaleza más abierta.
Luego de haber pasado unos años haciendo de gaucho en la jungla y haber hecho unos pesos, le compró una casa en el pueblo de Suipacha a su envejecida madre. En este período de pausa en Suipacha se desarrolló un rasgo crucial en José, su gusto por la noche, las cartas y el trago. Hay un dicho irlandés (aunque es de esas expresiones cuyos orígenes se perdieron en el tiempo y que todas las nacionalidades parecen atribuirse), que decía “A man takes a drink, the drink takes a drink, the drink takes the man”. El demonio familiar volvía a aparecer, pero de momento no era más que “un pedito” cada tanto. Antes de que la noche se volviera un problema más grave, las habilidades del paisano eran requeridas otra vez. Era momento de despedirse de Suipacha nuevamente para subirse de bota y bombacha a un barco y convertirse en, como lo dijo Tomás Rebord al respecto del corsario-cum-héroe nacional de origen francés Hipólito Antorcha Bouchard, aquagaucho.
‘Siba Brescia’, aquagauchos e ‘il frustino’
En la costa oriental de la región de Apulia, en lo que sería el taco de la bota italiana en esa analogía tan desparramada a través de la historia (antes del concepto de la bota, ¿a qué lo equipararían los etruscos?), hay una ciudad costera, y capital de dicha región, llamada Bari. Actualmente la tercera más grande de la nación que, con tantos apellidos, nonnas y gestos de dedos amontonados, ha nutrido a nuestra historia y cultura. A lo largo de varios años, durante la segunda mitad de los años ochenta, los puertos de aquella ciudad italiana fueron el principal punto de desembarco para una commodity argentina (que no era el Diego en vías a Nápoles): cavalli, caballos criollos de todos los pelos imaginables.
Estos caballos venían de todo lo largo y ancho de la cuenca del Plata, para ser concentrados en una serie de campos en Mercedes, provincia de Buenos Aires, principal entre ellos La Ilaria, emblema de y posesión principal de aquellos italianos que compraban caballos de a miles para enviar de vuelta a su patria. Concentraciones que requerían de decenas de camiones, otro tanto más de jinetes y lazos, de ensenadas y subdivisiones en variedad de potreros para poder categorizar y organizar mejor la labor, e incluso un apartado para aquellos que por no haber logrado el estándar requerido para efectuar la travesía o por ser demasiado “bravos”, iban a parar a lo que se llamaba “el tacho”, básicamente eran descartados. La selección final de animales a ser transportados era entonces puesta en “cuarentena” en el campo del que partirían para acostumbrarlos a la alimentación que recibirían a bordo del barco.
A lo largo de trece años poco más de treinta y seis mil caballos efectuarían la travesía por esta vía y a través de las manos de estos gauchos marinos. Salidos del medio del campo para encerrarse entre veinte y treinta días en el barco, no les faltaron personajes dignos de los boliches y almacenes de sus tierras. Como el capitán italiano de la nave, que por día se tomaba treinta y seis latas de cerveza y esnifaba cocaína como los mejores. Puede que por eso luego de unos viajes más toda la tripulación italiana fue cambiada por filipinos, aunque seguramente la razón de fondo era monetaria y los consumos allí desplegados no significaban más que un me ne frega en la mente del propietario del barco.
No por ser menos, el contingente latino de la tripulación, a cargo de José (el número de argentinos subiría a tres o cuatro acorde a cuantos primos o hermanos suyos se iban uniendo a la odisea con el pasar del tiempo) contaba con argentinos y uruguayos, todos hombres de a caballo, todos locos, “como un perro atado de las bolas”, para usar una expresión local. Entre ellos un tal José Martín Moras, paisano argentino de la misma zona que los Garrahan, al que por aquellos años (y que hasta su temprana muerte permaneció igual) le gustaba más pelear que comer. Cuando luego de que uno de los uruguayos se dedicara a molestarlo por una buena parte de dos días este estuvo a punto de “agarrarlo y tirarlo al agua”, en palabras de Ricardo, solo evitado luego de que le explicaran al uruguayo en cuestión que la amenaza no era vacua en lo más mínimo.
No es que los italianos hayan sido más prolijos en sus formas. Tenían por costumbre no respetar el consejo de los gauchos, al espantar y golpear los caballos que con tanto cuidado habían sido transportados desde Argentina. Nuestros nacionales, por su parte, no abandonaban ni una práctica al cruzar el océano, paseándose siempre de cuchillo firme en la verija, ya que, a pesar de no ser comprendida como tal, sus hojas eran tan herramientas de trabajo como utensilio para comer y más cercanas a sus corazones que las mascotas de muchos.
Así fueron pasando los años, nuestros aquagauchos llevaban caballos, los mostraban no solo en los corrales sino también en pruebas de equitación locales, representando al ILCA, en su Divisione di Cavalli Sportivi, haciendo lujos con sus destrezas purificadas bajo el sol de la celeste y blanca.
Para comienzos de los años noventa, el contingente de paisanos se hallaba firmemente de vuelta en tierras locales, habiéndose despedido de Bari y las costas italianas permanentemente. Para esta altura José, que ya estaba instalado nuevamente en su pueblo y cuidando de su viuda madre, volvió a tomar con intensidad, con un pequeño paréntesis hacia finales de los noventa cuando dirigió unos campos de la familia de Narváez, llegando a instruir en el arte hípica a quien sería Francisco de Narváez. A esta altura del partido el cansancio con la vida se hacía evidente en los ojos y hombros de José, cuando a comienzos del 2000 falleció Catalina, cualquier necesidad de disimular su nivel de consumo alcohólico desapareció.
