Noviembre de 1966–julio de 1967
Recién casados, Diny y yo emigramos a la Argentina, o más bien abandonamos Europa. De hecho, fue una decisión tomada como si fuese para siempre. Nos llevamos con nosotros todo, absolutamente todo lo que poseíamos, no dejamos atrás sino los afectos y los buenos consejos de nuestras dos familias, en Holanda y en España. Nueve meses después estábamos otra vez en el Viejo Continente y a punto de convertirnos en padres, la primera de las tres veces que lo hemos sido. Ya entonces nos prometimos que si alguna vez volvíamos a Buenos Aires lo haríamos tal como al ir y regresar entonces: en barco. Sólo que en aquel tiempo había transatlánticos de línea que servían trayectos regulares. Hoy en día esos buques de pasajeros no existen. Existe, sí, la posibilidad de viajar en un crucero, pero cualquiera que nos conozca sabe que en la maldita vida nos van a ver a bordo de uno de esos grandes almacenes flotantes, auténticas ferias de las vanidades. De tal modo que si queríamos volver a Buenos Aires por vía marítima deberíamos optar por reservar pasaje en un carguero. Y eso fue lo que hicimos. Se cumplen ahora once años de aquel viaje.
1.12.2001, sábado
Llegó por fin la hora. La última semana ha sido de prueba para mis nervios. Desde el sábado 24 las tripas se negaron a ser corazón y me tuvieron yendo del coro al caño. No sé a qué se puede deber semejante hipersensibilidad en los días anteriores a un viaje, sobre todo si se trata de uno tan deseado como lo ha sido éste. Ayer, desde luego, a partir del momento en que subimos al auto de Carlitos y nos pusimos en marcha hacia Bremerhaven, creí que ya había pasado todo, que con el comienzo del viaje concluían mis penas. Pero no. Aunque luego, por la tarde, ya en Bremerhaven, paseamos mucho por una zona del puerto pesquero (pero con mala suerte, siempre íbamos a parar –tal vez debido a la oscuridad– a callejones sin salida en rincones muertos del barrio), aunque comí con apetito una de esas deliciosas aproximaciones al lenguado que en alemán se llaman Scholen –y las mías estaban muy sabrosas–, lo que siguió fue una noche más bien toledana. También es verdad que nos fuimos a dormir a una hora desacostumbradamente temprana, a las nueve de la noche, y yo, además, sin mi habitual ración de whisky. La consecuencia fue que no logré conciliar el sueño hasta pasada la medianoche, y luego, al despertarme de nuevo a eso de las 5.30, me hallaba en un estado de insufrible agarrotamiento nervioso, posiblemente con la tensión altísima y con una presión urgente y desagradable en los intestinos. Al levantarme para ir al baño casi me desplomo del desmayo. Lo mismo se repitió por la mañana al levantarnos para el aseo y los últimos preparativos del viaje. Logré desayunar varias lonchas de piña y dos minitajadas de un melón insípido, inodoro y hasta casi incoloro, y beberme dos tazas de té de menta y camomila, en la esperanza de calmar los nervios, nervios que no eran centrífugos sino centrípetos, que me paralizaban por dentro.
Anoche, por cierto, ya tuve que luchar contra un amago de angustia en el restaurante, el del buen pescado. Estábamos en el primer piso, suelo de madera y escalera también de madera, todo muy náutico, y nosotros nos sentamos tan luego junto a la escalera. Al cabo de un rato le tuve que preguntar a Diny si no tenía también ella la sensación de que todo se movía, porque ya estaba pensando que me empezaba a subir fuertemente la tensión, creía yo, aunque no sentía los síntomas característicos. No, me tranquilizó Diny, es el piso entero el que se mueve cada vez que alguien sube la escalera, porque no es fijo, sino suspendido. Uff, qué descanso.
En fin, a las 10.30, hoy, puntual, llegó el taxi. El conductor, un viejo bremerhaveniense, parco en palabras, preciso en las respuestas, veloz en la resolución de la distancia. Apenas llegados a la entrada de la terminal de contenedores apareció el autobús pendular, y apenas cinco minutos más tarde estábamos subiendo la pasarela del MSC Venezuela. Diny me confiesa que cuando lo vio, tan grande, estuvo a punto de dar marcha atrás a todo el sueño de este viaje. Yo, por el contrario, desde ese mismo momento, me sentí renacido tras una semana de morirme de los nervios.
El barco es el MSC Venezuela, de bandera alemana, matrícula de Hamburgo, 33.750 toneladas, 208 metros de eslora* y 29,8 de manga. Me siento feliz empleando los términos náuticos, regreso a mi niñez y mi adolescencia y a los largos paseos por el puerto de Huelva. El MSC Venezuela fue construido este mismo año en los astilleros de Warnemünde, éste es su tercer viaje, y puede albergar hasta siete pasajeros, en tres cabinas dobles de la cubierta 5 y una sencilla de la cubierta 2. Nosotros ocupamos la llamada “cabina del sobrecargo”, del lado de estribor. La cabina consta de una sala, un dormitorio con dos camas, y un cuarto de baño con ducha. Las dos ventanas laterales de la sala ofrecen la vista libre sobre el mar (en estos momentos todavía sobre la desembocadura del Weser), pero las que dan a proa, tanto en la sala como en el dormitorio, están literalmente tapadas por el hacinamiento geométrico y tremendo, paralepipédico y avasallador, de los 2.000 contenedores que partirán con nosotros desde Bremerhaven: el barco puede transportar hasta 2.500. El número del teléfono interior de la cabina es el 204, curiosamente el mismo de nuestra habitación en el hotel de anoche. Y la ruta que haremos será: Felixstowe (en el ángulo NE de la desembocadura del Támesis), Santa Cruz de Tenerife, Las Palmas de Gran Canaria, Río de Janeiro, Santos y Buenos Aires, estando previstos 21 días de navegación hasta allá.
Otra cosa que me alegra es el comprobar que no me está costando ningún esfuerzo especial el volver a escribir a mano, y que casi no he perdido la buena letra que siempre tuve hasta que me rendí (o vendí) con armas y bagajes a las máquinas.
El jueves, en la despedida familiar en el nuevo apartamento de Montse, los hijos hicieron cuestión de honor el que añadiésemos un sexto elemento –no precisamente pequeño– a nuestro equipaje. Se trata de uno de esos cartones tamaño maleta pequeña (pero no tanto) del correo alemán, y nos lo entregaron bajo condición de no abrirlo hasta estar en el barco, y de tratarlo con mucho cuidado, aunque al mismo tiempo con la seguridad de que al término del viaje, en Buenos Aires, no tendríamos más equipaje que los cinco restantes bultos: la valija grande, dos valijas medianas, el beauty case de Diny y mi bolsa azul con libros, documentos, discos y regalos. Entretanto es bastante posible que el cartón regrese con nosotros a Europa pues mi bolsa azul, compañera de tantos viajes, ya salvada una vez de la ruina en Sucre/Bolivia (donde me descubrí dotes no sabidas de talabartero, para repararla), ahora creo que entregó su alma al dios de los objetos: la cremallera del compartimento central se zafó de su cierre esta mañana, en el hotel, y sólo con la ayuda de dos imperdibles llegó cerrada hasta el barco. Véase que no hay mal que por bien no venga, aunque en realidad este dicho lo empleo mal: el cartón no era ninguna caja de Pandora sino que encerraba un batiburrillo de objetos tan divertidos como útiles. Pastillas antimareo, bolsas para los subproductos del mareo, batería para un CD–Player portátil, el CD–Player mismo y tres CDs empaquetados para ser abiertos entre hoy y pasado mañana, un calendario alemán de Adviento con sus 24 ventanitas para ser abiertas día tras día entre hoy y el Día Internacional del Regalo… y una botella de champaña, o de Sekt, o de cava (se nota al tacto a pesar de estar envuelta en papel de regalo), a descorcharse el día 13.12., que es el segundo cumpleaños de Oskar… y en fin, regalos de Navidad para Diny –no para mí– también envueltos en papel de regalo, y cinco fotos de nuestros nietos Paul y Oskar (ésta, bellísima, en blanco y negro, y que no conocíamos), de nuestros hijos Rebeca, Chico y Montse, amén de una –de pasaporte– de Frank, mi yerno, muy ejecutivo él, con corbata y todo. Ya adornan las repisas de las dos ventanas (no son ojos de buey) de nuestra sala.
Debe ser medianoche y no zarpamos todavía y las grúas de contenedores continúan en activo. Como mañana de todos modos será una hora más temprano (la de Greenwich), por hoy punto final.
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* Valga como comparación: el tren AVE Madrid–Sevilla mide sólo 12 metros más: 220
2.12.2001, domingo
A la 1.30 de la noche nos despierta un ruido que no puede ser otro que el de la partida. Y así es. Los remolcadores david ya han arrastrado a nuestro goliat hasta el centro de la corriente y lo han aproado hacia el mar. Nos adelanta veloz el barco de los prácticos, todo luz. La orilla derecha del Weser, hasta la desembocadura en el pálido Juan (der blanke Hans, el Mar del Norte), es una llanura de luz industrial y un desierto poblado por contenedores hasta donde se pierde la vista. Las grúas especiales para su carga y descarga se alzan junto a la orilla como trazos de pintura china, políticamente correctos en cuanto que están coronadas por una luz piloto roja. Al irme a dormir adelanto una hora el reloj en vez de atrasarlo (siempre cometeré el mismo error).
Por la mañana: ducharse en un barco en marcha, y que avanza por un mar sin mucho sosiego, tiene algo de viajar en tranvía: hay que ir la mayor parte del tiempo agarrado a una barra.
Sé que se trata de un lugar común, o de varios, pero lo cierto es que el aire marino abre el apetito, y no menos cierto es que con el plan gastronómico que rige en los barcos, uno terminará el viaje con algún que otro michelín de más. Copioso desayuno a las 7.30, café a las 10.00, almuerzo a las 11.30, merienda a las 15.00 y cena a las 17.30. Y un lugar común más: en el Sudán se mueren de hambre.
En el volumen de las Greguerías de Ramón, el de la colección Austral de Espasa Calpe, hay muchas, muchísimas en realidad, dedicadas al mar. Mirando hacia popa y sin ira, desde la ventana de nuestra sala, se me ocurre la siguiente: La quilla del barco borda sobre la mar una estola (o una mantilla) de encajes de Bruselas.
Había, sí, un regalo para mí en el cartón que nos entregaron nuestros hijos: es un CD de Robbie Williams, quien no es precisamente santo de mi devoción (suponiendo que sea santo) pero no lo hace tan mal cuando activa la onda retro y canta los temas de aquellos santos de quienes soy devoto.
Desde las five o’clock, o antes, nos encontramos al pairo a unas doce millas de Felixstowe, en lista de espera como quien dice. Nos hemos perdido la ceremonia del lanzamiento del ancla cuando estuvimos esta tarde en la proa.
Verdaderamente impresionante lo de recorrer todo el perímetro del MSC Venezuela, flanqueados por el mar a la derecha y la cordillera de los contenedores a la izquierda. ¿Cómo describir un carguero de contenedores? Es como si un edificio de unos diez pisos de altura fuese empujando mar adelante a otro edificio algo más pequeño de altura, pero tres o cuatro veces mayor en extensión–suelo, con un patio enmedio que es el espacio reservado –según descubrimos en nuestro paseo de hoy– para las bombonas gigantes que contienen materiales explosivos o tóxicos. Lo que más admira a alguien como yo, negado por completo para la reflexión técnica, es la manera en que las pilas de contenedores se alzan verticales a pico sobre el mar, directamente perpendiculares sobre la línea de la borda, de tal manera que uno piensa que el cabeceo del barco las debería dejar caer sobre el mar, ineluctablemente. Pero no. Ahí siguen los contenedores, prodigio de equilibrio y solidez, ajustados unos sobre otros por pernos o tornillos o imanes que garantizan su verticalidad a prueba de marejadas y sacudones.
La tripulación del MSC Venezuela la integran alemanes (oficiales e ingenieros superiores), un electricista rumano, y marineros, cocinero y camarero filipinos. Con el camarero y el tercer oficial, que es también filipino, como el tercer ingeniero, y que está de guardia en el puente de mando, la cubierta 6, hemos conversado en un español chapurreado por ellos, y entreverado de inglés (¡mi deficitario inglés!) por mí. Al tercer oficial estuve a punto de contarle lo de la placa conmemorativa de Rizal en la fachada de la universidad de Heidelberg, pero sentí que mi inglés no daba para tanto, y además me pregunté qué grado de conocimiento de Rizal –más allá del simple aprendizaje de su nombre en la escuela– es el que hoy poseen los filipinos. Dicho sea de paso, el fusilamiento de Rizal es uno de los crímenes más nefandos del colonialismo español. El crimen impune de quien tiene la sartén por el mango. El crimen del cobarde prepotente. Y a propósito de cobardes prepotentes me pregunto en qué andará la cruzada de WC Bush contra Afganistán.
Me doy a dormir a las 22.30 y seguimos al pairo.
3.12.2001, lunes
7.30 de la mañana y seguimos al pairo a la vista de las luces de Felixstowe. Considerando que embarcamos el 1° de diciembre a las 11.00 y que lo único que hemos avanzado es hasta atisbar la costa inglesa, se diría que no vamos a llegar a Buenos Aires hasta bien entrado el 2002, pero así es la navegación mercantil, hay que contar con los tiempos muertos de espera en las bocanas de los puertos. Paciencia.
11.15: amarramos en los norays de Felixstowe. Toda paciencia será recompensada.
15.30: por primera vez en mi vida piso suelo inglés. También Diny. Después de la merienda bajamos a tierra con Gargantúa (de quien tendré que hablar luego, como de los otros dos pasajeros que van con nosotros en el MSC Venezuela). Nos hacemos retratar por él con un pie ya puesto en suelo inglés, al final de la pasarela. No lo estimo como un gesto turístico sino más bien como la documentación de un hecho. Pienso en lo curioso de haber estado en Dublín (del 15 al 18 de junio de 1979), pero no en Londres, una ciudad que alberga algunos de mis mejores recuerdos de lector: Somerset Maugham, Chesterton, Shaw, Aldous Huxley, Virginia Woolf, Greene, Conan Doyle, en una lista que no incluye a Dickens, a quien he leído poco y mal y hace demasiado tiempo, mientras que a los otros los he leído mucho y bien y los releo con frecuencia. (Hago la acotación, antes de seguir adelante, de que meses atrás le hinqué el diente a los Papeles póstumos del Club Pickwick en la traducción de Galdós, pero mi enfado fue tal, con el traductor y sus falencias tan evidentes, incluso para mí sin saber inglés, que desistí de la lectura). Bien es verdad que desde siempre he sentido una grandísima renuencia a viajar a lugares cuyo idioma no conozco, y el inglés es una de mis carencias más notorias. En Dublín me encontraba acompañado de Willy; en Budapest sabía que podía defenderme con el alemán si nuestros anfitriones, Lillian y Lizandro, no dominasen el húngaro. Y en fin, en Italia y en Francia uno se hace entender siempre. ¿Pero en Londres? ¿Esa “provincia con calles”, como tan certeramente la define Galdós en uno de sus Episodios nacionales? Y sin embargo, esa asignatura pendiente se me hace cada vez más notoria y no voy a dejar pasar mucho tiempo antes de ir allá. Pero, por de pronto, ya he pisado suelo inglés en Felixstowe. Aunque sólo sea la franja peatonal marcada en el suelo del puerto, directamente paralela a la orilla del agua y entre ésta y las grúas de contenedores. La recorrimos con Gargantúa hasta el final final, pasando al costado de, entre otros, el Michigan, un carguero de contenedores de la matrícula de El Pireo, cuya pasarela es el doble de largo que la nuestra, y a cuyo lado el MSC Venezuela parece un discípulo aventajado. Otros, como el Hajo, de la matrícula de la canadiense Don Lindo John’s, parecían un remolcador. ¡Qué coloso! Aún así, Gargantúa me asegura que hay al menos, navegando por los siete mares, una docena mayores que él.
