Y entonces a las diez de la mañana me cruzo en la plaza Jacinto Benavente con un hombre delgado, cuarenta años, borracho, vestido con un impermeable azul, que seguramente se dirige a desayunar en el comedor Ave María, en cuya puerta aguarda una larga fila, ni una sola mujer.
«Yo también soy un padre muy rabínico», me dice o le dice a mi barba, al sombrero y al abrigo oscuro.
«Yo también soy un murciélago», oigo ya a mi espalda.