Sifón Drago, los sepultureros y la última guardia
Hay en el campo una forma de referirse a los hombres que han cruzado cierto umbral con la bebida, donde ya ni necesitan ir al boliche del barrio para tomar su cuota. Sifón Drago se les dice, “porque se carga en casa”. En este período la vida de José consistía en tomarse su vinito desde temprano e instalarse en su galpón a trabajar en sogas y escuchar tango en su pequeña radio a pila. Así lo encontrábamos con mi padre cuando íbamos de visita a llevarle un pedazo de carne de alguna carneada nuestra, yo sin comprender del todo al principio el porqué de las alegres sonrisas en la cara de un hombre que siempre había sido más vale magro y la viva imagen de la rectitud. Luego comprendí, mi padre llevándole comida no era solo para ayudar a su economía que a estas alturas del partido era inexistente, no sólo a causa del trago, sino porque su hermano mayor era por demás de dadivoso con su dinero y más de dos se aprovecharon de esto, además ya casi no comía y respondía a invitaciones de asados o comidas en familia con un seco “así estoy bien, no tengo ganas”.
La fuerza escapó de a poco de su espalda, pero sus manos aún podían romper un hueso cortesía de los interminables días con el sacabocados y el martillo en mano. Así llegamos al 2016, donde a sus setenta y cinco años, luego de un accidente en su hogar, se quebró la cadera, lo que lo dejó internado en la ciudad de Chivilcoy. Allí internado sufriría de una neumonía acoplada a los síntomas del síndrome de abstinencia, el que lo hacía fluctuar entre cancinas reacciones y ataques furiosos de temblores. Cuidado por sus hermanos, ya sin intención de alimentarse, de seguir viviendo, José se dejó morir una mañana de invierno ese mismo año.
De aquella mañana no recuerdo más que haberme enterado por mi padre de la noticia y haber sido guiado en estado de cansada resignación por mi madre para volver de Buenos Aires hacia el campo. Velamos a José a lo largo de la noche, el cielo encapotado, pero no había frío que hiciera mella en ninguno de los presentes. A la mañana siguiente hubo una rutinaria pasada por la iglesia, donde el padre Vivian dijo algunas palabras que de tan torcidas por su acento casi parecían en inglés, pero por una vez sus interlocutores no tenían problema para entenderle (todos los curas de Suipacha siempre han sido irlandeses, de la orden de los palotinos, lo que daba a las ceremonias por lo menos una pequeña diversión cuando sus acentos deformaban alguna palabra). Todos los parientes cargamos el ataúd, aunque fuese apoyando una mano y sumando un cachito de fuerza. Así fuimos hasta el cementerio de Suipacha, ubicado en la calle Balcarce al fondo (de ahí una deliciosamente morbosa expresión usada solo en el pueblo “se fue para Balcarce al fondo”), donde nuestra sangre descansa desde principios del siglo dieciocho. El cielo cerrado de la noche previa solo había aumentado en su tristeza, de luto por el gaucho que partió hacia los campos del cielo a reunirse con tantos que ya lo habían precedido.
Como un pesado punto final de madera, el ataúd bajó al agujero en la tierra, lado a lado con sus padres. De entre la multitud se abrieron paso los dos sepultureros locales, palas en mano. No llegaron a tirar ni una palada de tierra sobre José que mi padre le salió al cruce al primero y sin mediar palabra le arrebató la pala de las manos, su hermano Lito interceptó al segundo. Si el primero de los Garrahan había de ser puesto en la tierra, sería por manos rotas y llenas de callos producto de haber trabajado esa tierra misma. Ningún ajeno habría de cumplir esta tarea última. A mitad de camino de la labor, viendo los ojos duros de mi padre y cómo sus brazos se ralentizaban de a poco me le acerqué, sin decir nada tomé la pala y continué con la labor. Otro primo, Santiago Garrahan, tomó la otra pala y así seguimos hasta terminar. Nadie dijo nada durante todo el proceso.
Esa tarde presencié algo que hacía años no veía. Para ese entonces la cadera y las rodillas destruidas de mi padre hacía mucho que no le permitían hacer aquello para lo que, y por lo que había vivido su existencia toda: andar a caballo. Ese día me asomé al parque a cambiar el aire en mi cabeza cuando a lo lejos vi al viejo ensillando a Tango, su alazán y salir al potrero. Allí lo miré desde lejos, sin querer inmiscuir en su ritual.
Lo vi galopar grande y en redondo por primera vez en muchísimo tiempo. Caballo y jinete trazaban patrones ininteligibles pero que se sentían cargados de propósito, como los granaderos marchando desde Casa Rosada hasta la Catedral a cuidar del General San Martín, acto que José efectuó infinidad de veces en su tiempo en la capital. Así su hermano, el más chico de los Garrahan, quien solo tenía nueve años cuando fallece su padre, quien infinidad de veces me dijo con una voz inesperadamente suave: “Fue mi hermano, pero más fue mi padre”, se despedía de aquel heroico granadero de a caballo que tanto hizo, a pesar de lo grande de la pechera que le tocó.
De qué hablo cuando hablo de ‘Granadero’
“De acuerdo con el dios al que se debe, la crónica trata de sucesos en el tiempo. Al absorber recursos de la narrativa, la crónica no pretende ‘liberarse’ de los hechos sino hacerlos verosímiles a través de un simulacro, recuperarlos como si volvieran a suceder con detallada intensidad”.