Un detalle que me llama poderosamente la atención es la incontable cantidad de guantes de trabajo abandonados a lo largo de ese camino peatonal del puerto, y sobre todo en las cercanías de las grúas y de los norays. Se conoce que el esfuerzo de halar las estachas de estos mastodontes marinos los desgasta a una velocidad impensable para un terrícola del interior, quien sólo los usa, si acaso, para podar las flores del jardín o para sacar la pizza del horno.
Otro detalle, por cierto, es el de la forma actual de los norays, en la que mi largo exilio del mar no me había permitido fijarme hasta hoy. ¿O es que se trata de una especialidad británica? En cualquier caso, aquí no adoptan la forma de más o menos una P mayúscula y chaparra, sino que parecen una especie de torso femenino desnudo y acéfalo, con las tetas ligeramente caídas a babor y a estribor del esternón. Casi se diría que los diseñó un Henry Moore rudimentario, siendo fabricados luego en serie. Como la mayor parte de la pintura y la escultura modernas. A propósito: cuando le pregunto a Gargantúa cómo se dice noray en alemán y me recuerda que es Poller, le contesto que en este caso que contemplamos se trata de Pöllerinnen, y Gargantúa se ríe porque es un femenino plural tan imposible como norayas, de esos que parecen inventados por feministas recalcitrantes.
Al regresar sobre nuestros pasos se nos pone al lado un auto de la policía y nos preguntan desde allá, sin bajarse de él, si somos tripulantes del Michigan. Contestamos que no, que somos pasajeros del MSC Venezuela, y se alejan sin más. Ni Diny ni yo, ni mucho menos Gargantúa, que es un Falfstaff redivivo, tenemos facha de haber desembarcado en las sacrosantas costas inglesas para pedir asilo político. Pero, aunque así fuera, lo incontestable es que ya estábamos pisando suelo británico, y en tal caso… ¿que podrían habernos hecho sino darnos asilo? La ley es la ley.
Tras la cena, el capitán [Herbert Piene] nos anuncia que hará todo lo posible para que zarpemos de aquí antes de la medianoche, está anunciado mal tiempo en el golfo de Vizcaya.
4.12.2001, martes
Anoche, tras la salida del puerto, hicimos el amor en aguas jurisdiccionales inglesas. John Tanner (?) meets Lady Jane, como creo que se titulaba la segunda versión de El amante de Lady Chatterley. Y en cualquier caso, Rules Britannia, Britannia rules the waves!
Entre el primero y el segundo desayunos navegamos a la vista de la isla de Wight. Hacemos 17 de los 20 a 22 nudos que el MSC Venezuela puede llegar a alcanzar. Marejada frontal en la que a veces nos sumergimos como un delfín al saltar en un acuario. El barco vibra sin cesar, los contenedores dejan oír sus voces profundas de bajo ruso (muchos de ellos deben ir de vacío), de vez en cuando damos tumbos al caminar si no vamos agarrados a un elemento fijo del aceramen (pues acá no cabe hablar de maderamen). De todos modos lo estamos sobrellevando mejor, hasta ahora, que dos de nuestros compañeros, Werner y Don Lindo*, quienes no salen de sus cabinas, pasan el día tendidos y librados a sus respectivos mareos; Gargantúa, en cambio, parece incombustible y devora la comida con apetito de ogro recién salido de una huelga de hambre. No es por capricho que lo venga llamando así a lo largo de este diario.
Tarea de chinos, para decirlo de un modo políticamente incorrecto, pero muy castizo, la de escribir estas líneas con el MSC Venezuela mostrando los síntomas inequívocos de un Parkinson metálico. Y al parecer la cosa va a empeorar. Durante la cena el capitán nos anuncia que a las 20.00 entraremos en el golfo de Vizcaya. Son las 18.50, interrumpo la escritura por cansancio de los dedos y la muñeca. No envié mi bolígrafo a combatir contra los elementos, que diría Felipe II.
La leche para el café y el té es de la marca Happy Cow. Si es inglesa, cosa que no he comprobado, ¿por qué no se llama Crazy Cow?
20.53: Hace casi una hora que debemos estar navegando el golfo de Vizcaya, terror de la marinería y de los propensos al mareo, pero hasta ahora no advierto ningún cambio significativo ni en el trepidar del barco ni en el silbido del viento. Sólo un golpe de una ola particularmente agresiva hizo volcar la botella de cerveza de Diny, y de vez en cuando se oyen los objetos deslizándose por los armarios cerrados a cal y canto y donde se encuentran a buen recaudo. Continúo la lectura de Moby Dick, que por primera vez leo completa y en una versión íntegra, traducción de nuestro entrañable José María Valverde. Por cierto que el ejemplar está dedicado por él, “de parte de Melville, cordialmente”. Querido José María, cuánto nos faltas desde que te fuiste a darle clases de Estética a Saulo de Tarso…, en el buen supuesto de que el tal resida, como tú, en el cielo, y no en el círculo del infierno que el Dante hubiera reservado para los fundadores de consorcios transnacionales.
Diny ha lavado hoy un par de camisas mías y las ha colgado para secar, en sus perchas, de los tiradores del armario del dormitorio. Allí están bailando mudamente el Vals de las olas a cada rítmico bandazo del MSC Venezuela. Estamos en el golfo de Vizcaya, son las 22.00.
Una cosa que me vengo preguntando desde esta mañana es cuántas veces habrá viajado en barco don Pío Baroja. Porque al menos de Valle-Inclán sí me consta que fue a México en época anterior a los aviones, y siempre recuerdo de una de sus Sonatas cómo fue que al ver a los ingleses hacer en cubierta sus ejercicios gimnásticos, experimentó una nueva clase de sentimiento: “la vergüenza zoológica”. Pero don Pío me parece que no debe haberse montado mucho en un barco. Y entonces ¿de dónde Shanti Andía, de dónde Zalacaín**, de dónde los laberintos de las sirenas? Pero no sé, a lo mejor estoy siendo injusto, a lo mejor sí estuvo embarcado alguna vez, un par de horas, y a ese par de horas le sacó un rendimiento novelístico de primera división. Sería una nueva razón para admirarlo.
Diny me viene a besar y despedirse. Voy por mi tercer whisky y sin pizca de sueño, embebido (pero no en whisky sino) en Moby Dick. Que también me plantea problemas, y sobre todo uno que ya sé de antemano irresoluble: ¿Qué es una novela?
John Tanner, ahora lo recuerdo, es el Tenorio de Shaw en Hombre y superhombre. El de Lawrence debe ser John Thomas. Esa segunda, la más larga versión de El amante…, titulada John Thomas y Lady Jane, debo haberla prestado o se la ha llevado alguien de casa, Chico o Montse, hace años que no la recuerdo visualmente en el estante donde están mis queridos, queridísimos ingleses.
Nota de color local: por no sé qué azares imprevistos, y desde luego que no programados, el bolígrafo con que escribo es uno propaganda de la Caja Rural de Huelva, y el abridor de botellas que usamos es uno del Bar La Prensa, también de Huelva. La vieja Onuba nos acompaña en el viaje.
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* Terminé por bautizarlo así a lo largo del viaje, por lo mucho que me recordaba un personaje de El señor de Pigmalión, el alucinante drama de Jacinto Grau.
** Rectificación en tierra durante la transcripción del manuscrito: Zalacaín no tiene nada que ver con el mar, se ha colado en este texto por una laguna en mi memoria.
5.12.2001, miércoles
Hoy ha sido el día de concluir la travesía del golfo de Vizcaya, a eso de las 5.00 de la mañana ya estábamos rebasando el largo de Finisterre. He pasado una buena parte del día con los prismáticos a la mano y oteando el mar. El mar no sé si es el mayor tópico literario de entre los elementos que componen el planeta, pero tengo para mí que sí, que lo es. El aire sólo protagoniza de manera inmediata las novelas que tienen que ver con el vuelo, y de manera oculta la respiración de los personajes de las novelas, de quienes las escriben y de quienes las leen. En cuanto a la tierra, su presencia en la literatura importa como propiedad y como escenario, ya de acciones, ya de estados de ánimo. Por la tierra se pleitea y hasta se mata, sobre la tierra se persigue al enemigo y se posee a la hembra deseada, con la tierra expresamos algún sentimiento a través de nuestra percepción angustiada o feliz de un amanecer, de un crepúsculo, de un valle, de unas montañas, de un río, del paisaje de un asentamiento humano diminuto (la choza de un campesino) o la prepotencia de una urbe. Sí, el aire y la tierra también participan del concierto literario, pero el mar es más, sencillamente más, el mar es el gran solista. Su presencia impone de un modo que nunca podrán hacerlo las cordilleras. La montaña es sólida e inerte, sólo se anima por mor de aludes y avalanchas, de esporádicos desprendimientos. El mar está prodigiosamente vivo siempre, y en todo momento puede sorprendernos con un inesperado guiño del que no existe modelo desde el primer día de la Creación. El mar está tan prodigiosamente vivo al hacerse instantáneos añicos en las rocas cantábricas que hemos dejado a babor, como en esa ondulada planicie (si ello no es una contradicción) que contemplo ahora por la ventana de la sala en nuestra cabina. Y el mar es además líquido, como lo es nuestra sangre, y mercurial, como lo es el temperamento del ser humano. Qué duda cabe de que el mar también ha encontrado su puesto en la literatura como escenario, al igual que el aire y la tierra, y nos ha valido y nos vale para la expresión de sentimientos, pero además de todo ello el mar es el autor y el protagonista de una epopeya sin solución de continuidad que es él mismo, el mar, y ella misma, la mar. Una epopeya que dura desde el instante fundacional de lo creado y se extinguirá con la Creación misma, y no antes. Cuando la última ola vaya a deshacerse en no importa qué playa, nuestra terca y descabellada aventura sobre la Tierra habrá concluido definitivamente. Amén.
Más tarde: la anterior parrafada sobre el mar no sé ni por qué se me vino a los puntos del bolígrafo ni de que rincón de mi alma me salió, pero evidentemente estaba ahí agazapada esperando el momento de ser escrita. En el momento de escribir la fecha del día y empezar (querer empezar) a hacer su resumen, ¡zas!, sin decir oxte ni moxte se posesionó de la página. Doktor Freud: ¿algo que decirme al respecto?
22.40: Regreso de la sala de recreo donde hemos visto con el capitán y con varios miembros de la tripulación el vídeo de Miss Undercover, con Sandra Bullock, el patito feo agente del FBI a quien Michael Pygmalion Caine transforma en Miss Nueva Jersey y la coloca como finalista en el concurso para Miss Estados Unidos. Es una película divertida y me quedé a verla aunque había ido al cuarto de recreo de muy mala gana y con muy malas pulgas. Al parecer el capitán le ha preguntado a Werner si es que Diny y yo queremos durante este viaje hacer la guerra por nuestra cuenta. Ha notado que llegamos al comedor un cuarto de hora después que los demás. La verdad es que lo hacemos para evitarnos un cuarto de hora de comer al lado de Gargantúa, que a esta altura del partido es como hacerlo al lado de Gargantúa y Pantagruel juntos, y ello no nos gusta en absoluto. Por otra parte, y como le dije a Werner, no estoy dispuesto a aceptar ninguna clase de disciplina de sociabilidad a bordo, precisamente lo que nos encanta del viaje a bordo de un carguero es la ausencia de obligaciones de tipo social. Y mientras hagamos las comidas dentro de los horarios señalados, no pensamos cambiar de conducta. Y si las películas a las 20.00 (que parece ser el momento de sociabilidad y/o de confraternización con los tripulantes) o ya las he visto o no me resultan atractivas, pues al menos yo no acudiré a esa hora al cuarto de recreo, y aquí paz y después gloria. Lo que hizo que me quedase esta vez es que en realidad se nos escapó Miss Undercover cuando su estreno en Colonia, y me moría de ganas de verla: el tema de Pygmalión siempre ha sido uno de mis favoritos.
Una de las tareas más delicadas de un viaje a bordo de un carguero es la de hacer cubitos de hielo en el alveolo congelador ad hoc de la heladera. Hay que tomar la cubitera de plástico o metal donde se forman, y llenarla de agua en el cuarto de baño bajo el grifo del lavabo, después de lo cual, y a pesar de la trepidación del barco, debe mantenerse en posición horizontal mientras: a) se cierra el grifo del lavabo; b) se sale del cuarto de baño, cuya puerta tuvimos la precaución de dejar abierta, se cierra esa puerta y se abre la de comunicación del dormitorio con la sala, que no puede permanecer abierta si lo está la del baño; c) se atraviesa la sala no sin antes haber tenido buen cuidado de no tropezar en el listón del suelo donde encaja la puerta de comunicación; d) se abre la heladera después de haber abierto el armario donde ella se aloja, manteniendo ambas puertas sujetas con la pierna (en este caso, por ejemplo, será la pierna derecha) para evitar que un bandazo del barco las cierre de golpe, ambas, además de propinarte un golpe en la indefensa rodilla y/o en el no menos indefenso tobillo; e) se abre el alveolo del congelador; y f) se introduce allí la cubitera, que en el mejor de los casos aún contiene un 70% del agua que recibió en el grifo del lavabo. Los bebedores consuetudinarios realizamos una tarea como ésta apelando subconscientemente a nuestras reservas de sonambulismo. Laus Bacchus! Y si ya lo conseguí anoche enmedio de la marejada del golfo de Vizcaya, aquí y ahora, al largo de Lisboa, ha sido un juego de niños.
Me parece, o mejor dicho, me temo, que este bolígrafo exhala aquí poco más o menos su último aliento. ¿Se despide así de su Huelva natal, estaremos ahora navegando a su largo?
