La pasión estética, que consuma nuestra normalización con una simetría risueña, publicitaria y celeste, odia la verdad perturbadora de la belleza. Como el sufrimiento de los otros, la belleza es hoy parte del entretenimiento. Y estamos obsesionados con el entretenimiento porque no nos tenemos.
No soportamos la existencia. No hace falta leer a Lacan ni al Comité Invisible para constatar esto. La manida muerte de Dios, el paso de lo absoluto de la muerte a un estado larvario, ha supuesto también la agonía de la existencia como algo distinto a la identidad socialmente reconocible. Toda nuestra industria de la agonía, con su correlato espectacular de cruel indiferencia, nace de esta primera aversión al reto de vivir.
¿Qué esconde hoy el hombre para que huya de este modo? ¿Qué es lo que oculta tras esta apariencia de estar embrujado, acoplado a estrategias, dispositivos y tecnologías? Ingestas de series minoritarias, tribus radicales, sexualidad tántrica, ecoansiedad, crímenes sofisticados, cocina de fusión, pornoterrorismo y música tecno. A su manera pacifista o agresiva, también en su empeño de olvidar la tragedia del pasado volcándose en la banalidad de la comedia, el universo hispano (feo, católico, sentimental, dice Valle de uno de nuestros personajes) encarna una versión muy contemporánea de la cultura occidental.
No obstante, continúa siendo un buen observatorio de la mutación en curso debido a que lo mundial llega a nosotros filtrado por la distancia anímica que todavía guardamos con este enfriamiento local, a cámara lenta, que ha elegido la humanidad que se considera a sí misma de vanguardia. Al precio de ignorar democráticamente a la oscura multitud de las afueras.