Juan Villoro, ‘La crónica, ornitorrinco de la prosa’
El designio detrás de este segundo texto radica en una intención de dar voz, de visibilizar, de hacer perdurar. El texto, o mejor dicho la crónica, hace todo esto tomando un sinfín de piezas de por dondequiera en el campo de lo literario, como dice Juan Villoro: “…la crónica reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la prosa. De la novela extrae la condición subjetiva, la capacidad de narrar desde el mundo de los personajes y crear una ilusión de vida para situar al lector en el centro de los hechos; del reportaje, los datos inmodificables; del cuento, el sentido dramático en espacio corto y la sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato deliberado, con un final que lo justifica; de la entrevista, los diálogos; y del teatro moderno, la forma de montarlos; del teatro grecolatino, la polifonía de testigos…”[17] En algunas ocasiones puede mencionarse una muerte grandiosa, en líneas dignificantes, como es el caso con la muerte de Angelo Zoni en la primera crónica. Aquí en cambio se va por la vía opuesta, mostrar la caída de José Garrahan en el alcoholismo, de los embates de la vida a los que tuvo que superponerse, esto está pensando en línea con las palabras de Rossana Reguillo cuando nos dice que: “El acontecimiento, el personaje, la historia narrada, pierden su dimensión singular y se transforman en memoria colectiva, en testimonio de lo compartible, de lo que une en la miseria, en el dolor, en la fiesta, en el gozo”[18]. Un poder decir “esta persona existió, estas son las aflicciones que lo hicieron ser quien fue”, llegar a través de aquellos detalles, de aquella muerte al puerto de quien es cada uno. Especialmente cuando se trata de alguien sin voz pública, o que no dejó más testimonio que sus vivencias a través de quienes lo rodeaban.
Esto es reforzado cuando utilizo expresiones locales (“perro atado de las bolas”, “sifón Drago”, etcétera), porque esa es la voz con que estos personajes se expresaban, no se trata de una reversión bastardeada, sino que “Hay realidades que no se dejan contar más que a través de ese lenguaje cotidiano en el que se ha convertido la crónica, al oponerle al discurso oficial unos relatos polifónicos”[19].
Continuando con la estructura del texto en sí, está inspirada, o intenta emular por lo menos la lógica explicada por Roland Barthes en La antigua retórica[20]. Principalmente la Dispositio y su división interna acorde al eje convencer/conmover, de ahí que ambos textos comiencen con aspectos más cercanos a mí, de más pequeña escala, permitiendo al lector entrar en los sujetos y sus mentes antes de pasar al núcleo de desarrollo de datos (Narratio-Confirmatio), para luego volver al aspecto “sentimental” a la hora de cerrar ambas producciones (Exordio-Epílogo). Otro autor que también permite ver algo similar, aunque esto solo sucede en el segundo texto ‘Granadero’ (la ausencia de un personaje en el que hacer foco en ‘Lindo pial’ evita que se le pueda aplicar la misma lógica) es Joseph Campbell y su Viaje del héroe[21], ya que la historia sigue a un “personaje” en su travesía (José) y vemos cómo este es transmutado por los sucesos, para luego volver a donde inicia, pero cambiado, para bien o para mal. Para que se entienda: se parte de lo conocido, Suipacha y el campo, luego tenemos el llamado a la aventura (servicio militar, Golpe, viajes a Brasil e Italia), que hacen a su vez de retos y tentaciones, lo que lo transforma. Los últimos dos puntos, expiación y regreso, se cambian de lugar, ya que podríamos considerar su caída y muerte como la expiación que aquí viene a suceder después de su regreso.
Esta crónica puede ser entendida desde las palabras de Tanius Karam: “No es siquiera el imperio de los hechos que objetivamente son observados por el periodista, sino la mirada que éste tiene sobre una situación, en el que las condiciones aledañas tienen el mismo (o más valor) que el hecho en sí”[22], en el foco no es tanto el hecho en sí, el golpe de 1962, sino el pie que permite a contar esos hechos aledaños, la historia de este personaje que fue José. En esa misma línea continua el autor mexicano: “Como cada género, la crónica ha servido y sirve para contar de otra manera ciertos procesos, condensa nuevos usos y se adapta al paso del tiempo, por ello no sólo sobrevive o se transmuta, sino que resume también formas complejas y contradictorias de vivir y pensar la historia y sus cambios”[23], así como Karam habla de la transmutación de la crónica, considero que ello puede apreciarse en los textos aquí presentados, en la combinación de texto e historia oral lado a lado, complementándose, y entender esto como una de las tantas variantes posibles que la evolución de los dispositivos técnicos (entendidos estos en los términos de José Luis Fernández[24], en tanto objetos físicos con capacidades en contraposición al concepto de medio como sistema de usos y prácticas de una cierta estilística) en los que luego hemos de consumir dichas crónicas, aprovechando al máximo estas nuevas competencias.
Debajo me explayo sobre algunos aspectos específicos que fueron mencionados de pasada durante el texto:
Al respecto de los tambos y la dureza que significa el ser tambero en nuestra patria, permítaseme primero una explicación básica del tambo en pos de la claridad. La palabra tambo proviene originalmente del quechua tampu, que hace referencia al corral donde se ordeñaba a los animales.
En la Argentina actual el tambo, sea este mecánico o manual, es acorde a los recursos de quien lo instale. El formato manual sería el caso de pequeñas comunidades o familias que lo utilizan más que nada como un medio de sustento, dado que el ordeñar manualmente no es condicente con el nivel de producción requerido para generar ganancias y requeriría de demasiada gente y horas de trabajo, haciendo de un trabajo ya engorroso aún más tortuoso. El formato mecánico, por su parte, refiere a tambos que poseen maquinaria que ayuda con el ordeñe en alguno o todos los puntos del proceso, desde boquillas para ordeñar hasta masivas barreras que mueven a los animales como en una cadena fordista a lo largo de todo el proceso antes de que estas regresen a sus lugares de pastoreo o alimentación.
