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Mientras tantoCruzando el Check Point en Israel

Cruzando el Check Point en Israel

La fábrica de historias   el blog de Iara Matiñán Bua

 

Siempre me he definido con una mujer que encierra tres personalidades distintas: una periodista fuerte, que como todo periodista de raza ha de tener las agallas para cruzar a Gaza, vivir en un gueto sudafricano, o entrevistar a una prostituta sin que rompa a lágrimas al escuchar su testimonio; una mujer latina que defiendo y defenderé hasta el final de mis días que la mujer es igual al hombre, que tiene la misma libertad y fortaleza para luchar por sus sueños, ya que somos leonas con garras cuando queremos; y una escritora sensible, que como todo escritor cuando pulsa las teclas lo hace desde adentro, desde sus entrañas, compartiendo su “mismidad” con el lector. Esta experiencia la escribo como escritora, aunque la haya vivido como periodista y sentido como mujer.

 

Perdonad que no me haya presentado en mi primer post, ni que no haya explicado porqué un buen día decidí coger la maleta y volar hasta Israel-Palestina, el ombligo del mundo, en vez de estar tranquilamente en zapatillas en mi casa. Mi anterior experiencia había sido en Sudáfrica, tal como está documentado en mi web www.lafabricadehistorias.com, agradezco también a Raquel Gorrochategui toda su ayuda para que la web naciera, investigando la vida de los coloureds en los guetos de Ciudad del Cabo.

 

Pensaba que el Muro de Belén era el nuevo Apartheid del Siglo XXI, y realmente quería ver con mis propios ojos si Israel era tan malo como la prensa europea estaba escribiendo. Mi proyecto era bien claro: vivir en los dos lados escribiendo los testimonios de la gente, manteniéndome imparcial porque, en el tiempo en el que decidí estudiar periodismo, un reportero era una persona culta, con valor y objetiva; es decir: alguien al que se respetaba. Por desgracia hoy en día, las agencias que actúan como propaganda de políticos y la prensa rosa están acabando con esa figura de periodista serio convirtiéndolo en periodista sin valores y sensacionalista. No es mi caso, ya que todo lo que vivo lo publico en este blog, y no lo hago por dinero, sino porque creo en el viejo periodismo, en el que va a los lugares más apartados del mundo con la simple intención de descubrir la verdad con sus propios ojos.

 

Antes de venir contacté con varias organizaciones gallegas comentándoles mi proyecto: vivir a ambos lados del muro. En concreto con la organización Asociación Galega de Amizade con Israel, cuyo presidente es Pedro Gómez Valadés, y con la Fundación Araguaney, dirigida por el periodista palestino Ghaleb Jaber. Gracias a los dos he entrevistado y seguiré entrevistando a los personajes que aparecen en mi blog.

 

Como muchos sabréis estoy viviendo en el Kibbutz Ein Hashofet, debido a las gestiones que Pedro hizo para ponerme en contacto con ellos. El Kibbutz no me confirmó mi plaza hasta dos días antes de venir, yo ya tenía comprado el billete a Tel Aviv. Lo había pagado de antemano por una razón muy simple: Porque en un primer momento no iba a vivir en Israel, sino en Palestina, en el campo de refugiados de Aida, situado en Belén, West Bank.

 

Los motivos de por qué decidir cambiar en el último momento mi destino se deben como todo a casualidad, entendiendo que yo no creo en las casualidades, sino que las cosas pasan por una razón en concreto. Casualidad unida a seguridad, acceso a la información, y miedo que tenía de cruzar la frontera a Palestina sin autorización.

 

Un gran escritor británico que lleva siete años viviendo en el campo de Aida fue mi contacto antes de reservar el billete a Tel Aviv.

 

—Cuando llegues al aeropuerto y te pregunten por qué estás aquí no les digas que eres periodista y que vas a trabajar como voluntaria en Palestina, ni siquiera menciones Palestina. Simplemente contesta que eres una turista que quiere visitar las ciudades israelíes, o que te interesa la historia cultural como cristiana.

 

Leyendo la prensa británica encontraba historias como esta, en la que la policía israelí fusila el Macbook de una niña por haber hecho fotos sobre Palestina. En definitivo, miedo fue lo que sentí, miedo incluso antes de llegar.

 

Pero el miedo no me impedió continuar mi viaje.

 

Aterricé en el centro del mundo. Sentí el calor femenino de Tel Aviv, la cual la he comparado con una mujer en mi  anterior post publicado en FronteraD, y me pareció increíble que un país tan cálido y hermoso fuese tan violento y desgarrador. Siempre me han llamado la atención los atardeceres de todos los países en los que he vivido. En Sudáfrica las puestas de sol eran intensas, doradas como el oro; en Europa suaves, con rosas y azules pasteles. En Israel el Sol se vuelve, literalmente, rojo, lleno de sangre, como una mujer bella y guerrera.