6.12.2001, jueves
Durante el desayuno: el capitán anuncia que estamos navegando a la altura del Cabo San Vicente. Aprovecho la oportunidad para después del desayuno escribir un mensaje y meterlo en la botella de whisky ya vacía y lanzarlo al mar con la loca esperanza de que llegue a la playa de Punta Umbría y alguien lo lea y nos escriba.
Larga conversación en el puente de mando con el segundo oficial acerca de literatura policíaca y de ciencia ficción, pero también de cine y de adaptaciones literarias a la pantalla. Lo mejor de todo fue cuando hizo él un comentario algo despectivo acerca del cine de Hollywood y le repliqué, midiendo cautelosamente mis palabras: “Entre mis amigos y conocidos, sabe usted, no se me considera precisamente un americanófilo, pero…”, pero entonces me interrumpió para decirme: “Conmigo se encuentra usted en buena compañía”.
No voy a escribir más esta noche porque nos hemos cargado una botella de vodka (con Coca Cola y mucho hielo) en el cuarto de recreo, con el capitán, el ingeniero jefe y Don Lindo, viendo una película de Loriot y conversando luego sobre política alemana actual. Hubo un momento decisivo, para la buena relación común, cuando el capitán aseguró, casi sin venir a cuento, que el único político alemán honesto de los últimos tiempos fue Herbert Wehner. A partir de ese instante me parece que hemos entrado en la etapa de la mutua comprensión. Alabado sea el santísimo sacramento del altar.
7.12.2001, viernes
20.50: acabamos de pasar la bocana de la terminal de contenedores de Santa Cruz de Tenerife, donde amarramos a las 12.15. Después del almuerzo y de presenciar la ceremonia del amarre (por cierto, en unos norays de vieja estampa), hemos bajado a tierra y paseamos hasta la cafetería de la gasolinera que se encuentra cerca de la terminal. No quisimos aventurar un paseo hasta la ciudad porque se había previsto la partida para las 19.20 y deberíamos estar de regreso en el barco a las 18.00. Tomamos un café (Diny) y un gin tonic (yo), y desde esa cafetería divisamos otra enfrente, al otro lado de la carretera que lleva a Taganana, el último pueblo tinerfeño –y hasta creo que español– que se incorporó a la red de carreteras del país. Estuvimos allí hace unos años, con Rainer, el director de cine de la ex RDA que hizo la película sobre Alejandro de Humboldt y fue el primero en exponer sin rebozo el tema de su homosexualidad. Pienso que debió ser en 1992. En cualquier caso, ahora cruzamos la carretera y nos permitimos un gin tonic cada uno. Llamé desde allí por teléfono a Montse, quien en esos momentos seguramente estaba yendo a buscar a Paul a la guardería: lo cierto es que dejé un mensaje en su contestador automático para que sepan que el viaje está transcurriendo según el plan previsto. Hablé por espacio de 108 pesetas de las 200 que introduje en el aparato, el cual engulló las 92 restantes dejándome con la palabra en la boca. Así, no es nada extraño que Telefónica sea una empresa que rinde dividendos. Luego volvimos a la terminal y paseamos a lo largo del muelle (donde estaba amarrado junto al MSC Venezuela un carguero español llamado Montserrat B., como nuestra hija) y por el malecón. Santa Cruz quedaba relativamente lejos, aunque cerca de la terminal hay un barrio que escala la montaña como una favela de imitación, entre lumpen y pequeñoburguesa. No hemos lamentado no ir a la ciudad entre otras razones porque no apareció el bueno de Javier Montes de Oca, quien en su último y admirativo email (por lo desusado de nuestro viaje) me garantizó que contactaría con el consignatario para averiguar nuestros día y hora de llegada, y que bajaría de La Laguna “con el mencey” (su Mercedes) para ver cómo es eso de viajar en un barco carguero. Él se lo ha perdido, por lalaguno.
Olvidaba que después del almuerzo y antes de bajar a tierra estuvimos en las entrañas del barco, recorriéndolas detenidamente en compañía del ingeniero jefe. Un calor avasallante y un ruido a veces ensordecedor. Se explica que quienes trabajan ahí abajo vistan siempre de pantalón corto (cosa que a Diny le estaba extrañando muchísimo, yo en cosas así nunca me fijo) y que en su tarea anden siempre provistos de protectores auriculares, como quinceañeros con sus walkman. Confieso que he entendido poco de las explicaciones del ingeniero jefe, soy totalmente impermeable al lenguaje de la técnica, y las cifras pueden llegar a impresionarme, pero no se me quedan grabadas en el disco duro. Las toneladas de combustible que se consumen al día, los miles de metros cúbicos de agua marina que se desalinizan para nuestro uso personal, el sistema de alerta de los complejos sistemas digitalizados que vigilan el funcionamiento de las aortas y los capilares y todo el riego sanguíneo del corazón del barco (el cerebro está en el puente de mando, siguiendo la vieja analogía de que se valen los marinos para explicar la distribución de tareas en sus bajeles…, Vesell, en inglés, no debe querer decir otra cosa)…, todo ello me apabulla, me produce la cortés admiración debida, y punto. Lo que sí me llamó la atención fue ver que determinadas tuberías estaban marcadas con unas franjas de color rojo flanqueando otra de color amarillo. Le pregunté al ingeniero jefe si era obligatorio, de acuerdo con el Derecho Marítimo Internacional, que las tuberías del barco ostentasen los colores de la bandera española al estar surtos en aguas jurisdicionales del Reyno Desunido, y me guiñó el ojo reconociendo la broma, se sonrió y nos explicó que cada tubería va señalada con un color distinto, o una combinación de colores, para que se sepa qué es lo que circula por ellas: combustible, agua salina, agua potabilizada, aguas servidas, etcétera. No me atreví a preguntarle si los colores nacionales españoles señalizaban la circulación de aguas mayores y/o menores. Pero no me extrañaría ni tanto así.
Otra cosa que estaba olvidando es que, al menos hasta hoy, llevamos un polizón a bordo. Un diminuto y tímido polizón que cuando nos acercamos a él toma las de Villadiego aunque al rato regrese, no sé si contrito pero sí contento de volver a tener suelo, bueno, firme, bajo los…, no, no los pies, las paticas, puesto que se trata de un gorrión. ¿Qué hace un gorrión a bordo de un barco que surca el Atlántico camino de Buenos Aires? ¿Ha oído contar historias acerca de un zorzal criollo y ha pensado que sus trinos serán más apreciados en la Reina del Plata que en la fría inmensidad de los Parises de la Francia? ¿Dónde se encaramó al MSC Venezuela? ¿Fue que voló de París a Normandía y allí acechó nuestra singladura por el canal de la Mancha para venir a posarse junto al tambor de la cadena del ancla de nuestro barco? Querido gorrión todavía anónimo (ya te bautizaremos si nos sigues siendo fiel y no nos abandonas por culpa de una seductora canaria de plumaje anarajando y pico de oro): tu presencia en la proa es todo lo contrario de aquella vergüenza zoológica de que habló Valle-Inclán. Querido polizón minúsculo y saltarín: ¿no serás el pensamiento de Paul y Oskar vuelto “ramillete con alas” y que nos quieres acompañar como seguramente nos acompañan ellos aunque sea de una manera muy remota, en concepto de una ausencia que deben estar sufriendo las dos amadas criaturas? Mañana debo guardar pan del desayuno para llevárselo a su lugar acostumbrado, junto al ancla. Porque la pregunta es: ¿de qué se alimenta el pobrecito rodeado sólo de contenedores, metal y estachas de compacto cáñamo? ¿O logra extraer de este último, con sus jugos gástricos, un estupefaciente que le vale para engañar su estómago, como la mascada de hojas de coca a los indígenas del altiplano de Bolivia?
Cada vez más cerca las luces de Las Palmas, son las 22.45.
Esta mañana, a proa, conversábamos Werner, Don Lindo y yo mientras aguzábamos la vista para tratar de ser el rodrigodetriana del MSC Venezuela que anunciase las costas canarias: el doblón de oro lo hubiese ganado Werner. Pero lo que quiero consignar es que en el curso de la charla, y ahora ya no sé por qué, mencioné al Opus Dei. No lo conocían, nunca habían oído hablar de él. Y se trata de dos personas muy rodadas por el mundo y que provienen, ambos, del mundo de los ejecutivos, al menos éso es lo que podemos inducir de lo que nos cuentan de sí mismos. Y no conocían al Opus Dei, no sabían de su existencia ni lo habían oído mencionar: nunca. La verdad es que me quedé casi sin saber qué decir. No supe si felicitarlos o apiadarme. Sobre todo teniendo en cuenta, para lo uno tanto como para lo otro, que Werner se salió de la iglesia protestante, estuvo varios –largos– años al margen de la religión, y hace relativamente poco se convirtió al catolicismo. En fin, en la medida en que pude hacerlo de un modo desapasionado y objetivo, les expliqué qué es el Opus Dei. Tengo la impresión de que no logré ponerlos en guardia. No sé si es un dato que debo evaluar de manera positiva o negativa. Caben ambas posibilidades. O bien “Caminante, no hay camino / que no sea el de Escrivá”, o bien la versión original de Machado. Que, por ello mismo, no es versión: sino el original.
Cuando se sube por las escaleras del castillo de popa, a partir de la cubierta 3 se tamizan las luces, y a partir de la cubierta 4 son rojas en los rellanos, para irse acostumbrando los ojos a la oscuridad del puente de mando durante la noche. Y es lo que Diny suele decir cuando subimos: “Ya estamos llegando al barrio chino”.
Hemos rebasado la isleta de Las Palmas, con su faro, 23.10, pero no sé qué maniobra estará haciendo el MSC Venezuela, Las Palmas se alejan a popa, debe ser uno de esos problemas de navegación con estos monstruos, que necesitan medio Mediterráneo para dar un giro de 90°.
8.12.2001, sábado
Bajamos a tierra después de desayunar y nos disponemos a recorrer los tres kilómetros de terminal (estamos al final del malecón) que nos separan de Las Palmas. Así me lo dijo el agente del consignatario, a quien le pregunté cuando entrábamos a desayunar. Dicho sea de paso, me preguntó él que si yo era argentino, y cuando le respondí que no, que soy peninsular, de Huelva, me miró con absoluta incredulidad: pensó seguramente que le estaba gastando una broma. Al llegar a la caseta donde vigilan los agentes de seguridad del puerto le pregunté a la funcionaria de servicio si había cerca una cabina telefónica y si tenía una guía de teléfono de Las Palmas. “Eso no, pero la cabina está recién pasada la barrera”, me dijo, “llame a Informaciones de la Telefónica, es el número 1003”. Llamo al 1003 con mi tarjeta que todavía arroja un saldo de 600 pesetas. Le explico a la señorita que quiero saber el número de teléfono de Víctor Ramírez, cuyo segundo apellido desconozco, aunque sí sé que vive en la calle Párroco Segundo Vega. Al cabo de 30 segundos me llega la información a través de una voz femenina digitalizada. Llamo al número que me dan y me responde una voz femenina somnolienta que me explica que su marido sí se llama Víctor Ramírez pero no es escritor ni vive en la calle Segundo Vega. Me disculpo. ¿Qué hacer?, como se preguntó Lenin antes de seguir leyendo el Kamasutra sosteniéndolo con la mano izquierda y sosegando la entrepierna con la derecha. Veo que al lado de la cabina telefónica hay una oficina de una firma de despachantes de aduanas y entro y le pregunto al joven que está allí si tiene una guía telefónica de Las Palmas. Lo lamenta mucho, pero no es el caso. Así es que Diny y yo nos ponemos en marcha rumbo a la ciudad. No llevamos recorridos ni siquiera cien metros cuando el joven abre la puerta de su oficina y nos grita que volvamos, que ha encontrado un ejemplar de la guía. Volvemos sobre nuestros pasos y nos lo entrega. Sólo que hay que buscar el número de teléfono de Víctor en las siete apretadas columnas de Ramírez. Me doy cuenta enseguida de que es una tarea imposible, y como me doy cuenta también de que el joven anda apurado de tiempo y a punto de salir, le quiero devolver la guía. Pero me dice que me la puedo quedar. ¿Y usted?, le pregunto. “Tengo cuatro más”, me dice sonriente, “acabo de descubrirlo: como la oficina dispone de cinco números de teléfono, nos han enviado cinco ejemplares. Puede llevársela tranquilo”. Le agradecemos la gauchada y trotamos una vez más hacia la salida.
Un puerto puede llegar a desesperar a quienes quieran salir de él. Este de Las Palmas no lo concibió el rey que construyó el laberinto de Creta, pero sí un alumno suyo muy aventajado. Es la primera impresión, siempre corregible con el tiempo y la costumbre.
Frente a las oficinas de la Transmediterránea encontramos una plazoleta con bancos, árboles, canteros y dos o tres cabinas telefónicas. Repaso, sentado en un banco, concienzudamente, las siete apretadas columnas Ramírez de la guía de Las Palmas. Resultado: cero coma cero cero. Solución: un remedio de caballo. Llamo a Colonia, Carlitos descuelga como si estuviese esperando mi SOS y me pasa el número de teléfono y el del móvil de Víctor. Llamo, pues, a Víctor, quien también parecería que hubiese estado esperando mi llamada, responde al primer timbrazo. Acordamos encontrarnos en la Plaza Manuel Becerra, donde pasará a buscarnos con su coche. Aleluya.
Hemos pasado unas felices horas terrestres con Víctor y Juani y un grupo de amigos canarios. Primero en la casa de Víctor y Juani, donde volvimos a saludar a tres de sus hijos (Víctor, Javier, Sonia, no así Ana Mari) y donde conocimos a dos de sus nietas, Irene y otra, cuyo nombre guanche no logré retener y me pareció de mala educación hacer que me lo repitieran. De allí, a las 12.00, nos fuimos a Agaete, a la playita (Víctor se bañó, mimetizándose en una morsa con calzoncillo azul), donde nos encontramos con Javier Montes de Oca, quien ayer parecía habernos fallado en Tenerife. Nada de eso. En primer lugar, en la oficina del consignatario le dijeron que en el MSC Venezuela no viajaban pasajeros (¿viajamos quizás de manera clandestina, somos técnicamente polizones?). En segundo lugar, de todos modos, pidió al consignatario que se le comunicase al matrimonio Bada–Hansen que su amigo Montes de Oca no los podía recibir en Tenerife porque por razones inesperadas debía viajar ese mismo día a Las Palmas. Por supuesto, no hemos sido informados de este mensaje. Pero en fin, pelillos a la mar (océana, en este caso), puesto que finalmente sí hemos logrado vernos y además nos hemos citado para mañana. El almuerzo lo hicimos en un restaurante a la orilla del mar. Mi corvina rebozada estaba de chuparse los dedos. Los tomates y los aguacates ídem de ídem. Además de nosotros cuatro se sumaron al condumio José Miguel Cuenca y Alfonso O’Shanahan con sus respectivas medias naranjas. Con Alfonso, a mi izquierda, sucedió que primero me preguntó si era verdad que los chilenos estaban por la pureza de la sangre y rechazaban cualesquiera genes araucanos o de otras etnias en sus genealogías. La pregunta me sorprendió pero la respondí a mi leal saber y entender. Cuando poco después me preguntó si la película Missing había sido estrenada en Chile, y en su caso con qué repercusión, algo desconcertado le pregunté a mi vez que porqué me hacía tantas preguntas sobre Chile. Resultó que me creía chileno. Mi segunda nacionalidad supuesta en este día. Por lo demás hablamos mucho de literatura, de Moby Dick, de las memorias de Baroja (desconocía las de la hermana de don Pío, que no tienen desperdicio), y también de José Nogales, cuya novela El último patriota prometí hacerle enviar desde Huelva. Para rematar el día con el café preceptivo, subimos –repito: subimos– a un lugar llamado El Valle, en plena montaña. Me habla Alfonso muy elogiosamente de El soldado de porcelana, una novela de Horacio Vázquez Rial, quien es curiosamente el autor de la guía de Buenos Aires que llevamos en nuestro equipaje. Víctor y Juani nos trajeron de regreso al puerto, poniendo de relieve que, como buenos palmerinos, lo desconocían.