Ahora bien, al respecto del porqué digo que los tamberos no suelen durar es que hay que entender que es un trabajo que inicia, como muy tarde a las cuatro de la mañana casi hasta el mediodía, para después frenar un rato a media mañana, comer, dormir una breve siesta para reponer energías antes de volver a iniciar a la tarde temprano hasta la noche. Y esto se repite todos los días de la semana, ya que los grandes tanques donde se almacena la leche permiten que incluso los domingos los animales sean ordeñados para cuando al día próximo el camión lechero pueda retirar la producción. Por esta variedad de razones es que para los tambos el protocolo es contratar parejas casadas, preferentemente con hijos. El razonamiento es el siguiente: los tamberos casados pasan todo el día trabajando para después volver a su casa donde, teóricamente, todo lo que necesitan ya está ahí y no hay demasiadas ansias de “salir de joda” por las noches, lo que los dejaría crónicamente cortos de sueño. A estos horarios hay que sumar el hecho de que se trata de un trabajo intrínsecamente peligroso. He visto cantidad de tamberos a lo largo de años con manos, piernas, costillas y genitales destrozados por patadas, pisotones, cornadas, topetazos y demás contusiones a manos de animales de más de media tonelada. Lo que me recuerda a un tambero en la zona de Villa Moll (minúsculo pueblo de menos de mil habitantes en el partido de Navarro) que, por haberse dado aires de habilidoso, se metió a un corral lleno de vacas que esperaban su turno para el ordeñe y al querer espantarlas para que avanzaran una de ellas le asentó una patada rápida en la ingle, dejándolo “tuerto” (literalmente, le reventó un huevo).
Finalmente, dije que “…solo uno hallará real gusto por la labor, perviviendo años en el puesto y generalmente dando origen a una familia que continuará el rol de forma cuasi hereditaria”. Este es el caso “ideal”, ya que se trata de familias que se instalan a trabajar en un tambo, producen hijos, estos mismos se crían trabajando desde pequeños in situ, desarrollando un amor por la labor y un conocimiento eidético de las vacas del tambo, sorprendiendo a todos cuando reconocen a los animales por los patrones de su pelaje, recordando al momento su historial de pariciones, niveles de producción de leche, genética de origen y demás detalles, como si tuvieran una planilla de Excel en la cabeza. Este fenómeno lo he podido presenciar a lo largo de mi vida un par de veces, el más sorprendente de estos es un paisano de la zona de Alberti, provincia de Buenos Aires, de nombre Jorge Juancorena, llamado cariñosamente en casa “Juanjorge”. Jorge ejemplifica a la perfección el punto mencionado previamente, dado que nació y se crio en el tambo que ahora él mismo dirige, habiendo aprendido el arte del tambero su padre y tomando el puesto de este cuando ya el cuerpo no le permitió continuar. Él posee una aprehensión intrínseca de los animales con los que trabaja, demostrando compasión y cariño en un ámbito en el que no suele ser la norma. Hasta música clásica les pone a las vacas para ayudarlas durante su pasada por el tambo.
También aparece mencionado el “ILCA”. Quien lea el texto se preguntará por qué figura solo el acrónimo de la compañía y no su nombre completo, como debería ser el formato correcto. Esto es porque, más allá de unas calcomanías despintadas de los noventa (que ya solo sobreviven en mi memoria) con el logo de la compañía, no he podido en meses de investigación de registros de navieras italianas encontrar mención de ella o registro. Lo que sí pude hallar es registro del Siba Brescia, el principal barco en el que transportaban los animales y donde los participantes del presente texto viajaron. Construido en Livorno en 1967, lo que significa que para la época de sus travesías se trataba de una nave nueva. La página de la compañía madre de la nave también está caída en batalla.
Mencionada aparece la idea de “trabajar en sogas”. Esto refiere al arte de la “soguería”, como se lo conoce en el campo. Podría entendérselo como la versión informal del talabartero, ya que no todos los que practican estas técnicas hacen un negocio de ello o trabajan todos los aspectos posibles. En el caso de José es algo que él hizo toda su vida, con amplia variedad en sus producciones, ya que no se trataba solamente de vainas para cuchillos, sino también aperos y recados, y casi cualquier otra pieza que tuviese cuero en su haber. Otros hermanos suyos hicieron uso de estas habilidades en el ejército cuando les tocó su turno en la colimba, al no ser lo más común, por lo general se hallaban exentos de otras tareas militares en pos de reparar las “sogas” de sus regimientos.
Continuando con la misma línea que el punto previo, el sacabocados es una de las tantas herramientas del talabartero. Se trata de un pequeño cilindro metálico con boquillas intercambiables que, como su nombre lo indica, se usa para hacer agujeros de tamaño variable, sea en cintos, frenos u cualquier otra pieza de cuero.
Al respecto de José “allí internado”, esto refiere a como en la parte primera de Historia de la muerte en Occidente, Philippe Ariès explica que: “Se muere en el hospital porque en el hospital se ha convertido en un lugar en el que se procuran cuidados que no pueden procurarse en casa. (…) Todavía conserva esa función curativa, pero un cierto tipo de hospital empieza a ser considerado como el lugar privilegiado de la muerte. Uno muere en el hospital porque los médicos no han logrado curarlo. Se va o se irá al hospital ya no para curarse, sino precisamente para morir”[25].
