Leo Después del invierno, de Guadalupe Nettel. Los críticos han dicho grandes verdades acerca de este libro, verdades como que la autora mexicana se recrea más que nunca en su mundo propio, en las extravagancias de esos personajes que solo ella sabe construir. Añadiría –o simplificaría– que a sus personajes les pasa lo que a todos: que cada uno tiene sus neurosis, pero sobre todo, sus miedos. Hoy queda mejor hablar de neurosis porque convertimos el miedo en algo patológico susceptible de ser analizado y catalogado. Todos tenemos miedo. Nada más empezar la novela me inquietó una frase: «Todo lo vivo me provoca un horror inexplicable. Lo vivo me amenaza, hay que cuidarlo o se muere”. El protagonista habla de plantas. Pero en realidad creo que no habla exactamente de plantas. O no solo de ellas.
Cuidar de plantas requiere regarlas, abastecerlas de agua. Otras cosas en la vida necesitan otro tipo de cuidados más complejos, pero por suerte para el protagonista, lo de las plantas tiene fácil remedio: las hay de plástico. No huelen tan bien ni se les caen los pétalos a las flores para que luego puedan secarse entre las páginas de un libro, pero tampoco se mueren. El problema es que al tipo de la novela le ocurre lo mismo con muchos aspectos de la vida.
Hoy he pasado por un colegio y me he sorprendido al ver que los niños estaban en el recreo jugando a un juego de mi época. Veo que gracias a dios, las tablets respetan los entretenimientos tradicionales. Recuerdo ese juego especialmente, se llamaba algo así como “un dos tres pica paret”. En cada lugar tendrá su versión y nombre (el escondite inglés es uno de ellos) pero la mecánica era la misma. Uno de los jugadores, “el que paga” se volvía contra una pared y el resto se colocaba detrás de él a varios metros de distancia, detrás de una línea que marcábamos en el suelo. El primero cantaba: ¡un,dos,tres, pica paret!. Mientras duraba la canción, los participantes se acercaban rápidamente y se detenían cuando ésta acababa. El que pagaba se giraba rápidamente y si pillaba a alguien en movimiento, éste tenía que retroceder hasta la línea de salida. Entonces, volvía a cantar la canción y así sucesivamente hasta que alguien conseguía tocar al que estaba cara a la pared. Entonces éste se giraba y tenía que intentar atrapar a todos los jugadores, que corrían hacia la línea de salida para resguardarse en la otra parte de la línea. En casa.
He pensado en la línea. De niños, aquello de traspasar o no la línea era emocionante. Salir de una raya podía significar casa o no-casa. Era peligroso salir de ella, pero si no, no jugabas. Estar en casa era fácil. Pero era solo durar, tener miedo de salir; de vivir.
Es extraño que Guadalupe Nettel me haya llevado de vuelta a la infancia y a las líneas de seguridad. Hay tantas luego en la vida. No solo en los aeropuertos cuando pasamos el control de seguridad. Las hay que no se ven y están por todas partes. Ahora, a eso, los psicólogos les llaman zona de confort. Supongo que será eso. A mi me recuerdan a esos juegos infantiles en los que daba vértigo salir del círculo, a las partidas de parchís en las que daba miedo salir de casa. Claro que las cosas siempre ocurrían –las malas y las buenas- fuera de las rayas. Fuera de casa.
Frente a la verja del colegio, con todos esos niños corriendo, me ha venido a la cabeza que luego, en la vida, parece que se repita ese mismo juego una y otra vez. En sus distintas versiones. Siempre con cautela, con cuidado, todos con el freno de mano puesto, nos vamos alejando de la línea de salida para que nos dé tiempo a volver atrás, no sea caso que las cosas se compliquen y nos pillen.
Pero todo esto venía porque me parece que todos tenemos miedo. Los personajes de Después del invierno también.