En casa de Víctor, en internet, descubrí publicado en La Opinión, de Los Ángeles, con fecha 2.12., mi nota sobre el euro como marsupial. Y en el suplemento cultural de ABC de hoy apareció mi nota sobre el Día Internacional del Regalo, con mi foto en recuadro. Doble alegría aunque mi foto es decididamente prescindible.
En Agaete vimos a un niño negro jugando con una mujer joven blanca. Juani nos explica que el niño es adoptado y que su mamá adoptiva, la joven blanca, lo inscribió en el Registro Civil con el nombre de Agaeto. Los dioses bendigan la sabiduría de ese corazón materno. Sentí humedad en los ojos, como luego, al poder por fin hablar con Montse por teléfono desde una cabina callejera, um orelhão (un orejón), según las bautizó el infalible sexto sentido lingüístico brasileño.
Son las once de la noche, llueve. Es hora de dormir.
9.12.2001, domingo
Después del desayuno, a las 9.30, y puesto que Don Lindo parece querer ahorrarse la mitad de la carrera de un taxi, nos acercamos con él hasta la garita de seguridad del puerto y desde la cabina telefónica inmediata pido uno que llega a los pocos minutos. Vamos hasta El Corte Inglés, donde nos despedimos de nuestro ahorrativo compañero de viaje, y en cuya puerta principal nos hemos citado con Javier a las once en punto. Como aún disponemos de casi una hora, lo primero que hacemos es comprar una tarjeta telefónica de mil pesetas y subir hasta la sexta planta, donde está la cafetería y hay un teléfono público. Hablamos con Rebeca, medio afónica ella, y dejamos un mensaje en la criada respondona electrónica de Chico. También llamamos a mi suegra en Holanda y a mi hermana en Huelva. Luego, las compras: turrón, figuritas de mazapán, almendas rellenas, paté de Jabugo (hígado de cerdo ibérico del fabricado por Sánchez–Romero Carvajal), galletitas, anchoas, cacahuetes, dos botellas de sidra El Gaitero de la extraseca, una de whisky (mucho más barata que en la cantina duty free del barco), y chocolatinas Mars que me recuerdan esa propaganda suya en la que se ve a una pareja en la cama, ella despeinada y rubia, tendida bajo el edredón del que sólo sobresalen sus pies, y él en primer plano, la cabeza con la boca abierta y a punto de morderle a ella el dedo gordo del bello pie derecho, y debajo de todo la frase “¿Te olvidaste de lo bien que saben los Mars?”… aunque debo decir que también yo, como el chico de la foto, preferiría tan apetitoso quesito… En fin, salimos del supermercado alimentario de ECI con una carga nada desdeñable de bolsas. Menos mal que Javier es de una puntualidad de cronómetros suizos homologados para Olimpiadas y ya nos está esperando a la puerta y podemos meter todas las compras en el baúl de su Seat.
Javier nos lleva a visitar el Jardín Canario y luego a Tafira, donde nos deja en manos de Víctor y Juani mientras él va a despedirse de su padre y a montarse en la guagua que lo llevará a Agaete, y de allí, con el catamarán, continuará su regreso a La Laguna. Javier es una de las personas más agradables, sencillas y receptivas que he encontrado en los últimos tiempos, o en mucho tiempo: concilia esa impagable, inimitable bonhomía canaria, con una lucidez y una honestidad intelectuales muy grandes para defender sus puntos de vista sin herir a quien a su lado sostiene algo diferente. Rara avis entre españoles… peninsulares. Le he regalado un ejemplar de Amos y perros dedicado a él y a su compañera canadiense Michelle, a quien aún no conocemos.
Con Víctor y Juani a San Mateo, donde nos volvemos a encontrar con Alfonso y Marta, y visitamos la Casa José Martí, que regenta Rafael Franquelo. Es curioso cómo los isleños tienen una memoria más desarrollada que la nuestra continental para recordar incidentes y frases de visitas pasadas. Ayer, José Miguel me preguntó si seguía viajando provisto de chocolate y whisky, como le conté cuando nuestra última visita a Las Palmas, hace unos diez años. Ahora, Franquelo me da a probar un coñac excelente lamentándose de que no sea mi predilecto, el Luis Felipe. Por cierto que Franquelo anda planeando un crucero a La Habana, en el 2004, con motivo de un aniversario redondo (no retuve cuál) de la cronología de José Martí; un crucero en el que deberá tomar parte toda la izquierda progresista y activa de las Canarias. Es posible entonces que le haya sentado mal mi comentario, durante el almuerzo, sobre el asimismo posible analfabetismo de Fidel Castro, un espantajo sobrevalorado en función de nuestras propias carencias. Apostaría triple contra sencillo, con la odiosa seguridad de ganar, a que el tal Castro jamás ha leído una línea de Cortázar o de Borges, y si ha leído a Gabo debe ser en los resúmenes que le hayan preparado sus edecanes. ¡Es tan fácil fingir sabiduría lectora, como ésa que se le atribuye! ¡Qué capítulo tan lamentable el del castrismo en la historia de América Latina! Una izquierda emperrada en defender a un tirano que ha jodido a su pueblo hasta extremos que lindan con el homicidio, y todo porque sigue siendo una espina clavada en el tobillo (ni siquiera en el talón) del Tío Sam. Si no fuese porque hay que llorar por el indefenso pueblo cubano, sería para morirse de la risa. Pero sea. Todo por la dignidad de América Latina. Y que los cubanos se sigan prostituyendo como bajo Batista.
Buen almuerzo en Casa María, en San Mateo. Unas gambas al ajillo que ya no probaré hasta mi regreso a la vieja Europa. Víctor nos trae de vuelta al puerto, y él y Juani nos acompañan hasta el MSC Venezuela y conocen nuestro hábitat por estas tres semanas. Les impresiona el barco, les impresiona la magnitud de la carga. Víctor nos felicita porque hayamos emprendido esta, como él la llama, “cura de distancia”. También me llama la atención sobre la singular coincidencia de que el nuevo barco amarrado al puerto a proa del MSC Venezuela es el Venice, el nombre inglés de Venecia, origen del de Venezuela. Nos despedimos con cálidos abrazos. Amigos tan queridos son difíciles de hacer, pero hechos, una vez hechos, imposibles de olvidar. Les agradezco en el corazón.
Bajo una vez más a tierra. No puedo irme a alta mar, por nueve días, sin haber hablado con Chico. Lo llamo desde una cabina que descubro en el mismo puerto, muy cerca de la popa del Venice. Está en casa, recién regresado, pasó el día ayudando a un amigo en su mudanza. Charlamos unos cinco minutos y me relajo completamente, de veras, me hubiera resultado abrumador lo de zarpar esta madrugada y no haber oído de nuevo su inconfundible voz y haber sentido esa sobria ternura soterrada en ella. Por lo demás, el FC Köln ha empatado hoy a cero en Friburgo, un punto más en la desesperada huida de los farolillos rojos que implican el descenso a la segunda división. ¡Manes de Overath, socorrednos!
Con su humor hanseático, seco y lapidario, Werner me decía anteanoche a propósito de nuestra estadía de dos días en Las Palmas y la consecuencia de que si nos marchábamos a la ciudad nos perderíamos cuatro de las cinco refecciones del plan gastronómico del MSC Venezuela: “Considerando lo que pagamos por un día de estancia en este barco” (son unos 80 dólares diarios per capita), “no sé si iré a la ciudad, Ricardo. Sería demencial desde el punto de vista económico”. Esto último, en alemán hanseático, suena así: “Volkswirtschaftlicher Wahnsinn”. Pero lo cierto es que él ha ido dos veces a la ciudad, ayer y hoy, a hacer su provisión de cerveza sin alcohol que la cantina fundamentalísticamente alemana del MSC Venezuela, olímpicamente, ignora. ¡Y vivan los adverbios terminados en mente, mal que le pese a García Márquez!
23.30, siguen las operaciones de carga. Fila inacabable de camiones acarreando contenedores al barco. Por la ventana veo el punto de luz del faro de La Isleta, y en este momento otro punto luminoso, un avión, empieza a cruzar en diagonal, desde abajo a la izquierda, el tercio inferior del rectángulo de la ventana. Cuando alcanza su mayor elevación, arriba a la derecha, y lo pierdo de vista, debe estar empezando a sobrevolar Fuerteventura. “Caminante, no hay camino, sino estelas en la mar”. Caminante, no hay camino, se hace camino al volar.
10.12.2001, lunes
A las 3.55 me despierto con el MSC Venezuela navegando ya a toda máquina. Aún se ven a lo lejos las luces de Las Palmas. Nos quedan ahora nueve días de mar y cielo hasta Brasil. Ahoi!
Mucho tiempo de mañana en la proa, acechando la aparición de delfines, pero en vano. Diny y yo somos los únicos que hasta ahora no hemos logrado ver ni delfines ni ballenas: el segundo oficial [Rochus T. Schneider] me consuela en el puente de mando diciéndonos que vamos a verlos de sobra. Werner dice haber avistado a proa, a las 14.45, una manada (el término técnico es “una escuela”) de delfines que nos acompañó haciendo cabriolas durante cinco minutos, al cabo de los cuales desistieron de seguir nuestro endiablado ritmo. El segundo oficial comenta que los pobres delfines han perdido la carrera contra barcos como el nuestro, capaces de desarrollar 20 y más nudos de velocidad de crucero. Hélas!
Después de la cena salimos Werner, Don Lindo y yo a la toldilla de la primera cubierta, que es la única donde se puede pasar de babor a estribor por la popa. A babor, lejos, invisible, África. Fumo un cigarrillo y les digo que me voy a estribor, a ver la puesta del sol. Me siguen. Es un deslumbramiento y una iluminación. El cielo ante nosotros semeja un lienzo descomunal en el que Tiziano estuviese aplicando rojos sobre un agrupamiento de nubes, y ellas a su vez semejan un mapa de Islandia que estuviera siendo desgarrado con ambas manos por un dios celeste y caprichoso. Desde el lugar donde estamos, un punto perdido y en movimiento dentro de la inmensidad del océano, puede seguirse paso a paso la llegada, el avance de la noche desde Oriente a Poniente, y cómo poco a poco se diría que todo color –antes de sucumbir, primero al gris, luego al negro– se concentra en un mínimo santuario bajo las nubes y cabe el horizonte. Otras nubes, grises desde el primer momento de nuestra observación, cierran gran parte del horizonte como una escollera, y crean detrás suya, por efecto de la luz residual, la ilusión de un nuevo mar más allá, un mar en plano inclinado, un mar detrás de un espejo, un mar de color tenuemente rosa, casi beis, de acuarela, y en el que una pequeña nube descolgada parece navegar como un submarino a medio sumergir. Es un momento mágico e imposible de plasmar o reproducir en palabras, aunque lo haya intentado aquí. Agoto ese momento hasta que la oscuridad se hace tan completa que hace sentir el fresco de la noche.
Concluyo la lectura de Moby Dick, uno de estos días la comentaré. Llega Don Lindo a nuestra cabina para traerme una entrevista con Juan Goytisolo publicada en el Welt am Sonntag que compró ayer en Las Palmas. Larga conversación en la que le cuento cómo conocí a Juan y cómo se convirtió en mi desprendido y generoso mecenas. Y también la historia de la gestación y la publicación de Ein Schiff aus Wasser (Un barco de agua), la primera antología integral de literatura española contemporánea editada en Alemania desde la guerra civil. Aparece Werner interrumpiéndonos para preguntar si bajamos al salón de recreo a ver una película. Ni Diny ni yo tenemos ganas. Se van ellos, Diny sigue leyendo y yo continúo con estas líneas.
Ha habido un momento esta noche en que se han parado los motores del barco, que ha seguido navegando por el impulso adquirido, pero en realidad era como el autobús que se detiene en una parada de regularización horaria. Luego escuchamos las señales acústicas que seguramente eran transmitidas del puente de mando a la sala de máquinas, los caballos de vapor se pusieron a trotar de nuevo en el hipocampódromo del Atlántico, y ahora, mientras estoy escribiéndolo, una vez más se paran los motores y seguimos adelante por la inercia de la velocidad adquirida, mientras el océano nos balancea un poco a la manera de quien mece una cuna o una hamaca o un columpio. Y aquí seguimos, y el agua bajo nuestra ventana sigue negra y quieta, no turbada por esas manchas verduzcas de festones blancos que delatan la actividad caminera de los motores. El MSC Venezuela trepida levemente, una, dos, tres veces seguidas, como cuando el motorista pisa fuerte sobre el pedal para arrancar su moto, pero nada sucede luego. Estamos detenidos en medio del océano, algo pasa…
Aproximadamente una hora después: ¡Y tanto que algo pasa! La electrónica falla en la sala de máquinas. Escuché un ruido en el pasillo de esta cubierta 5, abrí la puerta y descubrí a Don Lindo saliendo de su cabina. Me cuenta que estaba en el cuarto de recreo con el capitán y con Werner, divirtiéndose con un vídeo de Woody Allen, y que llegó el ingeniero jefe con la noticia de que algo andaba mal en la programación de la maquinaria. Y ya son las 0.01 del martes 11.12., aunque en realidad hay que descontar una hora en el momento, ahora, en que los motores se vuelven a poner en marcha, a ver si esta vez sí lo conseguimos, carajo… Y retorno al relato de Don Lindo: si se consigue reparar el defecto o reprogramar la computadora, ningún problema; de lo contrario tendremos que avanzar hacia Río como buenamente se pueda, y allí esperar a que monten de nuevo el programa de la computadora, enviado por vía aérea desde Hamburgo. O sea, que parece que ya tenemos nosotros programada, sin esperarlo, ni desearlo (pero no temerlo), una aventura viajera. Aunque, desde luego, si los motores siguen roncando como lo están haciendo ahora, a pesar de su ronquido creo que podremos dormir el sueño de los justos.