Un detalle más, sobre José dejándose morir, dice Ariès: “Por la muerte, más aún que por los otros momentos importantes de la existencia, el Destino se revela, y el moribundo lo acepta entonces en una ceremonia pública cuyo rito viene fijado por la costumbre. La ceremonia de la muerte es, pues, por lo menos tan importante como la de los funerales y del luto. La muerte constituye el reconocimiento, por parte de cada cual, de un Destino en el que su propia personalidad no es aniquilada, sino que queda adormecida –requies–. Esta requies supone supervivencia, aunque amortecida, debilitada…” (Ibid., pág. 99).
Continúa el autor francés: “La muerte cesó de ser olvido de un yo vigoroso, pero sin conciencia, de ser aceptación de un Destino formidable, más sin discernimiento. Se convirtió en el lugar donde las particularidades propias de cada vida, de cada biografía, aparecen a la plena luz de la conciencia clara, donde todo es sopesado, contado y escrito, donde todo poder cambiado, perdido o salvado”[26]. Como una mirada atrás, la finalidad de la muerte tiene la capacidad de poner una infinidad de caminos y elecciones en un cómodo formato, cuasi narrativo, que une todo lo previamente sucedido. Intención que esta transmutación de historia en crónica intenta ayudar y ser ayudada por el proceso mismo.
Palabras finales: ‘Una hora prudente’
En la presente tesina de grado se han desplegado dos producciones doblemente propias, propias primero en tanto hechas por mi mano, pero, en segundo lugar, y más importante aún, propias por lo cercano de los temas. Sea en ‘Lindo pial…’, con un trabajo-ritual tradicional como la yerra, entre cuyo polvo, golpes y cuentos me he criado, o en ‘Granadero’, donde toco una serie de temáticas y problemáticas familiares, pero que también afectan a la colectividad irlandesa-argentina en el campo en general, ancladas por el personaje de José Garrahan, mi tío.
Antes de adentrarnos en el porqué de las decisiones desplegadas en estos textos y sus correspondientes bitácoras, o como las he llamado aquí (‘De qué hablo cuando hablo de…’), permítaseme explicar tal titulación. Se trata de una referencia a la obra de Haruki Murakami De qué hablo cuando hablo de correr. En este libro el autor despliega su amor por el correr y las maratones, tema central del libro, pero lo que me llamó más aún la atención cuando lo leí es la manera en que entrevera hermosamente estos aspectos con su escritura, su historia personal, la historia del mundo y tantos otros leves toques de color que elevan al texto muy por encima de una producción puramente al respecto de los aspectos prácticos de como correr una maratón. De ahí que estos pequeños “detrás de escena” que acompañan a las dos crónicas intenten evocar a un autor y una producción de tal tipo, al menos en su titulación y en la presencia de pequeñas historias o detalles que “corren” en paralelo a la intención principal de dar peso y valor académico a los textos en sí por medio de referencias a variedad de autores, pero nunca olvidando a los personajes que del texto forman parte.
A la hora de escribir estas dos crónicas no podía dejar de pensar en dos conceptos que esta carrera me ha dado, uno aprendido al comienzo y otro comprendido bien al final del camino. Estas dos ideas son, por un lado, la idea de la red infinita de la semiosis social en Verón[27] y el concepto de point de capiton[28] en Žižek. La red infinita no paró de desplegarse frente a mí a lo largo de todo este proceso, ya que línea a línea me iba dando cuenta de cuanto más quería agregar y expandir los conceptos presentados al respecto del campo, sus prácticas y costumbres. Al momento en que terminaba de explicar una idea en ‘Lindo pial…’ tres más aparecían, y en mi mente eran tan cruciales para entender el concepto base como las otras diez que a su vez se abrían de ellas, como uno elige su propia aventura sin fin, ramificaciones eternas hasta los confines de la tradición. Por más que eligiera y cercara mi objeto de estudio, por más delimitadas que estuvieran las condiciones de producción y de reconocimiento, me preocupaba la posible falta de intelección al respecto de los datos presentados, de la información dada. Ni hablar sobre el momento de mencionar aspectos más conflictivos, como el ejercer violencia sobre los animales a la hora de los trabajos en el campo (una de las víctimas de esto fue un apartado sobre la carneada, hito fundante de la sociabilidad y supervivencia en el campo, ya que las familias se organizan para carnear y compartir la producción de la faena, la cual de manera muy similar a lo que digo al respecto de la yerra en tanto área de prueba para los menores de las familias, en la carneada sucede lo mismo, evocando incluso legados familiares que sirven como emblema de orgullo y habilidad: “vos sos como tú tío Jackie, hábil y rápido con la sierra de partir huesos…”), pero ante el temor al respecto de la multiplicidad de decodificaciones[29] posibles que de estas palabras se pudiera hacer, acabé por cercenar ramas de exploración en pos de algún grado de claridad mayor para el lector. Tal vez si este texto está a la altura de la academia pueda algún día volver sobre él y expandirlo.
Toda esta duda interna nos lleva al segundo concepto referido anteriormente, y que tanto me ayudó: la idea de point de capiton en Žižek. De la misma forma en que Verón nos dice que debemos de cercar y saturar a nuestro objeto de estudio a la hora de su análisis, el concepto de point de capiton (hablando mal y pronto: el punto de anclaje) me sirvió para diagramar puntos centrales de los cuales no podía correrme en demasía. Esto puede apreciarse en los gráficos que se hallan al principio de ambas secciones ‘De qué hablo cuando hablo de…’, donde esos queridos mapas conceptuales funcionaron como la cristalización de dichos puntos de anclaje. Sea tradición, sea historias, sea prácticas concretas, sino habría apartados enteros al respecto de los distintos tipos de lazo (su nivel y cantidad de trenzas, lo cual afecta los tiros que se pueden afectar, además de simbolizar la variedad de “escuelas” de técnicas que existen), o de qué aceros son más valorados en el campo por su fama y su cuño (una pequeña ayuda, entre más viejo y británico o germano, mejor, en oposición si la hoja brilla o es “espejada”, lo más probable es que sea una porquería lustrada para engañar a los que no saben). A Žižek no le ofendería demasiado que use tan libremente sus ideas, estoy casi seguro.
