La playa I
—¡Corred! –grita una voz a mis espaldas, la voz diáfana de un joven, casi un niño–. ¡Corred! –Y empiezo a correr, sin entender casi nada, sin ver casi nada en la escasa luz del crepúsculo. Bajo corriendo por un estrecho sendero junto a los demás, en una larga la india. Corro todo lo rápido que puedo, veo mis pies que a veces se posan en la tierra, otras en piedras, salto sobre baches, sobre escombros, me tropiezo, y sigo corriendo.
—¡Hijos de puta! –grita uno de los chicos que nos acaban de sacar de los minibuses y que ahora corren a nuestro lado, apaleándonos como si fuéramos ganado. Su palo nos da en la espalda, en las piernas. Me agarra por el brazo para empujarme hacia delante. Somos cincuenta y nueve hombres, mujeres y niños, familias enteras, con mochilas en la espalda, maletas en las manos, corriendo a lo largo de un interminable muro de fábrica, en algún lugar de un polígono industrial en las afueras de la ciudad egipcia de Alejandría.
Delante de mí sube y baja la espalda de Hussan, un chico grande de veinte años que mira hacia el suelo, jadeando, tambaleándose, obligándome a frenar porque está agotado; de repente se para del todo, de modo que lo empujo hacia delante, con todas mis fuerzas, hasta que vuelve a ponerse a correr. El palo del chico a mi lado nos cae encima. Delante de Hussan va Bissan, una chica de trece años, llorando de miedo. Al correr, agarra con fuerza la mochila donde guarda sus medicamentos para la diabetes.
—¡Escoria! –grita el chico del palo. Detrás de mí corre Amar, cincuenta años, fácilmente reconocible con su chaqueta de goretex azul fluorescente. La había comprado específicamente para este día porque a su hija le gustaba el color. También él corre cada vez menos, le duelen la rodilla y la espalda, pero, como él mismo había dicho poco antes, lo conseguirá. Tiene que conseguirlo. Es de Siria, como casi todos aquí. Egipto es solo una estación de paso en el viaje. De repente, el muro hace un giro hacia la izquierda, y podemos ver ya muy cerca lo que estábamos esperando desde hace días, lo que nos daba miedo desde hace días, a apenas cincuenta metros: ¡el mar! Brilla resplandeciente bajo la última luz de la tarde.
El fotógrafo Stanislav Krupař y yo nos hemos unido a un grupo de refugiados sirios que intentan llegar de Egipto a Italia, a través del mar. Nos hemos puesto en manos de unos coyotes que no saben que somos periodistas. Por eso nos golpean con palos también a nosotros, para que nos demos prisa, para que nuestro numeroso grupo no llame la atención a nadie. Si supieran de nuestra profesión, no nos permitirían viajar con ellos, por miedo a que les entregáramos a las fuerzas de seguridad. Es esta la parte más peligrosa de nuestro viaje: que los contrabandistas nos descubran. Solo Amar y su familia saben quiénes somos realmente. Somos amigos desde hace mucho tiempo, desde la época en la que yo cubría la guerra civil siria. La desesperación le obligó a emprender este viaje, sueña con vivir en Alemania. Nos hará de intérprete. Para nuestra nueva identidad, Stanislav y yo nos hemos dejado largas barbas, y nos llamamos Varj y Servat, profesores de inglés, dos fugitivos de una república del Cáucaso.
Ahora formamos parte del gran éxodo. Según datos de ACNUR, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, 207.000 personas huyeron a Europa a través del Mediterráneo en 2014, la mayoría de ellos desde Libia. El año anterior, habían sido sesenta mil. Vienen de países en guerra, como Siria o Somalia, o de dictaduras, como Eritrea, o desean vivir una vida en mejores condiciones económicas.