Me asomo a la ventana antes de ir a dormir. En lontananza, a estribor, la luz de un barco que navega en nuestra misma dirección. Y nuestro ritmo se mantiene. Avanti con tutti, pues. Y que se mueran los feos. Buenas noches, Maqroll. Lo que te divertirías leyendo estas líneas, o no: tú, tan hipocondríaco. Y suenan de nuevo las señales acústicas del puente de mando a la sala de máquinas, pero mejor me voy a dormir. Hoy será, ya lo es, otro día. Y mañana también lo será. ¡Ronquen, motores, sigan roncando así! Una tabletica de chocolate ¡y al sobre!
11.12.2001, martes
A las 7 de la mañana ya es de día. La mar un poco picada. Nuestro barco se bambolea levemente. La proa ha cargado mucha agua durante la noche.
Le echo una ojeada a la lista de la tripulación: Segovia, Rey, Pulido, Lamberto, Resurrección, Gerónimo (sic), Girón, Cabrera, de la Cruz. Todos filipinos y ni uno de ellos, con esos nombres españolísimos, habla castellano aunque, eso sí, lo entienden bastante. Esta nómina casi parece un censo de personajes de Juan Rulfo.
Cuando concluya este día (son las 22.15, ya es un nuevo día desde hace un cuarto de hora en Colonia), habremos concluido la primera mitad de la calculada travesía del Atlántico, o mejor dicho, de este viaje, la mitad del tiempo calculado entre Bremerhaven y Buenos Aires.
La temperatura ya es casi la del Trópico. La maquinaria parece haberse decidido a no dejarnos en la estacada enmedio del océano. Y acabamos de ver el vídeo de Misión imposible, donde la morbidez del comportamiento de la cámara, la ralentización de los diálogos y la sugestiva música de Lalo Shiffrin, para no hablar de la chispa que puso Brian de Palma en el tratamiento del guión, se conjugan en un entretenimiento siempre renovado. No la conceptúo como una gran película, pero sí como una de las más divertidas: es misión imposible tomársela en serio si consideramos, a toro pasado, el fracaso total de la CIA y el FBI en la detección de proyectos como la eliminación física de las torres del World Trade Center de Nueva York, y si pensamos en el calamitoso estado de la red ferroviaria inglesa. En este último sentido bien se la podría calificar como una película de ciencia ficción ferroviaria. Lo que más me gusta de ella es la frase del Hacker (¿cómo se dirá Hacker en castellano?) cuando Tom Cruise le pregunta qué se siente cuando se vuelve a estar incluido en el censo de los ciudadanos honorables: “Creo”, dice el Hacker, “que voy a echar de menos la falta de mi mala reputación”. Podrían aplicársela la CIA y el FBI desde el 11.9., su 11.9.: mi 11.9. es otro, igualmente criminal, pero protagonizado por los cipayos de los gringos, en Chile.
A eso del mediodía pasamos hoy a unas 20 millas a levante de las islas de Cabo Verde.
No sé porqué me puse a pensar en Napoleón y en el viaje que lo condujo a su destierro definitivo, y a su muerte. De repente me encontré formulando físicamente, de una manera literal, moviendo los labios, los dos primeros endecasílabos de un soneto que fue saliendo luego, a trancas y barrancas, a lo largo del día:
Por este mismo mar pasó Napoleón
camino del destierro a Santa Helena.
¿Qué pensaría el Corso? ¿cuánta pena
le estaría estrujando el corazón?
Un vasto mar, mayor en extensión
que su Imperio de Austerlitz y Jena,
aumentaba el rigor de su condena,
volvía gigantesca su prisión.
Mirándolo, tal vez recordaría
los días de su Córcega infantil
y el mar Mediterráneo, y el encanto
del helénico azul del Mediodía.
Mirándolo, seguro que el añil
del océano supo de su llanto.
Deberé volver sobre el soneto, donde hay versos (por ejemplo, el 11) que chirrían y crujen como el MSC Venezuela avanzando a toda máquina hacia las costas del aún lejano Brasil.
Pero ya que estoy metido en el terreno de la poesía no quiero dejar de anotar mi recuerdo de un poema de Ungaretti que encontré en el Museo de la poesía moderna, de Hans Magnus Enzensberger, y en el que cada estrofa termina con el verso “il mare, il mare”. Verso con el que a mi entender pretendía reflejar Ungaretti el movimiento de las olas al llegar a la playa y luego retirarse, aunque desde luego ésta es tan sólo una interpretación mía muy personal. Pero si la diésemos por cierta, o al menos como plausible, pudiera sostenerse que una traducción suya al castellano le añadiría un matiz que falta en el original italiano y que se originaría en el carácter ambiguo de nuestro sustantivo equivalente. Quiero decir con ello que ese verso podría traducirse como “el mar, la mar”, que transporta mejor que el original la imagen de la llegada y el retroceso de las olas. Y Paul y Oskar me miran sonriendo desde la foto que hemos colocado en la ventana de la sala que da a la proa. “Seguro, abuelo, seguro”, parece que me dicen. ¡Cómo los estoy echando de menos.
12.12.2001, miércole
Como no creo en la Numerología y Nostradamus me parece un charlatán, tampoco puedo creer que el hecho de ser hoy el duodécimo día del duodécimo mes se haya convertido en el detonante de una maravillosa revelación. Resulta que hemos tenido Diny y yo que hacer la pormenorizada lista de nuestras pertenencias a bordo, porque así lo exige la reglamentación aduanera brasileña (un tema sobre el que me explayaré más tarde, y sobre el que pienso escribir un vitriólico artículo en el que dé cuenta de la omnipresencia de Kafka en la burocracia del Brasil). Y al confeccionar esa lista de la manera más honesta y detallada posible –aunque no sin un cachondeo desmitificador– hemos vuelto a abrir el cartón que nos entregaron nuestros hijos como regalo de viaje y en el que creíamos que sólo quedaban por abrir los obsequios y sorpresas correspondientes al 24.12. ¡Craso error! Descubrimos que Diny se había equivocado cuando identificó como bolsas para el mareo un paquete que es en realidad el personalísimo calendario de Adviento de nuestro querido Chico. Son 24 sobres de plástico mate, cada uno de los cuales encierra un poema suyo, y están cronológicamente numerados desde el 1.12. hasta el 24.12., de manera que, muy contritos, hemos ido abriendo, uno tras otro, los doce primeros, y nos llevamos la grande, la bella sorpresa, de poder echar una mirada muy muy muy muy honda en el alma de nuestro hijo. Al menos para mí ha sido tan grande la sorpresa que no sé cómo expresarla, aunque sí decir que siento un enorme agradecimiento por este inesperado regalo. También volveré sobre este tema conforme vayamos avanzando en la lectura de su alma, tan puesta al desnudo en esos poemas. Lieber Chico: Danke!
Del día de hoy, por lo demás, anotar que tuvimos tras el segundo desayuno un ejercicio de situación emergente, con chalecos salvavidas y toda la correspondiente parafernalia (sirenas de alarma, etcétera): una situación que aproveché para preguntarle al primer oficial, Falko Emmeluth, por qué dos personas que viajan juntas en la misma cabina deben sentarse separadas en la embarcación insumergible que deberemos abordar en caso de peligro o fuerza mayor. Me contestó que siendo él segundo oficial siempre se preocupó de que los pasajeros de una cabina tuvieran asientos contiguos en dicha lancha, pero la explicación no acaba de convencerme, tengo la impresión de que hay en juego en este asunto una combinación numerológica digitalizada…, si bien –entonces– ello sería un argumento en favor del primer oficial: él se hubiera ocupado personalmente de corregirla. En fin, después del ejercicio nos enseñó la enfermería del barco, que me pareció muy bien equipada, pero a falta de un diván de psiquiatra para estar al día.
Ah, y ya hoy se ha inaugurado la temporada de la alberca del MSC Venezuela (llamar piscina a un lugar donde no hay peces siempre me ha parecido rarísimo): como ni Diny ni yo somos nadadores, me limito a constatar el hecho por mor de la exhaustividad de estas anotaciones. Aunque en realidad lo de llamar alberca a esa cubeta más bien vertical que horizontal es algo así como llamar cocodrilo a una lagartija. Por cierto, ¿no fue uno de nosotros, en Huelva, allá por 195ytantos, quien definió al cocodrilo como una lagartija que había leído a Nietzsche?
Antes de que se me olvide: el gorrión polizón nos abandonó en Santa Cruz de Tenerife, pero hoy he descubierto que hay al menos dos pequeñas gaviotas que se han sumado a nuestro viaje, y las he visto sobrevolando las olas más cercanas y arremetiendo contra los crucigramas centelleantes que semejan los cardúmenes de peces voladores.
Durante la cena surgió el tema Cuba. Como siempre que surge, gran cabreo por mi parte. Con un dictador gallego he tenido bastante en mi vida, que se metan a su Fidel Castro por donde amargan los pepinos. Yo soy de izquierda, carajo, y a las dictaduras de la derecha (que me resultan abominables y a las que repudio con toda el alma) las puedo entender justamente por su congruencia, pero a las dizque de izquierdas no encuentro ningún motivo, absolutamente ningún motivo, para perdonarlas.
De pie largo tiempo ante la ventana de nuestra sala, he llegado a la siguiente conclusión: Ese legendario aire tropical, caribe, no es otra cosa que el equivalente natural del residuo artificial que expelen los extractores de las instalaciones de aire acondicionado: una masa atmosférica tibia y abrasante, dulzona y repelente, todo a la vez. Y una vez más, que conste: odio el sol, el calor y sus supuestas bondades. El frío es lo que conserva. Que se lo pregunten, en el infierno o en el paraíso, a los jubilados boreales que se marchan a vivir a Mallorca o Costa Rica y se mueren antes que sus compañeros que se quedan en Baviera o en Dakota.
13.12.2001, jueves
Hoy, segundo cumpleaños de Oskar, comienza el día con una greguería observada desde la ventana: los peces voladores jugan a los dardos en el blanco de las olas. Y leo el poema de Chico que corresponde a este jueves, un poema que como todos los suyos recuerda intensamente los de amor de Erich Fried, y que traducido dice así:
intento
he intentado
no pensar en ti.
mas a cada intento de
no pensar en ti
he pensado en ti.
y lo he intentado
bastantes veces.
Anoche, antes de irme a dormir, a eso de las 23.10, el espectáculo de una tormenta lejana y muda al Noroeste. Súbitamente, el cielo se iluminaba durante uno, dos, máximo tres segundos, mostrando un ciclorama de nubes invisibles en la densa oscuridad. Fugacísimos Rembrandts. No se veían los rayos, no se oían los truenos. Tan sólo esos flashes detrás de los cuales nos estaban retratando desde algún OVNI.
El ojo avizor es una gran cosa. Estoy leyendo, por matar el rato, uno de esos que se llaman erotic–thrillers, de un nivel de escritura más bien adocenado, y de repente me encuentro con esta frase: “La paciencia es una forma inferior de la desesperación, disfrazada de virtud”… y me detengo y me digo que debo subrayarla como una perla en medio de un conchenal de trivialidades… pero la frase sigue: “como escribió el autor estadounidense Ambrose Bierce”. Aaaaaah, ya me parecía a mí que era una perla. Pero ajena. Aunque hay que agradecerle a la autora del thriller que nos la haya hecho conocer, y le haya dado el debido crédito al Viejo Gringo.
Dos noticias de parte del capitán. La primera es que esta noche, entre las 8 y las 9, cruzaremos el Ecuador. La segunda es que hoy se ha declarado una huelga general en Argentina. Pero lo que más me preocupa es algo que nada tiene que ver con esa huelga. Hoy es el 13.12.2001, pero en mi computadora (en Colonia) es el 13.12.2000, y si Andrés Hoyos no consiguió eliminar el virus que está programado para entrar en acción en esa fecha, entonces no sé qué pasará con mis archivos ni con el disco duro. Menos mal que el 80% o más de mis archivos los tengo a buen recaudo en un manojo de disquetes. Y es que mi pereza para llamar a un especialista me hizo siempre recurrir al truco de atrasar tres meses el calendario interno de la compu, pero el 30.11., por la mañana, poco antes de partir hacia Bremerhaven, cuando quise intentarlo de nuevo, la comPUTÍSIMAdora se negó en redondo a repetir la maniobra. Bueno, no hay nada que hacer, sólo confiar en la buena suerte que hasta ahora siempre me ha sido fiel en asuntos de electrónica
Tres temas pendientes de reseñar en estas páginas: 1°, ¿quiénes viajan en estos barcos cargueros, y por qué?, lo que me llevará a tener que hablar de los tres compañeros de viaje (uno de ellos hasta ha trabajado para el ejército yanqui); 2°, anunciar que Kafka no ha muerto y que se desempeña como redactor de las normas de declaración de bienes particulares en las aduanas, en especial en las del Brasil; y 3°, resumir mis impresiones de Moby Dick como si se tratase de un libro recién salido al mercado, creo que ello podría dar de sí una buena nota para algunos de mis periódicos. Y lo dejo por ahora porque parece que hemos tropezado con una marejada, el MSC Venezuela se bambolea no como el golfo de Vizcaya pero sí de un modo harto incómodo para la escritura.
El capitán: me lo encontré esta tarde cuando subía a nuestra cabina por las escaleras exteriores. Él salía de la suya hacia la alberca, con una toalla y un libro. Le pregunté qué estaba leyendo y me mostró el libro: la traducción alemana de La fiesta del Chivo. Lo felicité por su elección y añadí que era un libro no sólo bueno sino necesario. Él a su vez me felicitó por ser amigo de Vargas Llosa (a quien parece haber leído bastante) y añadió que acerca de la época que refleja su libro serían necesarios algunos más.
Increíble, pero cierto: Gargantúa no ha bajado hoy a cenar, debe estar enfermísimo.
A las 19.15 tuvimos invitados en la cabina, Werner y Don Lindo, que llegaron puntuales, para festejar con dos botellas de El Gaitero el cumpleaños de Oskar. Werner se trajo su lata de cerveza sin alcohol y atacó sin prisa pero sin pausa la caja de figuritas de mazapán: es un goloso irredimible. A las 20.06 sonó la sirena del barco y volvimos a brindar, en ese momento atravesábamos el Ecuador. ¡Qué gran tarea para Christo!, pensé, ¡la de poder empaquetar la línea equinoccial!