Desde la atemporalidad pluridimensional desplegada ‘Lindo pial…’, algo a lo que hago referencia en el texto mismo en distintas ocasiones cuando hablo de que si alguno de los primeros viejos de la familia apareciese mágicamente en una yerra nuestra en el presente no se sentirían descolocados. El hecho de que tanto prácticas como herramientas, ni hablar de que los campos sean los mismos (aunque tal vez los postes de los alambres estén un poco más prolijos), o el simple hecho de que sigamos contando las mismas historias que nos llegaron de su tiempo, hace que tanto el trabajo como la historia de él sean básicamente atemporales (sans los QR). Por su parte ‘Granadero’ cuenta con una estructura cronológica más lineal, en tanto se trata de una historia de vida, que a su vez tiene por puntapié un hecho histórico concreto. En ella se puede ver un principio y un final claros, con una correspondiente transformación del personaje principal, de ahí que su estructura me remita, como dije previamente, al viaje del héroe de Campbell. Ayuda a esta comprensión lineal la presencia de un mismo personaje a lo largo de todo el texto, que se va moviendo de “escena en escena”, por decirlo de alguna forma. Esa es también la intención “novelesca” detrás de los separadores en pequeños capítulos que esta crónica posee y la de ‘Lindo pial…’ no. Dar esa sensación de que se está avanzando hacia un final concreto. Ya que básicamente esa es la gran cualidad de la crónica moderna, permitirnos tal surtido de recursos para arribar al puerto discursivo que uno tiene en mente y espera que el lector pueda recorrer (y disfrutar).
Hay otro concepto que también ha funcionado más de fondo en esta producción, la idea de efecto de realidad, de Roland Barthes. A grandes rasgos, esta idea refiere a la presencia de “detalles inútiles”[30] cuya función no solo es principalmente estética, sino, como bien lo denomina el autor, generar esa impresión de realidad. Detalles que dan color y sabor al texto, aspectos tan cruciales en la edificación de una buena crónica. Enumeraciones que, por mundanas que “suenen”, permiten al lector perderse en la normalidad presentada, y tal vez incluso reconocerse en ciertos aspectos. En esta misma línea, y reforzando tal idea de “realidad”, pero desde otro lado, han operado en las presentes producciones las ideas al respecto de la ficcionalización previamente expuestas de J. J. Saer, así como las de María Rosa del Coto y Graciela Varela al respecto de la ficción/no ficción[31]. La ficción, lo verosímil, sus usos y aplicaciones en las producciones escritas, son herramientas estéticas tan importantes a la hora de la escritura, sin el “color” que las materias de la especialización de periodismo y los talleres imparten, porque no todo es pirámide invertida, nunca se llegaría a un A sangre fría u Operación Masacre. A algo hay que aspirar.
A fin de cuentas, estas piezas tomadas de todos lados para construir las crónicas aquí presentadas continúan la noble tradición en la cual el género mismo se funda, como dice Martín Caparrós: “La premisa es sencilla: aprender a pensar un reportaje, una entrevista como un relato; tratar de usar las herramientas del relato para mejorar la descripción del mundo que hacemos en los textos periodísticos. Robarle a la novela, al cuento, al ensayo, a la poesía lo que se pueda para contar mejor. El celebrado ornitorrinco de mi amigo Villoro. (Aunque, si debemos buscar nuestros símiles en la naturaleza de Oceanía, diría que para mí la buena crónica es un kiwi: no se sabe si un pájaro o un fruto, si hay que correrlos o pelarlos. Esa indefinición genérica, esa capacidad de confusión es, creo, lo que más me conquista de la crónica)”[32].En esa naturaleza maleable yace su gran gracia y principal fuerza, capacidad que aquí me ha permitido hablar del campo (siempre que lo escribo así dudo si lo estaré confundiendo con el término de Bourdieu) en el que me crié, cruzándolo con variedad de relatos y aspectos históricos nacionales; por medio a veces de citas directas, a veces alusiones, a veces teorizando diálogos, trazando códigos, o pactos[33] , con el lector. Esperando haber creado algo digno de ser leído.
Para finalizar las observaciones y comentarios aquí desplegados en clave de conclusión, en este trabajo en el que tantos sucesos se contaron, permítaseme uno más antes de apagar la luz y cerrar todo. Entre las tantas historias que circulan en la familia hay una cuya intención fue transmutando de cuento en dicho de uso diario con el pasar del tiempo. El cuento, que además es el título esta sección final, es el siguiente:
Lo que de esa historia se transformó en un dicho ubicuo de toda reunión familiar es justamente aquella expresión con que Willy se despide: “…una hora prudente”. En toda comida entre los Garrahan esto será escuchado numerosas veces cuando la jornada esté por concluir, cuando los viejos y no tan viejos amagan con levantarse, solo para que alguno los haga volver a “echar culo” en el banco al servirles de prepo un vino más, típicamente acompañado con el pedido de que cuenten sobre aquel potro, cría de tal y cual, que les trajeron una tarde de invierno y que quebró a dos antes de que le calmaran los humos. Estas palabras de salida son escritas aquí con ese mismo propósito, señalar que es hora de partir, antes de seguir ocupando más tiempo de los lectores, antes de que el impulso de hacer otro cuento tome control de mis manos y esta tesina gane otras diez páginas de referencias oscuras a más personajes del campo, ya muertos hace tiempo. No tanto un cierre académico clásico, pero para ese aspecto ya estuvieron los detrás de escenas y sus referencias a la bibliografía utilizada. Así que, con el permiso de los presentes, creo que es una hora prudente para que yo me vaya.
