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Mientras tantoCrónicas desde Ayamonte, 4 - Un Everest y una sandía

Crónicas desde Ayamonte, 4 – Un Everest y una sandía


Subir, pisar y bajar la tierra del Everest cuesta hoy cerca de 100.000 €. Basta la cantidad, querer estar en lo más alto de la Tierra unos segundos y bajar para contarlo.

Cuando T. Mann publicó La montaña mágica en 1924 aún no se había llegado:

Podía decirse que la palabra «inaccesible» ya no existía, pues no quedaba lugar en la Tierra donde el hombre no hubiese puesto el pie. Naphta apuntó que eso era una pequeña exageración y una fanfarronada. Y citó, por ejemplo, el Everest, que hasta la fecha se resistía a la curiosidad de los escaladores y no ofrecía visos de dejarse conquistar por nadie.

Hoy vuelvo a hablar con Naphta y le comunico que no solo se ha conquistado todo:

La primera vez, Leo, que se subió (nosotros, los seres humanos) a lo más alto de la Tierra fue en 1953. Díselo también a Settembrini y Hans. Thomas M., vuestro creador, debió saberlo, pues murió en 1955.

Mis padres empezaron a nacer un año después, llegaban a la Tierra. 

Esa tierra del pico más alto del Everest está conectada con la que pisamos y tocamos en cualquier parte de Europa, en España, en la provincia de Huelva. La tierra de Lepe, por ejemplo, muy cerca de Ayamonte, desde donde sigo escribiendo. Junto al cementerio, y al Mercadona, Leroy Merlin, Decathlon y Burger King, se encuentra uno de los asentamientos chabolistas de inmigrantes más grandes de España. Son los que recogen la fruta durante todo el año, fresa, nectarina, naranja, arándano, etc. Hace unos días ardió una parte. La tierra está quemada. Camino por el medio y entre sus calles de polvo. Están levantando todo de nuevo, con trozos de madera y juncos. Son sobre todo africanos, hombres. Las casas que no se quemaron, al otro lado del asentamiento, están recubiertas de plástico. Hay lugares para amontonar la basura. Escuchan música, beben algo. Charlan al atardecer. Huele a comida especiada. Van a por agua a la fuente del cementerio, rellenando garrafas que suben con bicicletas. Compran pollo congelado en el Mercadona, donde el suelo reluce. El supermercado está lleno, filas y filas, esperando a pagar. La mitad de los que veo son inmigrantes. Queda poco para acabar el ayuno del Ramadán y hay mujeres con velo que aguardan fuera.

He aprovechado el fin de semana para ir a ver.

Suenan ocho campanadas de la iglesia de Lepe.

De camino al centro las señoras están saliendo al fresco con sus sillas, como recuerdo que se hacía en El Toboso, el pueblo de mi madre y Dulcinea. Cenábamos al anochecer pisto manchego con huevo mojando pan, y de postre sandía o melón de las huertas cercanas, o de Herencia si no. Jugábamos con la pepitas, en el suelo las confundíamos con hormigas negras y grandes. De una pipa enana saldría una sandía gigante si la echabas en la tierra y regabas, era maravilloso e increíble. Nos gustaba seguir los caminos que hacían las hormigas desde el hormiguero, parecían carreteras oscuras serpenteando. 

Suenan nueve campanadas.

En la iglesia más grande del Toboso también retumbaban.

Me pregunto, al mirar el azul del cielo y ver un avión cruzando, cuánto cuesta un barco de crucero y sus cruceristas sobre él, cuánto contamina moverlo una milla náutica sobre el mar, cuántos desechos genera, cuánto pesa sobre el astillero antes de navegar.

Un quilo de sandía cuesta cerca de 0.30 €, veo en un supermercado. 

Quizás un barco de crucero sea lo más pesado hecho por el ser humano sobre la Tierra.

Otra pregunta es cuánto pesaría el Everest desgajado de la tierra. 

Y me viene a la memoria, antes de acabar, un relato que leí hace tiempo:

El excesivo peso de las enormes ciudades había hecho que la Tierra se desequilibrase en su órbita, pues la otra parte, al otro lado, no había logrado equilibrar el exceso. La tierra se hundía. Pesábamos demasiado de un lado. El equilibrio de gravedad había sido roto. Poco a poco nos alejábamos de nuestra órbita. Todos nosotros.

Así acababa el relato.

*

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