14.12.2001, viernes
El día se inaugura con la visión de una bandada de pájaros que nos acompaña a babor y a veces a popa, pero nunca de nuestro lado, el de estribor. Desayunando (por cierto, Gargantúa no está enfermo, sólo se quedó dormido ayer a la hora de la cena… casi añadiría ¡lástima! si no fuese que no deseo ser cruel), desayunando, pues, aventuramos que los pájaros de la bandada, los que no son gaviotas, deben ser albatros. El ingeniero jefe nos saca del error, los albatros no pululan por aguas tan cálidas: nuestros actuales acompañantes son Tölpel, nos dice. Luego de mucho rastrear en la memoria llego a la conclusión de que deben de ser petreles*. Después de desayunar los enfoco con los prismáticos desde la terraza de nuestra cubierta: flotando, mayestáticamente casi inmóviles en el aire, son como libélulas hiperdimensionales. Como un viviente logo de la ornitología. Supongo que su presencia se deberá a la cercanía de la isla Fernando de Noronha, que Diny y yo vimos de cerca cuando viajamos a Buenos Aires en noviembre del 66, en el transatlántico francés MMF Pasteur. Y en efecto, estamos en estos momentos a unas 16, 17 millas de la isla, a estribor de nuestra ruta: esta vez no la veremos.
En el puente de mando, adonde he subido a comprobar mi suposición, mantengo una larga charla con el capitán, quien me invitó muy cordialmente a entrar y parecía interesado en dialogar conmigo. A propósito de los pájaros me dice que sus excrementos son corrosivos, o abrasivos (ätzend, en alemán), y yo le cuento como ilustración el chiste del pirata con la pata de palo, un garfio en lugar de la mano derecha, y un ojo de vidrio. El pirata se encuentra con un amigo, al cabo de muchos años, y el amigo se sorprende de verlo tan cambiado: “¿Esa pata de palo?”. “Bueno”, contesta el pirata, “me caí al mar en el Caribe, y antes de que los compañeros me izaran a bordo, más rápido fue un tiburón y ¡zas! adiós pierna”. “¿Y el garfio en vez de la mano derecha?”, quiere saber el amigo. “Bueno, asaltamos un galeón español, se trabó gran pelea y uno de los marineros del galeón me cercenó la muñeca de un mandoble”. El amigo pregunta: “¿Y el ojo de vidrio?”. El pirata: “Bueno, yo estaba mirando al cielo, y pasó una gaviota, cagó, y la cagada me cayó en el ojo”. El amigo se extraña: “¡Pero de una cagada de gaviota no se pierde un ojo!”. “No”, contesta el pirata, y añade: “pero es que era mi primer día con el garfio”.
También durante el desayuno conversamos, con Werner y Don Lindo, que llegaron más tarde, acerca de la homosexualidad. Celebro que haya bastante unanimidad entre nosotros al respecto.
“Agreste mar es éste del Nordeste/brasileño…”, me empieza a rumorear el comienzo de un soneto en la cabeza. Y es que este mar nos balancea y nos columpia como si fuésemos corchos, y a mí lo único que se me ocurre es el endecasílabo aliterado que acabo de escribir. Deformación vocacional se llama esta figura.
Esta noche pasada hemos vuelto a atrasar una hora en los relojes. Me sorprendo hoy, a las 12.00, pensando que en Colonia son las tres de la tarde y que hoy es viernes y por lo tanto Montserrat acabará de salir de la guardería, empujando el cochecito donde irá sentado Oskar, mientras Paul trotará a su lado, o incluso puede que vaya en su bicicleta si no hace mucho frío. Al mismo tiempo que me asaltan estas añoranzas, y paradójicamente, sentí un alfilerazo de desencanto cuando Don Lindo me dijo, a continuación, que el lunes 17 llegaremos a Río. Tan rápido pasa el tiempo. Y lo estamos gozando tanto este viaje que quisiera que se prolongase un par de días más, pero, ¿cómo dice el tango?, “contra el Destino nadie la talla”, y nuestro destino parece ser que es el de llegar puntualmente en 21 días a Buenos Aires.
Coincido con Alfred Andersch en lo que dejó dicho en el prólogo al libro (Mein Lesebuch) donde antologizó sus lecturas preferidas: el mayor arte literario consiste en la descripción exacta y detallada, aunque, éso sí, sin llegar a los excesos hiper–realistas de las novelas cantábricas de José María de Pereda (¿quién lo leerá a estas alturas?). Por cierto que dichos excesos serían superados, y a la enésima potencia, en los bodrios del nouveau roman, una relación ésta que no sé si ha sido señalada alguna vez por los críticos, si bien no creo que los inefables libros de Robbe–Grillet y compañeros mártires le deban ni tanto así a una lectura de Pereda, quien con toda seguridad jamás debió ser traducido al francés. No, esos bodrios son fruto autóctono de la sinergia Falta de fantasía + Deseo de épater le bourgeois, característica (y tanto) de la exangüe literatura francesa del siglo pasado, si exceptuamos a Anatole France y Albert Camus. Sea como fuere, esta digresión viene a cuento de que estaba preguntándome cómo describir que en el ángulo estribor–proa de nuestra sala hay una planta de las llamadas de hidrocultura sobre la cual se halla siempre encendido, embutido en el techo de la cabina, un foco de luz que es su sucedáneo del sol. Como dormimos con la puerta de comunicación con el dormitorio siempre abierta, al irme a la cama corro las cortinas de las tres ventanas y apago todas las luces de la sala, incluyendo ese involuntario sosias del padre Febo. Esta mañana me he olvidado de volverlo a prender, y me da la impresión de que la pobre planta lo ha sentido, la veo ahora (22.25) algo así como mustia. Me produce una vaga pena, aunque al mismo tiempo me cuestiono la perversión del caso: una naturaleza viva necesita de una fuente artificial de luz y de calor para llevar a cabo su supervivencial fotosíntesis. ¿No es ello todo un símbolo de la degradación que marca la vida contemporánea? Mañana, planta perecedera pese a todo, prometo pulsar el interruptor y reconectarte al ciclo de la vida que te han programado.
Me asomo a la ventana. Directamente debajo de ella, en la cubierta 4, sigue iluminada la ventana de la cabina del capitán. Tal vez esté leyendo La fiesta del Chivo. A lo lejos, en la dirección Noroeste, las luces de un barco que no logro enfocar con los prismáticos, no son aptos para la visión dentro de la tan profunda oscuridad de la noche. Sólo otras dos, y se nos abrirá ante los ojos la inexpresable belleza de la bahía de Guanabara: “Cibdade maravilhosa, / cheia de encantos mil, / cibdade maravilhosa, / coração do meu Brasil”…, y suenan las señales de alarma en la sala de máquinas, espero que sea un defecto reparable sin necesidad de detenernos. Suenan como el llanto de un niño reclamando a su mamá.
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* Rectificación en tierra, dos meses después y tras consulta de un diccionario: Los Tölpel son alcatraces.
15.12.2001, sábado
¡La Cruz del Sur! ¡por fin! Anoche, antes de irme a dormir, salí a la terraza de popa de nuestra cubierta. Y allí estaba, esperándome desde hace 34 años. ¡Ingrato, me dijo desde lo alto, desagradecido desmemoriado! ¿Cómo has podido dejar pasar tanto tiempo sin venir a verme? ¡La pucha, digo! Y le pedí perdón y me la quedé mirando y mirando y mirando, admirado de su indescriptible y sencilla perfección. Si Sergius Piaseczki me hizo ser un día “el enamorado de la Osa Mayor”, esta Cruz del Sur me convierte en un bígamo sin redención posible.
9.10: Breve visita al puente de mando para confirmar un pálpito. Y así es: nos encontramos en estos momentos al largo de Salvador de Bahía, creo que tengo un ojo de buen cubero para el cálculo de las distancias, al menos en los mapas. Inevitablemente acude a mi recuerdo la persona de Jorge Amado, que se nos fue para siempre hace un par de meses. En Las Palmas leí que la Academia Brasileña había elegido a su viuda, Zélia Gattai, para ocupar el sillón dejado vacante por él. Me parece magnífico siempre que no se crea que es una especie de herencia. Zélia escribe requetebién y ya deberían haberla elegido académica hace muchos años, como a la querida galeginha Nélida Piñón: por méritos propios.
Una franja del océano y del horizonte permanece continuamente envuelta en una tenue gasa de niebla. No es otra cosa que el rastro del humo de nuestra chimenea, y por él sabemos a ciencia cierta cuál es la dirección del viento. Desde hace días, prácticamente desde que zarpamos de Las Palmas, se mantiene en el cuadrante de Sudeste.
Por si acaso fuera necesario un argumento más en favor de la teoría de la relatividad, consideremos el siguiente: Estamos habituados a ver las ballenas, los cachalotes, los narvales, en películas documentales de TV o en filmes como Moby Dick, y en verdad que son enormes, tal vez los mayores animales de la Creación. Nos dejan con el ánimo en suspenso. Ahora bien, hoy le he preguntado al capitán que cuál es la distancia desde el MSC Venezuela al confín del horizonte, y me ha respondido que aproximadamente 15 millas marinas. Esto quiere decir que nuestro barco configura el centro de una circunferencia ambulante de aproximadamente unos 55 kilómetros de diámetro. Y aquí viene ahora mi argumento en favor de la teoría de la relatividad. Si en esa circunferencia apareciese la más grande de todas las ballenas que haya visto a lo largo de mi larga vida de cinéfilo y la más corta de televidente, en verdad en verdad os digo que me parecería algo así como una sardina. Pero en realidad creo (debo ser sincero) que este argumento se me ha ocurrido de la pura rabia y no poca frustración por no haber visto ni un mísero delfín en quince días de navegación. Honni soit qui mal y pense!
Cuando nos visitó Werner esta noche, a las 19.30, le expliqué el origen del signo @ y cómo a través de él un sistema de pesos y medidas, ya obsoleto, ha reencontrado su camino en el léxico castellano gracias a la palabra “arroba”. En alemán lo llaman Klammeraffe (mono prensil) y en neerlandés aapestaartje (cola de mono). Lo que me extraña es que no haya habido hasta ahora ningún castellanoparlante que lo bautizara con la palabra “pendejo”. Y ello me recuerda el verso de Günter Grass en su poema Ehe: “Deine Haare im Klo” (“Tus pelos en el inodoro”). Aunque, ¿habrá tantos hispanoparlantes que sepan que los pendejos son los vellos púbicos?
Caminar por los pasillos exteriores y las escaleras asimismo exteriores de un barco como el MSC Venezuela, que avanza a 20 nudos y se hamaca en el oleaje nada sereno del Atlántico, ese caminar, digo, sobre todo para personas que padecen de vértigo, como yo, es una actividad indisolublemente unida a ir siempre agarrado de los pasamanos, las barandas y los guardamancebos. No sea que una ola inesperada vuelva nulo el precario equilibrio y lo arroje a uno por encima de la borda, o lo que no sé si es peor: le haga desplomarse desde la plataforma de la cubierta 3 al duro piso metálico de la principal. El resultado es que si uno recorre toda la longitud del barco, desde el comedor de oficiales a la proa, o escala a pata toda la serie de cubiertas, hasta llegar a la quinta, la de los pasajeros, acaba con la palma de la mano convertida en una placa de sal. Se siente uno algo así como digitalmente en salmuera. Y una mirada alrededor confirma que el océano no es de agua dulce. Manchas iridiscentes de sal alhajan el rojo de los suelos de las cubiertas, de los norays, de los escalones. Con todo, he descubierto que prefiero subir a nuestra cabina por las escaleras exteriores e irle ganando así, a cada rellano, una mirada más alta al mar. Prefiero sobre todos los lugares del barco el rellano de la cubierta 5, una pequeña terraza detrás de nuestra cabina, y desde la cual puedo gozar de noche, a todo trapo, del esplendor de la Cruz del Sur.
23.35: Buenas noches, Cruz del Sur, hermosa entre las hermosas.
16.12.2001, domingo
Una observación que hace tiempo llevo queriendo anotar, y que de tan evidente se me olvida de una vez para otra: el mar me hace mucho bien. Duermo sosegado, me levanto descansado y sin tener que hacer un esfuerzo sobre mi cansancio (en Colonia es un vencimiento diario el que debo realizar), como con apetito, bebo entre siete y diez tazas de café por día, subo y bajo seis pisos de escaleras un mínimo de cinco a siete u ocho veces diarias…, en fin, que la talasoterapia me va de perlas. Esperemos que ello me ayude a soportar sin mucho daño el tremendo verano porteño.
Werner lee aplicadamente a Balzac. Se ha traido media docena de sus libros, tomados en préstamo a la biblioteca municipal de Mölln, cerca del pueblo donde vive. Hoy le cuento la anécdota –real– de la funcionaria de Sección Femenina de Falange que, con la llegada de la democracia a España y la disolución de todas las instituciones que duraban desde nada menos que el fin de la guerra civil, pues encontró acomodo, o sea, fue reciclada dentro del aparato del Estado, en una biblioteca municipal. Nuestra amiga María José, inspectora del cuerpo de bibliotecarios, le hizo un día una visita en su nuevo puesto para enterarse de qué tal le iba. La buena mujer le dijo que le iba estupendamente y que se estaba ocupando de poner al día el fichero. María José echó una mirada al fichero por pura curiosidad y encontró esta maravilla:
Autor: Grandet, Eugenia
Título: El honor de Balzac
¿No es divino… si encubriera más lo humano?
Regresaron las gaviotas y los alcatraces, tal vez para anunciarnos la presencia de unos pájaros de cuenta: los piratas. No es broma. Al volver a la terraza de la cubierta 5, después del segundo desayuno, Don Lindo, que no nos había acompañado, nos anunció que nos habíamos perdido el espectáculo de un barco pesquero, de una cáscara de nuez tripulada por sólo tres personas, casi al costado del MSC Venezuela. Instantes después llegó donde nosotros uno de los cuatro aprendices que van a bordo, colocó el cartel de STOP en el acceso exterior al puente de mando, subió a éste y desde allí, con ayuda de una grúa ad hoc, levantó el tramo de escaleras que nos separaba de él, hasta ponerlo horizontal a la cubierta. A todo esto había hecho su aparición, siempre a estribor, del lado de tierra, una nueva embarcación de ínfimo tonelaje, otra cáscara de nuez, y que nos dio en la nariz que no se dedicaba al noble oficio de la pesca. Y no había hecho sino casi desaparecer por el Noroeste cuando avistamos una más, idéntica, a unas tres millas de nuestro barco. No sé si casualmente pasó por la terraza el primer oficial y nos recomendó que cerrásemos la puerta al regresar a nuestras cabinas, no sólo echando los cuatro pestillos de seguridad que tienen todas estas puertas (y que pueden abrirse tanto desde dentro como desde afuera), sino también con llave. Precauciones muy necesarias en estas aguas cercanas a Río y que lo serán mucho más luego, en el trayecto de Río a Santos, donde los descendientes de Morgan y de Drake siguen haciendo de las suyas. Cuando vamos a almorzar, por broma, le digo al camarero filipino que tiene cara de Sandokán. Lo cual no deja de ser cierto. Pero la verdad es que si los piratas quisieran asaltarnos, la distancia de nuestra terraza al puente de mando se salva sin necesidad de escalera con un buen garfio de abordaje y una de las que náuticamente se llaman en alemán “escalas de Jacob”. Y ya digo que los pestillos también pueden abrirse desde afuera, y las cerraduras no son las del tesoro de Fort Knox. Pero no sé por qué tengo la impresión de que todas estas precauciones son un toque romántico a nuestra singladura, un lenitivo del posible aburrimiento después de siete días de no ver sino el mar, la mar y nada más. Un poco de adrenalina no hace daño alguno, antes al contrario.