 

—Este país es hermoso, pero por desgracia está loco. Me dijo una señora israelí en el tren del aeropuerto al hotel donde pasé mi primera noche, mientras leía las historias de los palestinos que vivían en el campo de Aida.

 

Cuando llegué al Kibbutz Ein Hashofet, situado al Norte de Israel, la vida me pareció simplemente: sencilla. En el Kibbutz no tienes que preocuparte de nada porque incluso doblan tu ropa limpia por ti; solo tienes que trabajar ocho horas en una fábrica. Es una de las grandes ventajas de la vida en comunidad, tú eres parte de la comunidad y ella es parte de ti. Todos son de todos.

 

La fábrica en la que trabajo se llama Eltam, y básicamente mi tarea es colgar baterías en una máquina de siete de la mañana a cuatro de la tarde. A cambio, el Kibbutz me da comida, alojamiento y un minisalario con el que viajo los fines de semana para entrevistar a gente a ambos lados del muro. Trabajando en Eltam he tenido la oportunidad de encontrarme a gente del Kibbutz, quienes creían en el socialismo y en los ideales comunistas fallidos, a voluntarios venidos de todas partes del mundo, y a jóvenes israelíes quienes han pasado recientemente por el army (en Israel es obligatorio que mujeres y hombres ingresen en el ejército durante dos años).

 

Nada más llegar empecé a vivir como voluntaria, olvidándome por un segundo que mi misión era escribir.

 

—Me siento culpable, la semana que viene voy a alquilar un coche con el resto de los voluntarios y recorrer Israel- le dije a uno de mis compañeros, ex-soldado israelí, en una conversación fuera del Kibbutz, bajo el increíble cielo estrellado, ya que en este rincón anochece a las 17:00h.

 

—¿Y cuál es el problema?, me respondió.

 

—El dilema es que he venido para documentar el conflicto entre Israel y Palestina, porque soy periodista, no para viajar  turista y divertirme en discotecas como si nada pasara.

 

—Quizás eso es lo que haga que tus artículos sean diferentes —me respondió con mirada honesta—, que en lugar de venir a mi país y escribir lo malo que somos. como el resto de los periodistas europeos, escribas sobre que somos gente normal, que nos gusta divertirnos, tomar café, disfrutar de un buen rato con nuestros amigos, y no llevar fusiles y uniformes de soldados. Además, sé que en algún momento publicarás todo esto que te estoy diciendo, así que debo de tener cuidado contigo, a fin de cuentas, eres una periodista, y los periodistas siempre buscan historias.

 

Él tenía razón, escribiría sobre su conversación, sobre la razón que tenía al estar harto de que los medios europeos reporten que los soldados israelíes son asesinos despiadados, cuando en realidad son niños adolescentes que tienen las mismas inquietudes y miedos que cualquier chic@ de 18 años, simplemente que ellos están obligados a formar parte del ejército por haber nacido en el país más conflictivo del mundo.

 

Pero todos tenemos un destino, una causa, un motivo por el que nos levantamos todas las mañanas para respirar, para vivir. Seguramente él estaba destinado a ser un gran soldado en caso de que una guerra contra Irán estallase y el ejército le movilizase, y yo estaba destinada a escribir sobre este pequeño país en el que vivo. Sabía que mi misión era cruzar el muro y ver que es lo que pasa “al otro lado”, como escribí en mi primer post. Oír la voz del otro. Y así lo hice.

 

Contacté por internet con la embajada de Palestina en el Reino Unido, en concreto con su responsable en prensa, Sabah Gilani, de nuevo otra mujer guerrera. Sabah se puso manos a la obra cuando le dije: “Hola, mi nombre es Iara Mantiñán y soy una escritora que vive en Israel. Te escribo porque necesito tu ayuda para que me pongas en contacto con familias palestinas, ONGs, o cualquier persona que viva al otro lado del muro y quiera contarme su historia”.

 

Al día siguiente me mandó un mail con personas de contacto. Fue entonces cuando el destino de nuevo, con sus buenas jugadas, quiso que en la infinidad del universo humano apareciera un nombre: el del escritor palestino Tahseen Yaqeen. Sobre mi encuentro y entrevista con Tasheen escribiré en el siguiente post.