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‘La crónica, ornitorrinco de la prosa’: https://www.lanacion.com.ar/cultura/la-cronica- ornitorrinco-de-la-prosa-nid773985/
El viaje del héroe en forma de gráfico: https://historiadelcine.es/glosario-terminos- cinematograficos/viaje-heroe-joseph-campbell-12-pasos-ejemplos/
Enlace a todos los audios en Soundcloud: https://soundcloud.com/ian-garrahan Storybord ‘Antorcha Bouchard y los aquagauchos’: https://www.youtube.com/watch?v=82GJ_zYfISE
Al respecto de Verón y la red infinita de la semiosis social:
Más sobre Zizek y el point de capiton: https://www.pensamientocritico.info/articulos- 1/otros-autores2/psicoanalisis-y-politica-la-teoria-de-la-ideologia-de-slavoj-zizek.html
Agradecimientos
A mi madre, por no haberme contestado sino obligado a buscar un diccionario cada vez que preguntaba por alguna palabra desconocida. Por los libros que me ha tirado por la cabeza y el amor por la lectura que en mí cultivó.
A mi padre, por los cuentos (y la aclaración siempre presente de que no son cuentos, sino historias) que siempre me hizo y que han llenado esta tesina, y principalmente el repertorio de dichos que uso ad nauseam día a día.
A mi hermano, por la suerte de habernos criado juntos, de haber jugado todo cuanto se nos cruzó por delante, siempre compartiendo gustos. Por las cagadas que nos mandamos y nos hemos cubierto mutuamente.
Al Chechu, Huevo, Mincho, Pedro “pelado tell me the future”, el Negro Perroni, el Niño Rodríguez-Gmail, Jacqui “lady darks” y a “Marito” Beker (que han leído y corregido esto casi tanto como si fueran mis tutoras), el Chona y tantos otros amigos con sobrenombres ridículos que no han hecho más que alegrarme la vida con su presencia. Por haberme aguantado cada vez que me largaba en un discurso de media hora al respecto del último dato de color descubierto. Hace poco leí que hay millones de personas en esta tierra sin un amigo real, yo he sido bendecido con una parva de los mejores.
A la más grossa Marcela Pupo y Spencer Prego, por años de charlas bajo las arcadas de la Aduana de Taylor y el criterio estético para salvar aquello que mis palabras no alcanzan a cubrir.
A mi tutor el gran Osvaldo Beker, por aguantar mis abundantes gerundios y tiempos verbales confundidos, por los mensajes y dudas cayéndole a lo largo de sus travesías.
Como siempre se dijo en casa, “pobres de los demás que no tienen nuestra suerte, de estar tan bien acompañados”.
Y finalmente en honor al tío Jackie Garrahan. Estoico paisano, hábil usuario de alpargatas sin medias en los más duros inviernos, al que vi sonreír por primera vez a mis 15 años, una tarde de sobremesa y él muy en pedo. Buen viaje tío, a donde sea que hayas ido te esperan gauchos y familia de a montones. Te quiero y extraño.
Este texto corresponde a la tesina de grado de Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias Sociales Universidad de Buenos Aires, elaborada bajo la tutoría de Osvaldo Beker, a quien agradecemos, como a la Universidad, poder publicar el trabajo en fronterad.
Notas:
[1] En palabras del cineasta Raúl Perrone en su decálogo al respecto de cómo encarar un rodaje: “4) Utilizar sonido directo. Si es muy bueno, ensuciarlo (…) 9) Grabar la música en un porta-estudio, si pasa algún carro o ladra un perro, mejor…”.
[2] Tito Saubidet (1986), pág. 291.
[3] L. Borges, ‘Hombre de la esquina rosada’, pág. 4.
[4] Mauss, M. Ensayo sobre el Don. Introducción, pág. 74.
[5] Benjamin, W. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, apartado IV ‘La destrucción del aura’, pág. 47.
[6] Kojève, A. La dialéctica del amo y del esclavo, pág. 3.
[7] Merleau-Ponty, M. ‘La espacialidad del cuerpo propio y la motricidad’, pág. 3.
[8] pág. 9-10.
[9] Bourdieu, P. Los modos de la dominación, pág. 7.
[10] Bleichmar, S. De la autopreservación de sí mismo al cuidado del semejante, pág. 189.
[11] Bourdieu, P. La economía de los intercambios simbólicos, pág. 12
[12] Vernant J. P. ‘La bella muerte y el cadáver ultrajado’, pág. 46, en El individuo, la muerte y el amor en la Antigua Grecia.
[13] pág. 64-65.
[14] Reguillo, R. Textos fronterizos. La crónica, una escritura a la intemperie, pág. 63.
[15] Saer, J. J. ‘El concepto de ficción’, pág. 2.