Esta noche, al llegar al comedor para la cena, encontramos sobre nuestra mesa una botella de Cariñena, de crianza, vendimia del 96: obsequio de Gargantúa. Resultaba penoso, por decir lo menos, que no hubiese también otra botella en la mesa de los oficiales, sobre todo después del ruido del descorche y de que Gargantúa le encargase copas al camarero. Werner se puso en pie y llevó la suya, llena, al capitán, arguyendo que él no bebe alcohol. La situación se volvió aún más penosa con Werner haciendo en voz alta comentarios irónicos con cara de palo, mientras que Gargantúa le susurraba a Diny que no quería quedarse sin vino para la noche de Navidad, a lo que Diny le repuso que en Buenos Aires se podía comprar muy buen vino de Mendoza. El resultado fue que Gargantúa se marchó a su cabina y volvió con dos botellas, otra de Cariñena y una de vino navarro. Con lo cual los oficiales también pudieron acompañarnos en el trago. Realmente es para asombrarse de la falta de tacto que pueden llegar a desarrollar ciertas personas. Menos mal que Werner funciona con la eficiencia de aquél mayordomo de la comedia de J. M. Barrie (el de Peter Pan, sí), aquél admirable Crichton que se convierte en el líder natural del grupo de aristócratas ingleses (sus amos) cuando éstos naufragan en el Pacífico, para regresar con asimismo toda naturalidad a su condición de mayordomo en Londres, después de ser rescatados por un navío de SMB. Ah, sí, a Werner debo dedicarle más de una página en los días que nos restan a bordo.
Lluvia, viento, tormenta lejana a estribor, sólo adivinable por resplandores fugaces. Estamos llegando (20.00) a la altura de Cabo Frío y por allí nos pondremos al pairo hasta que salga a buscarnos a las cinco de la mañana el práctico carioca. No nos detendremos en Río sino el tiempo necesario para la carga y descarga, y ni un minuto más. Por la tarde, temprano, pondremos proa a Santos. Con Diny hemos decidido no bajar a tierra en ninguno de los dos puertos brasileños. Otra cosa sería si éste fuese un viaje como los que hicimos en 1966 y 1967, o si fuésemos pasajeros de un crucero, idea que en la maldita vida se nos pasaría por la imaginación, ni mucho menos le compraríamos un boleto en el tranvía llamado Deseo.
A las 20.30 cedemos a la presión social y bajamos a la sesión de cine en el cuarto de recreo. Antes de las 21.00 la abandonamos medio ensordecidos por la banda sonora de un bodrio titulado Tres ángeles para Charlie, que debe hacer las delicias de los descerebrados adictos al walkman, pero invitan al decibelicidio a todos los amantes de la buena música.
Ventanas no ya cerradas sino atornilladas. La lluvia sigue y el cielo se muestra oscuro, no ya como boca sino como estómago de lobo. Mañana, Río de Janeiro. Y ojalá podamos verla con otra luz.
17.12.2001, segunda feira
Diny se levantó a las 5.00 para ver amanecer en Guanabara y parece ser que fue uno de esos amaneceres que sólo se consiguen, dónde si no, con efectos especiales en Hollywood. Alcancé a estar en la ventana cuando pasábamos ante las fortificaciones del lado de Niterói, el Pan de Azúcar queda a babor y por lo tanto invisible para nosotros en el momento de entrar en la bahía. Me afeito y me ducho y bajo a la cubierta principal, donde ya están los otros tres pasajeros, quienes no se han perdido un instante desde el alba hasta ahora. Hay neblina, un girón se desprende de lo alto del Pan de Azúcar como si fuese una bufanda. El Cristo de Corcovado abre sus brazos dándole la bienvenida a la masa de niebla que se lo tragará en pocos minutos: é um amorzinho o Jesusinho, não achan? Me abismo a través de los prismáticos en el recorrido panorámico de la ciudad, desde el Pan de Azúcar hasta el puente kilométrico que une Río con Niterói. En el sector militar del puerto redescubro el que debe ser o miniporta–aviões mais grande do mundo. Redescubro asimismo el edificio de la Estação Marítima, donde desembarcamos del Pasteur en noviembre del 66: nuestra primera pisada en suelo americano.
Detrás, más adelante la mirada, veo trepando por un morro una favela casi pequeñoburguesa, menos mugrienta que las que pueden verse ya dentro de la ciudad, por ejemplo desde la no sé si todavía cloaca que era en 1987 la laguna Rodrigo de Freitas. En la favela, a la izquierda, una capillita que me trae a la memoria la vieja melodía del Ave María no morro. Y al final del morro una roca acre sobre la que se yergue una cruz como si el morro fuese un modelo en miniatura del Corcovado. El puerto en sí, es decir, las aguas, son un vertedero que da grima mirarlas. ¡Puah! Del otro lado de la bahía, por Niterói, la secuencia de suaves colinas, envueltas en la gasa de la niebla, recuerda con sus colores un paisaje de pintura china o japonesa. Y me sorprendo luego con el espectáculo de unas garzas posadas en una boya que flota cerca de nuestro costado de babor. Lejos, en la Estação Marítima, atraca un crucero cuyo nombre no alcanzo a leer ni siquiera con los prismáticos. Su bandera parece la de Barbados o las Bahamas. Seguramente un crucero lleno de gringos.
Diny, después de contemplar atentamente una favela con los prismáticos, dictamina: “Lunes, día de colada”. De a deveras, como dicen los mexicanos: todos los tendederos están llenos de ropa puesta a secar.
Me dijo Diny que esta mañana uno de los primeros vigilantes que subió a bordo le preguntó algo en inglés –o en portugués– de lo que sólo entendió la palabra “teléfono”. Contestó que no, pensando que le preguntaba si ella sabía dónde había un teléfono. Pero no era éso. Poco más tarde, antes del almuerzo, también fue un vigilante quien me preguntó si quería telefonear, a lo que le contesté con un Obrigado! Está claro que disponen de teléfonos celulares y se ganan un sobresueldo con las llamadas de los tripulantes que no pueden abandonar el barco. Según el segundo oficial, con quien almorzamos solos al principio, suelen cobrar un dólar por minuto. No es caro. Después llegó el capitán y anunció que habían despachado por fin todas las formalidades aduaneras sin ningún contratiempo. Zarparemos para Santos a éso de las diez de la noche, nos dice.
Después de almorzar y de despedir a nuestros tres compañeros de viaje (que se han ido con un minibús alquilado por cinco horas, para recorrer la ciudad), salimos a la cubierta principal y decido practicar mi portugués conversando con los dos vigilantes que están en ella. Con el primero de los vigilantes pegué la hebra preguntándole por la única playa de Río cuyo nombre no recordaba. Y le recité las que sí: Flamengo, Botafogo, da Fora, y una vez pasado el Pan de Azúcar, las que siguen: Vermelha (de siniestro recuerdo: allí estaba un centro de torturas durante la dictadura), Leme, Copacabana, Arpoador, Ipanema, Leblón y Gávea, después ya viene la Barra de Tijuca. Bueno, la que me faltaba era Urca, entre Botafogo y da Fora, y el vigilante me dice que es el lugar más seguro de toda la ciudad, en el barrio viven muchos militares y hay constantemente soldados patrullando. Le pregunto luego que si la Lagõa Rodrigo de Freitas sigue hedionda, y me dice que sí, pero añade que ahora se celebran regatas en ella. Ante mi cara de asombro se echa a reír y comenta que es para que se ventile el agua. Un chiste carioca. El hombre es de la torçida de Fluminense…, pues ¿cómo puede uno hablar con un brasileño sin que salga a relucir el fútbol? Yo le cuento que muchos españoles de mi generación torçemos por Brasil desde la final de 1950 perdida en Maracaná frente al Uruguay por 2-1, ¡el gol de Alcides Edgardo Chiggia! En aquel tiempo no había televisión, de manera que sólo oímos la transmisión por radio con Matías Prats (primer tiempo) y Enrique Mariñas (segundo tiempo), pero lo que se nos quedó grabado en el alma fue ver a la semana siguiente en el No–Do al equipo uruguayo con la Copa Jules Rimet en alto dando la vuelta de honor ante un público brasileño puesto en pie y que aplaudía… llorando. A partir de entonces, Brasil fue nuestro equipo. Ay, don Quijote, qué hondo te llevamos…
El otro vigilante era aún más morocho que el primero. Quiero saber si lo de Vigiláncia Portuária, como reza en su casaca, es una institución privada o pública. Es privada, costeada por las navieras y los consignatarios. Le cuento que en 1987, en São Paulo, conocí el servicio de vigilancia más extraordinario que he visto en mi vida: la Polícia Funerária, encargada de velar porque no se profanasen las tumbas del cementerio de Vila Formosa. Parece que la tal actividad es muy rentable por cuanto hay muertos a los que se entierra con sus alianzas, o anillos, o zarcillos, o collares, para no hablar de dientes engastados en oro, que también atraen la codicia de los profanadores. El vigilante se ríe y me dice que por su parte él no entiende que los cementerios estén cercados con tapias, porque los que están dentro no pueden salir, y los que estamos fuera no queremos entrar: “Então?”. Me río con él: “É uma boa!”, sí, es una buena reflexión. Hablamos además de música y le cuento de mi admiración por Elis Regina, Vinicius de Morais, Tom Jobim (con cuyo nombre se ha rebautizado Galeão, el aeropuerto internacional de Río, me dice este hombre), y claro está que Dorival Caymi, María Creuza, Toquinho, Chico Buarque de Holanda, Caetano Veloso, María Bethania (a quien Diny y yo escuchamos un inolvidable concierto en el Châtelet de París)…, total, que el buen vigilante se exalta y me canta varios temas muy lindos, con poca voz pero buen oído. Al final cantamos a dúo un viejo tema de Carnaval:
Um Pierrot apaixonado
que vivía só cantando,
por causa d’uma Colombina
acabou chorando,
acabou chorando…
…y retengo el nombre de Benito de Paula, que el vigilante me recomienda. Y también canté con él a dúo, ahora que lo recuerdo, uno de mis temas predilectos de Chico Buarque:
Deixe en paz meu coração
que ele é um pote até aquí de mágoa
e qualquer desatenção
(faça não!)
pode ser a gota d’agua
¿Cómo traducir mágoa? En Canarias sí podrían, porque allí utilizan la voz magua. En resumen: me siento bastante satisfecho de mis prácticas de portugués.
El aeropuerto para vuelos domésticos, el Santos Dumont, en la propia bahía, mejor dicho, en la propia ciudad (el Tom Jobim también se encuentra en la bahía, pero más al fondo), pareciera ser un imán que atrae irresistiblemente a todo avión que se mueva en nuestra mirada hacia la izquierda: lo primero que vemos es un aparato descendiendo hasta su pista. Al cabo de dos o tres minutos desaparecen tras los barcos de guerra fondeados por aproximadamente la Ilha das Cobras, y luego parece que los hubiera engullido de un solo bocado la insaciable carioca. Casi como un juego de manos: visto y no visto.
Durante la merienda, terciando en una conversación que mantengo con el ingeniero jefe, el capitán se asombra de mis conocimientos sobre fútbol. Más se hubiese asombrado de asistir a los diálogos que he mantenido con el guarda nocturno de la Vigiláncia Portuária. Bajé a la cubierta principal enmedio de una de esas tormentas tropicales donde los rayos salen del mismísimo yunque de Vulcano para que los dispare Zeus en persona, y la lluvia es una Dánae entrenando para que la admitan en una Escola de Samba. Me encontré al vigilante y le ofrecí un cigarrillo y empezamos a charlar. Sé que es un tópico tratándose de brasileños, pero al cabo de muy poco ya estábamos hablando de fútbol. Él es de la torçida de Flamengo y me mostró con orgullo un librito que lleva en la cartera, con la historia de su club y el texto de su himno (de un tal Lamartine, supongo que no será el romántico francés homónimo). Al poco me preguntó si sabía quién estaba como oficial de guardia, para pedirle un café. Le prometí averiguarlo, pero todo está cerrado a cal y canto en el MSC Venezuela, y todos deben andar durmiendo, menos el oficial de guardia, al que no encontré: seguro que anda patrullando el barco, controlando la carga de los contenedores. De manera que subí a nuestra cabina y agarré una botella de cerveza (y una chocolatina Mars que me dio Diny para el buen hombre) y regresé donde el vigilante.
Y ahí sí que hemos hablado de fútbol. De la laranja mecânica holandesa, aquél once en torno a Cruijff que tan sólo perdió la final del 74 frente a Alemania. Y de Tostão, asegurándole que lo tenía por el mejor jugador brasileño de todos los que vi jugar, y eso le hizo resplandecer el rostro al tiempo que exclamaba: “O senhor sabe muito de futebol!” (con lo que me volví a acordar de que en los subtítulos en español de las películas brasileñas, “O senhor” –que sólo significa, sencillamente, “usted”–, siempre es traducido como “El Señor”, introduciendo además una mayúscula que teologuiza el diálogo de un modo surrealista). Y el momento estelar de nuestra conversación fue cuando evocamos el gol que Pelé no le coló a Banks en el partido Brasil vs. Inglaterra, campeonato mundial del 70 en México. Es una de las secuencias más bellas e intensas de la historia del fútbol. Pelé saltando en vertical, derecho como una vela, para cabecear picando al ángulo inferior izquierda, y Banks desplazándose en el aire como un delfín, desde el palo contrario, para despejar a córner. Algo de lo que solemos definir como milagro se materializó en ese instante. Creo que se puede entender muy bien mi desprecio hacia alguien como Maradona, atribuyéndole a Dios el haber metido un gol con la mano. ¡Ese Dios suyo lo hubiese metido desviándolo nomás con su mirada todopoderosa! Pero, ya se sabe: “Siglo XX, cambalache, problemático y febril, el que no es un Maradona, y el que no afana, es un gil”.
Son las 22.45 y el capitán nos anunció durante la cena que ya no zarparíamos a las 22.00, como previsto en un principio, sino a la 1 de la madrugada, pero al paso que van los trabajos de carga y descarga, no sé, me parece que vamos a poner rumbo a Santos bastante más tarde, aunque puede que me equivoque. Y antes de irme a dormir no quiero dejar de consignar que nos visitó Werner en nuestra cabina, invitándonos a su cerveza sin alcohol, y nosotros a él con turrón de yema tostada, al incorregible goloso. Lo que nos contó acerca de su recorrido de cinco horas por la ciudad, con Don Lindo y Gargantúa, es algo que merecería párrafo aparte pero en realidad ya queda subsumido en los retratos que voy haciendo a grandes pinceladas de los tres tan distintos caracteres de nuestros compañeros de viaje.