El orden político de Oriente Próximo se está derrumbando. Tras décadas de subyugación se han acumulado unas enormes tensiones sociales que ahora se descargan en unas explosiones monumentales. Las dictaduras caen, igual que los gobiernos democráticos que les siguen. Las calles de El Cairo se llenan de manifestaciones sangrientas. Yemen se ahoga en el caos, igual que Irak. Libia se divide en regiones, cuyas milicias combaten entre sí. Pero ningún otro país se descuartiza tanto como Siria. No se ha visto una destrucción similar desde la guerra de Vietnam o las guerras de Chechenia. Las ciudades se convierten en paisajes lunares. Las aldeas se quedan abandonadas. Desde hace tres años, el Gobierno de Bashar al-Asad lleva a cabo una guerra de destrucción con todas las armas que tiene a su alcance. Incluidas las armas químicas. Los alauíes luchan contra los suníes, y ninguno de los bandos consigue imponerse militarmente. Además, los extremistas religiosos se aprovechan del caos y predican el odio.
El horror de Siria se escapa de las estadísticas. A principios de 2014, la ONU dejó de contar los muertos.
También el intento de escapar del peligro se vuelve cada vez más peligroso. En 2014, el número de personas ahogadas en el Mediterráneo en su camino hacia Italia o Grecia fue de 3.419. Pero probablemente fueron muchas más porque los cuerpos no se encuentran nunca. Los contrabandistas eligen rutas cada vez más arriesgadas porque nuestro continente cierra sus fronteras cada vez con más eficacia. Están vigiladas por un ejército de cuatrocientos mil policías. Europa ha construido vallas de seis metros de altura, como en los enclaves de Melilla y Ceuta. También Bulgaria y Grecia han levantado construcciones para defenderse de los refugiados. El estrecho de Gibraltar se ha equipado con unos sofisticados sistemas de cámaras y radares. Asimismo se controla el océano Atlántico entre África Occidental y las islas Canarias. Para ello, Europa emplea policías, militares y unidades de élite de diferentes países. Utiliza helicópteros, drones y buques de guerra. La cantidad de material y de efectivos sería digna de luchar contra una invasión militar.
De esta manera, las fronteras europeas se convierten de nuevo en franjas de la muerte.
En el Muro de Berlín, durante la época de las dos Alemanias, murieron ciento veinticinco personas a lo largo de cinco décadas. Y por ello el mundo libre criticó a Alemania Oriental como símbolo de la inhumanidad. En los muros que Europa ha ido construyendo a su alrededor desde el final de la Guerra Fría, casi veinte mil refugiados han muerto hasta la primavera de 2014. La mayoría de ellos se ahogaron en el Mediterráneo. No hay otra frontera de mar que cobre más vidas humanas en todo el mundo.
El Mediterráneo, la cuna de Europa, se ha convertido en el escenario del mayor fracaso de nuestro continente.
Hasta el momento, ningún periodista se ha atrevido a embarcar con refugiados desde Egipto. Somos conscientes del peligro. Para cualquier emergencia, cada uno llevamos encima un teléfono móvil de satélite para poder llamar a los guardacostas italianos. Hemos decidido no embarcar ni en Libia ni en Túnez. El trayecto a Italia es más corto desde allí, pero los barcos suelen ser de peor calidad. Los contrabandistas egipcios deben recorrer más millas, por lo tanto, sus barcos son mejores. Al menos, eso nos decían antes del viaje, esa era nuestra esperanza.
Éramos ingenuos. Pensábamos que el mar sería el mayor peligro en el viaje. Pero solo es uno de tantísimos más.
Este texto, traducido por Elena González, corresponde al libro Cruzando el mar. El éxodo a Europa, que acaba de publicar la editorial Capitán Swing.
Wolfgang Bauer (Hamburgo, Alemania, 1970) es periodista de Die Zeit. Tras licenciarse en Estudios Islámicos, Geografía e Historia, ha trabajado como reportero para las revistas alemanas Focus, Zeit Dossier, Neon/Nido, Greenpeace Magazin, Geo y National Geographic. Sus reportajes han sido galardonados en varias ocasiones. Ha recibido el premio Bayeux-Calvados para corresponsales de guerra y el premio europeo Columbus a la Excelencia en Periodismo. Su segundo premio Bayeux-Calvados lo recibió por un reportaje sobre los refugiados sirios que publicó en Die Zeit y fue la base para el libro Cruzando el mar.