[16] Si dice “herejear” al respecto de maltratar algo. En este caso “herejear” un cuchillo sería utilizarlo sin cuidado del filo, golpeando y haciendo fuerza entre los huesos del animal para despostarlo ya que no se conoce la correcta vía para hacerlo sin dañar la hoja. Encontrar coyunturas a pulso y desarmarlas con unos pocos cortes sin tocar los huesos es de las más grandes pruebas de destreza desplegadas en una carneada. Al punto que muchos le pedirán a algún viejo que tengan cerca que se las “marque” con su hoja antes de continuar, ya que el desconocimiento es entendible, pero el “herejear” a lo bruto una hoja por no preguntar y en clave de altanería es de los peores crímenes posibles.
[17] Villoro, J. ‘La crónica, ornitorrinco de la prosa’, párrafo 10.
[18] Reguillo, R. Textos fronterizos. La crónica, una escritura a la intemperie, pág. 62.
[19] pág. 64.
[20] Barthes, R. La antigua retórica,0.4. La máquina retórica y B.1. La Inventio, pág. 43-45
[21] Campbell, J. El viaje del héroe.
[22] Karam, T. ‘Representaciones de la Ciudad de México en la crónica’, pág. 56.
[23] pág. 57.
[24] Fernández, J. L. Los lenguajes de la radio. Reflexiones al respecto del dispositivo técnico.
[25] Ariès, P. Las actitudes frente a la muerte. ‘La muerte vedada’, pág. 85.
[26] pág. 100.
[27] Verón, E. La semiosis social, capítulo 4 ‘Discursos sociales’; capítulo 5 ‘El sentido como producción discursiva’.
[28] “…la ideología se genera a partir de la intervención contingente de un punto de acolchado, point de capiton, en el deslizamiento metonímico de los significantes que, a través de la intervención de un corte metafórico representa un punto de excepción que mantiene su identidad a través de todas las variaciones del significado” (Žižek, 1992: p. 141) [6] y fija la relación entre los significantes y el significado. Este point de capiton unifica la cadena de significantes de la ideología pero no a partir de un significado trascendente sino en la medida en que es el mismo significante al que refieren todas las producciones de significado. A través de la intervención de este “por lo menos uno”, de este significante apartado de la cadena de significantes, que resulta dentro y fuera de ella, es como se fijan las asociaciones entre los significantes pasando a significar la presencia del point de capiton.”. Cala, G. en La ideología en el pensamiento de Slavoj Žižek, pág. 26.
[29] “Identificamos tres posiciones hipotéticas en relación a qué tipo de decodificaciones (…) La primera posición hipotética es la posición hegemónica-dominante. Cuando el perceptor toma el significado connotado de, por ejemplo, un noticiero o programas de entretenimiento televisivo en forma completa y directa y decodifica el mensaje en términos del código de referencia en el cual ha sido encodificado, podríamos decir que el perceptor está operando dentro del código dominante. Este es el caso típico-ideal de comunicación ‘perfectamente transparente’. (…) La segunda posición que podríamos identificar es la del código negociado. (…) La decodificación en la versión negociada contiene una mezcla de elementos adaptativos y oposicionales: se reconoce la legitimidad de las definiciones hegemónicas al hacer las grandes definiciones (abstractas), mientras, en un nivel situacional (situado) más restringido, se hacen sus propias reglas fundamentales –se opera con excepciones a la regla. (…) Finalmente, es perfectamente posible para un perceptor entender tanto la inflexión connotativa como la literal dad por un discurso, pero aún así decodificar su mensaje en forma totalmente contraria. El mensaje es destotalizado en el código referencial, para volver a totalizarlo dentro de ciertos marcos de referencia alternativos”. Hall, S. en Codificar y decodificar, pág. 9-12.
[30] “…en el relato, ¿es todo significativo? y si, por el contrario, existen en el sintagma narrativo algunas lagunas insignificantes, ¿cuál es en definitiva –si se nos permite la expresión– la significación de esta insignificancia? (…) puesto que en la medida en que el discurso no fuera guiado y limitado por los impulsos estructurales de la anécdota (funciones e índices), ya nada podría indicar por qué suspender los detalles de la descripción aquí y no allá; si no estuviera sometida a una elección estética o retórica, ninguna ‘vista’ podría ser agotada por el discurso: siempre habría un rincón, un detalle, una inflexión de espacio o de color que referir…”. Barthes, R. en El efecto de realidad, pág. 3-5.
[31] “…la distinción entre ficción/no ficción requiere siempre la inclusión del discurso dentro de una serie discursiva; serie que regula los procesos de recepción. La existencia de metadiscursos acompañantes, o las vinculaciones entre el texto y los enunciados factuales, o la dimensión perlocucionaria de los discursos (sus efectos, desde una perspectiva pragmática) definen su régimen y sus reglas de lectura e interpretación. (…) las operaciones de puesta en discurso ficcionalizantes y autentificantes devienen de macrorreglas configuracionales que operando en recepción, permiten asociar los discursos –en términos de mayor/menor grado de adscripción– a los regímenes de lo ficcional o lo no ficcional”. Del Coto, M. R. y Varela, G. en Ficción y no ficción en los medios. Abordaje semiótico sobre sus mixturas, pág. 12.
[32] Caparrós, M. Lacrónica, Sección 2, pág. 5.
[33] “Si se entiende como literatura el intento de encontrar formas escritas de contar el mundo, lacrónica entra en esa lista. La diferencia clara está en el pacto de lectura, el acuerdo que el autor le propone al lector: voy a contarte una historia que sucedió, que yo trabajé para conocer y desentrañar –sería el pacto del relato real–. Voy a contarle una historia que se me ocurrió, donde el elemento ordenador es mi imaginación –propone la ficción–. Y el pacto, por supuesto, no siempre se cumple y los elementos siempre se mezclan pero, al y al cabo, en algo hay que creer”. Caparrós, M. Lacrónica, Sección 2, pág. 4.