 

Escribí un email a Thaseen pidiéndole que me acogiera el viernes de noche en Ramallah, ya que una periodista voluntaria no tiene dinero para pagar hoteles, y que me gustaría documentar cómo vive una familia palestina al otro lado del muro. Tahseen me llamó al instante a mi móvil sin conocerme diciéndome que estaría encantado de ayudarme con todo lo que necesitara.

 

El plan estaba preparado: salir del Kibbutz el viernes de mañana, llegar a Jerusalén, coger un bus a Belén, Palestina, cruzando el Check Point, entrevistar al escritor inglés, viajar en otro bus hacia Ramallah, West Bank, Palestina, y pasar el día con la familia de Thaseen.

 

—Me voy a Palestina este fin de semana a visitar un campo de refugiados y a vivir por un día con una familia árabe ¿Quieres venir?, le pregunté a Pamela, mi compañera ecuatoriana de habitación del Kibbutz.

 

—Dale flaca, me respondió segura de sí misma. De nuevo el valor que tenemos las mujeres para enfrentarnos a lo desconocido con confianza en nosotras mismas.

 

Llegar a Jerusalén y encontrar un bus para Belén no fue nada difícil, como tampoco lo fue dar con el campo de refugiados. Pero encontrarme cara a cara con el escritor inglés y con el director del campo fue otro cantar.

 

—Hola, toma asiento. ¿Has venido con una amiga, no?, me preguntó el director del campo.

 

—Sí, se llama Pamela, es mi compañera de habitación del Kibbutz.

 

—¿Puedes explicarme por qué has decidido vivir en un Kibbutz? ¿Sabes que los Kibbutz dieron origen a la ocupación actual que padece mi pueblo palestino por parte de Israel? ¿Sabes que la mayoría de la tierra de los Kibbutz fue confiscada de los palestinos, y que trabajando con ellos estás apoyando la ocupación y el dolor que causan a mi pueblo?

 

Fue entonces cuando me di cuenta de que el tono de la conversación era claramente “enojado” y que estaba con tres hombres en una habitación, junto con mi compañera ecuatoriana en un campo de refugiados palestino. En ningún momento sentí miedo, ni inseguridad, pero sí tensión. Estaba claro que la idea de vivir en Israel no les había sentado muy bien, y que tampoco compartían mi proyecto de ser imparcial.

 

—No lo entendimos —me dijo el escritor—. Vimos tu website sobre Sudáfrica, hablamos contigo antes de venir, dijimos de hacer talleres de escritura creativa con los niños palestinos…, y en el último momento te vas a Israel, ¿por qué?

 

—Te llamé nada más llegar explicándote la situación. Me fue imposible conseguir una visa como voluntaria para realizar mi proyecto en Palestina, porque no existe Estado palestino. Mi idea era trabajar en el Kibbutz entre semana y venir los fines de semana a hacer los talleres con los niños, pero me dijiste que era imposible porque tenían que conocerme a fondo, y que no valía con estar con ellos dos días a la semana. Además me entró miedo de que en el aeropuerto me empezaran a hacer preguntas y no me dejasen cruzar la frontera.

 

Era verdad, tengo el defecto de no saber mentir, para bien y para mal. El escritor me miraba con ojos decepcionados, como si hubiese puesto muchas esperanzas en el proyecto. Proyecto frustrado.

 

—No digas que no sabías qué podía pasar, cuando te dije que si entrabas como turista con pasaporte europeo no habría problema de cruzar los Check Points. Ahora mismo acabas de pasar por uno, ¿Te han puesto algún problema?

 

—No, le respondí.

 

—Pues eso. Yo también tengo pasaporte europeo y nunca voy a Israel, ni a las playas de Haifa, ni a Tel Aviv, porque ir allá y gastar mi dinero en sus locales significa apoyar su causa, y respaldar la ocupación bajo la que vive el pueblo palestino.

 

—¿Cómo es la vida en un campo de refugiados? Disparé como periodista sin perder el tiempo.

 

—Vivimos bajo ocupación. No podemos hacer nada. Israel controla todo, controla el agua, la electricidad, hasta el “aire que respiramos”. En teoría se deberían respetar los derechos humanos, pero no es así. En las cárceles israelíes hay niños prisioneros, cuando el derecho internacional prohíbe que los menores sean encarcelados, gente a los que les han disparado y se les ha metido en la cárcel por protestar de manera pacífica contra el muro, violando todas las Convenciones de Ginebra y del derecho internacional. Israel controla las fronteras, las comunicaciones, el paso de un lado a otro del muro. Los palestinos no pueden cruzar libremente, necesitan permiso. Tú como europea recién llegada tienes más derechos y libertades que ellos, quienes han vivido aquí durante años.

 

Recordé entonces una pregunta que me había formulado un miembro de mi Kibbutz: “Cuando hables con ellos cara a cara pregúntales por qué siguen viviendo como refugiados durante 60 años en lugar de montar una fábrica, organizarse, y trabajar. Es muy bonito vivir de la ayuda internacional, pero la diferencia es que nosotros trabajamos todos los días, no nos dedicamos a beber café y hablar de lo malo que es el ‘otro’.

 

—¿Alguna vez han intentado abrir una fábrica y organizar empleo para los refugiados?

 

—No podemos, respondió el escritor. Belén es zona B, según los acuerdos de Oslo, así que si creamos una fábrica necesitamos el permiso de Israel, y simplemente lo deniegan. Ni siquiera podemos dar clases en la escuela que creó Naciones Unidas. Cuando pasan los soldados tenemos que hacer como si estuviéramos charlando, porque si se enteran que estamos estudiando tendríamos problemas.

 

—Ya he escuchado tu historia. Ahora me gustaría saber la de tu compañera ¿Por qué has venido de Ecuador para vivir en un Kibbutz?

 

Me juré a mí misma que nunca llevaría a ningún otro voluntario a otra de mis entrevistas periodísticas.

Miré a Pamela diciéndole con la mirada: ”Sé que la situación está siendo incómoda, no tienes que responder si no quieres”. Pero ella desafío los ojos del director del campo y le respondió con total tranquilidad

 

—Mi historia es diferente a la de Iara. Yo vine aquí porque soy cristiana y quería conocer el lugar donde Jesús nació. La tierra prometida.

 

—¿Sabéis que el sitio en el que estáis viviendo no es simplemente una tierra vacía que los judíos ocuparon, sino que son tierras que pertenecían a los palestinos y ellos las robaron?

 

Me quedé callada. Si hay algo que aprendí en mis viajes es saber escuchar. Es cierto que el ejército israelí confiscó un gran número de territorios palestinos. Pero como periodista había hecho mi investigación y en mi Kibbutz la tierra había sido comprada a sus dueños en 1937 con el dinero que judíos ricos de Europa donaron por la causa de su pueblo. Los documentos firmados están en el archivo de la comunidad, y pienso publicarlos en el siguiente post. Recordé entonces que el director de voluntarios de mi Kibbutz me había comentado que por desgracia los dueños vivían lejos y que la gente que cultivaba y habitaba la tierra tuvieron que irse cuando fue comprada.

 

—¿Es cierto que hubo palestinos que construyeron el muro por dinero de los israelíes?, volví a interrumpir, cortando las preguntas que le estaban haciendo a Pamela.

 

—Sí, pero sólo una minoría, respondió el escritor europeo. Debes entender que ellos tienen hijos a los que dar de comer y les hace falta pan que llevar a casa.

 

—Entiendo, respondí.

 

Miré el reloj. Era de noche y todavía nos esperaba un viaje a Ramallah, así que decidí cortar la entrevista e irnos. La respuesta a mis dudas, su mentalidad, estaba bien clara: No podemos hacer nada porque la culpa de todo la tiene Israel. Tenía lo que quería, su argumento para justificar 60 años de vida como refugiados.

 

Cuando abandonamos el campo le agradecí a Pamela su paciencia. Uno de los chicos nos acompañó hasta el Check Point, ya que para llegar a Ramallah teníamos que viajar a East Jerusalén y desde ahí subirnos a un minibús. Mientras cruzábamos el Check Point Pamela me dijo: «Ya lo entiendo. Esto es una lucha por la tierra».

 

Tenía razón. Lo es y lo seguirá siendo. Este viernes la Radio Galega va a entrevistarme en directo en el programa A Tarde, con Cristina García, para preguntarme por mi experiencia en Palestina. Me gustaría que todos aquellos que me leéis también me escuchéis, sintonizando la radio o a través de su página en internet. La entrevista será a las 17:45h y la colgaré en el siguiente post.

 

Quiero que quede claro que ahora que he entrado en territorio palestino pienso volver y seguir escuchando “la voz del otro”. Igual que defiendo y defenderé hasta el final de mis días la fortaleza que tenemos las mujeres, fortaleza que fue camuflada durante siglos de patriarcado injusto. También defiendo y defenderé el derecho que tenemos los periodistas, los verdaderos, a ejercer aquello que nos han enseñado: la imparcialidad.

 

Acabo esta historia con la bandera palestina e israelí ondeando en el horizonte, junto con imágenes de esta tierra divina tomadas en el amanecer visto de Masada. En el fondo, árabes y judíos son primos hermanos.

 

 

 

 

 

 

 

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