Con el capitán he convenido que la noche siguiente a la partida de Santos, cuando deberemos volver a atrasar una hora los relojes, la vamos a aprovechar para ver Lorenzos Oil, la película con Nick Nolte y Susan Sarandon, cuya sinopsis le he hecho y que le interesa mucho. Lo de aprovechar la hora de retraso horario tiene que ver con la duración del filme: 160 minutos. Por nuestra parte también aprovecharemos la circunstancia para invitar a una última ronda a nuestros oficiales, que tan bien se han portado con nosotros.
Una de las grúas mamuts se ha situado exactamente enfrente de nuestra ventana. Despierto a Diny, quien siente mucho más que yo la fascinación por estos monstruos. Siguiendo mi inclinación natural, prefiero salir a la terraza de la cubierta y despedirme de la Cruz del Sur.
18.12.2001, terça feira
Hemos salido de Río a las 2.30, según Diny: yo ya dormía. Navegamos esta mañana con la costa a la vista, es la isla Sebastião, o sea que estamos atravesando el Trópico de Capricornio. Y se nota. No solemos tener siempre presente que São Paulo, “o gigante intimista” –como la llama Ignacio de Loyola Brandão–, es una ciudad tropical. Y a propósito de ciudades: durante el desayuno Don Lindo intentó colocarme el discursito que se tenía preparado sobre Río, para contarme su excursión de ayer. Pero apenas dijo que Río es una ciudad muy linda, le interrumpí para contradecirle: Río no es nada linda, lo que es bello es el entorno donde está situada. Terco, me dijo que en su larga experiencia viajera había llegado a la conclusión de que sus cuatro ciudades favoritas son Sydney, Río, Vancouver… y una cuarta, una cuarta, ¡una cuarta de la cuál no lograba acordarse! Para cortar por lo sano le repliqué que mi ciudad favorita en todo el mundo es una que no me gusta ni tanto así. A su muda pregunta le respondí: “Colonia, la ciudad de mis hijos y de mis nietos, ésa es mi ciudad favorita, el resto es Venecia”. No se dio por vencido y dijo entender que Kölle fuese mi Heimat, mi hogar consciente y voluntariamente adoptado, pero que él, viajero durante toda su vida, no tenía un Heimat definido aunque lo estaba intentando en Berlín. Realmente, este hombre es bastante necio y corto de alcances. ¡Qué desperdicio de energía para tan poco resultado!
Una mariposa grande, grande, aterciopelada, de color castaño, como un torero vestido de tabaco y oro, agoniza en la cubierta principal. Recuerdo un título de Benavente: La mariposa que voló sobre el mar.
Gargantúa, que escucha todos los días el informativo en onda corta de la Radio Deutsche Welle, considera su obligación informarme a mí primero que a nadie de las noticias que transmite mi ex–emisora. Ayer me comunicó la muerte de Stephan Heym, hoy la de Gilbert Becaud. Tiemblo de sólo pensar en la noticia de mañana.
El ingeniero jefe me abordó en la cubierta principal con otra noticia poco agradable. Él y sus hombres se han pasado hasta el mediodía solventando una oclusión intestinal del gigante MSC Venezuela. Ocurre que algún desaprensivo ha estado eliminando por el inodoro colillas de cigarrillos, envueltos plásticos, palitos con doble extremo de algodón de los que se usan para sacarse el cerumen de las orejas…, en fin, porquerías que no son heces fecales ni orina ni papel higiénico, las únicas que debe arrastrar el agua de la cisterna. Realmente repulsivo, le digo. Desde luego, me contesta, y créame que no es nada personal contra usted ni contra su esposa, añade, pero tengo la obligación de decirle que ésto sólo sucede cuando llevamos pasajeros. Como lo miro estupefacto, medio se sonríe y concluye: “Ya le dije, no es nada personal, hasta debo decirle que es culpa nuestra, debiéramos haber advertido a todo el mundo que en los inodoros sólo se debe… etcétera”. ¡El pobre! ¡Vaya trabajo el que le ha caído justamente el día en que subirá a bordo, en Santos, nada menos que su novia!, quien le acompañará durante los días de fiesta y regresará luego a Alemania desde Las Palmas de Gran Canaria. Le aseguro cuánto lo siento y me quedo preocupado pensando en quién será nuestro marranísimo compañero. ¡La progenitora que lo dio a luz!, para decirlo bien finolis.
Imponente la entrada en Santos, como un paso de la Semana Santa andaluza recorriendo la carrera oficial por este río ancho y fabril, y febril, con telón de fondo oceánico de los rascacielos en la playa de Guarujá. A estribor, en la desembocadura del río, un viejo fortín que supongo de la época de la colonia. En las rocas inmediatas, bañistas tomando el sol, entre ellos uma pretinha com uma tanga fiodental, una verdadera tanagra. De repente, ante nosotros, sonrientes y muy excitados, uno de los aprendices alemanes y uno de los marineros filipinos. Le piden los prismáticos a Diny con una súplica tan ansiosa que es casi una exigencia. Y se deleitan un par de minutos con el zoom de nuestros prismáticos casi como prolongación de la erección que debe cargar cada uno, y al cabo se los devuelven a Diny y se van, algo avergonzados pero muy alegres. Los demás pasajeros se agrupan luego en la segunda cubierta de estribor, para seguir la maniobra del amarre (y el ingeniero jefe para saludar a su novia, que ya está esperando abajo en tierra); sólo Diny y yo pasamos a la de babor para repetir la experiencia de nuestra llegada aquí en noviembre del 66. En la Estação Marítima, un crucero italiano de la línea C, matrícula de Génova. El MSC Venezuela queda atracado al final de un muelle que está siendo prolongado por el procedimiento de clavar pilotes de granito o de hormigón en el lecho del río, con una máquina que produce un ruido repetitivo e infernal. Monótono el resollar del fuelle a vapor que deja caer una especie como de maza ciega sobre la cabeza del pilote, y suelta al hacerlo una nube caliginosa que al expandirse emite un ruido como si rasgara el aire en mil pedazos, y a ese silbido sigue el ruido seco del choque de la maza con el pilote, el cuál, centímetro a centímetro, se va hundiendo en el fondo del río. Un laborioso coito el de estas nupcias fluviales con el progreso*.
Esta tarde vio Diny saltar un pez volador en las aguas del puerto. Ayer fue Werner quien vio uno en aguas de Guanabara, otra cloaca. Su escueto comentario: “Habrá saltado para no lastimarse las escamas con el filo de una lata de conservas”.
Salimos a cubierta, la principal, a las 19.30, mientras el sol se pone tras el rascacielerío (sería minimizador e inexacto llamarlo el caserío) de Santos. Asistimos al encuentro de dos colosos. El carguero Saga Horizon, matrícula de Hong Kong, que remonta el río con doble ración de remolcadores, y el crucero genovés Costa Tropicale, que desciende la corriente rumbo al océano. Se saludan corteses (italianos y chinos, no lo olvidemos) con tres clamores largos de sirena, a los que sigue uno breve certificando la recepción. Los turistas del trasatlántico, todos muy jóvenes, según Diny (y sus prismáticos), disparan una foto tras otra convirtiendo la amura de babor en un festival de luces intermitentes. A todo esto, Don Lindo se ha marchado a la ciudad –una aventura suicida en esta terminal donde grúas, camiones, muelles de carga y contenedores surcando el aire componen un ballet cuyo libreto no conoce el lego– y no sabemos si ha regresado. Tendrá que hacerlo antes de las 23.00 porque nuestra partida está prevista para la medianoche. Pero si lo anoto es porque se marchó diciendo que tenía ganas de comer un helado en una heladería italiana. Por mi parte, pienso que comer un helado en una heladería italiana en Santos, si se tiene la suerte necesaria para sobrevivir a la travesía de esta terminal, no es una idea tan descabellada. Los dioses lo amparen.
Me he sorprendido ya dos veces repasando la documentación del viaje, donde he incluido los prospectos de la agencia que contratamos y en los que se reseñan todas las posibilidades de viajar en cargueros. Se ve que le he tomado gusto a la idea de navegar en estos barcos. En cualquier caso, en junio del 2004, si vivo para entonces, iré a Dublín en barco para pasearme por sus calles el día 16, centenario del Bloomsday, centenario del día en que transcurre la acción del Ulises de Joyce. Y en cualquier caso, también, en mi próximo viaje en carguero me llevaré como lectura Robinson Crusoe, La isla del tesoro, Tifón y Lord Jim, La última escala del Tramp Steamer y Memórias do cárcere: Defoe, Stevenson, Conrad, Mutis y Graciliano Ramos, o sea, póker de ases con comodín**.
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* Rectificación en tierra, dos meses después y al querer averiguar qué río es aquél a cuyas orillas se extiende Santos: Descubro que no hay tal río, como siempre creí, desde 1966. Santos se encuentra en una isla, la de San Vicente, arropada, digámoslo así, por dos brazos de tierra que la protegen del océano. Nunca te acostarás sin aprender algo nuevo.
** Ya en tierra he pensado que la lista debiera ampliarse con las robinsoniadas poco ortodoxas: las de William Golding, Michel Tournier, Jean Giraudoux y Gerhard Hauptmann…, y con La isla de los pingüinos, esa obra maestra desconocida (u olvidada) de Anatole France.
19.12.2001, miércoles
Hemos hecho el amor surtos en aguas de Santos. Esto se llama solidaridad con el ingeniero jefe y su novia, quien por cierto es tocaya mía: Ricarda. Y también solidaridad con los sueños calientes del aprendiz alemán y el marinero filipino al acostarse anoche solos, pero también a solas, con su pretinha da tanga fiodental.
Antes de entregarle al segundo oficial nuestro ejemplar de No Logo!, el libro de Naomi Klein, un libro que es una auténtica golosina, quiero copiar aquí algunas de las reflexiones que hice durante su lectura, algunas frases que subrayé. Así por ejemplo la llamada de atención sobre el hecho de que la esponsorización de artistas no es un fenómeno que en rigor podamos llamar contemporáneo: Klein recuerda con buen tino el caso de Mecenas y Horacio. También atinado lo que dice acerca de la instrumentalización funcional de la Bauhaus en la construcción de los rascacielos de las multinacionales estadounidenses, habiendo nacido ella como utopía socialista contra el churriguerismo que la precedió. Y esta frase: “Si la verdad es relativa, nadie puede sostener que los Diálogos de Platón poseen más ‘autoridad’ que Anastasia, de la 20th. Century Fox”. Una autocrítica generacional: “Estábamos tan ocupados analizando las proyecciones en la pared, que no nos dimos cuenta de que la pared misma ya había sido vendida”. Una cita de Chomsky: “La libertad sin la oportunidad es un regalo del diablo”. Y la etimología de la palabra free lancer, que tanto he usado pensando que quería decir “colaborador libre” (y ése es el sentido con que se emplea en los medios de comunicación), pero que nos remite al soldado mercenario que aportaba a la guerra su propia lanza, una lanza libre. Y una joya esta frase de Steve Emery, vendedor de la cadena Starbucks: “Quien paga con cacahuetes sólo conseguirá monos como mano de obra”. Otra joya la frase del escritor canadiense John Ralston Saul, diciendo que los máximos capos de las multinacionales son quienes dictan las normas de la economía mundial y están organizando “un coup d’Etat en cámara lenta”. Y otra frase más, de Tony Juniper, del grupo ecologista británico Friends of the Earth, quien dice que internet es “el arma más poderosa en la caja de herramientas de la resistencia”. Un libro formidable, éste de Naomi Klein, del que ya conocía un capítulo por su publicación en El Malpensante. Se lo presto, pues, al segundo oficial, quien a su vez se lo traspasará a Werner, que también quiere leerlo y después nos lo devolverá, una vez que haya regresado a Alemania. Es bueno que la semilla fructifique, y no sólo la de la mancha de aceite de este libro, sino la de la amistad. Tengo la convicción de que con Werner y el joven segundo oficial podríamos ya en este mismo viaje anudar lazos más duraderos.
Muy tarde en la noche, de regreso a la cabina, después de un día muy movido: Una mirada deslumbrada a la Cruz del Sur, y a dormir.
20.12.2001, jueves
Empezaré por el resumen del día de ayer, a partir de las 14.00, después de la siesta. Subí al puente de mando y mantuve una muy larga y linda conversación con el segundo oficial. Hablamos de una docena de temas, al menos: entre ellos, por ejemplo, de los países que ya conocemos y adonde nunca volveríamos, y los dos coincidimos en el nombre de Austria. Él se declara católico ferviente por la fe, pero guarda una distancia sana frente a la institución eclesial, le parece un disparate el dogma de la infalibilidad pontificia y asegura que todos quienes, como él dice, han recorrido las etapas del currículo católico, incluyendo la de monaguillo, tarde o temprano terminan adoptando la postura que él mantiene. Nació en el Palatinado, muy cerca de la frontera francesa, y cuando le digo que venga alguna vez a Colonia, a padecer al cardenal Meissner, me recuerda que ya lo padeció cuando esa cabeza cuadrada fue obispo de Maguncia: “Meissner y Ratzinger son una y la misma desgracia”. Hablamos también de arte (es un admirador de la sobria y admirable catedral románica de Espira), y de los romanos, de su talento cívico, de lo adelantados que estuvieron en materia de traída de aguas, canalización, aceras, letrinas públicas, baños públicos gratuitos. Le cito una frase mía, célebre entre mis amigos: “Italia es EL país; el resto son imitaciones”. La comparte. Me pierdo la merienda por la conversación, pero me alegro de ésta porque realmente es interesante hablar con alguien que tiene las ideas tan claras. Luego, durante la cena, el capitán anuncia que a partir de las 18.30 hay fiesta en el comedor de la marinería, con motivo del cumpleaños del tercer ingeniero, un filipino alto y musculoso. Vamos allá Diny, Werner y yo, a eso de las 19.00, y nos quedamos algo así como una hora: un sufrimiento sobrellevado con una gran resignación franciscana por mor de la solidaridad entre los navegantes, sean pasajeros o tripulación. Pero la verdad es que no sé cómo sus oídos sobreviven a las dosis masivas de decibelios con que los castigan. Bien es cierto que la mayor parte de ellos trabaja en la barriga del monstruo, entre la maquinaria, y allí el ruido es casi tan infernal pero menos melódico que en el vídeo de Britney Spears que habían programado para la fiesta. Cuando estamos por irnos (Diny a la segunda cerveza, yo al tercer cubata corto), llega el capitán y me dice que en Buenos Aires se han producido saqueos de tiendas y otras escenas de pillaje. ¿En qué país vamos a desembarcar? En fin, subimos al cuarto de recreo con idea de ver Lorenzos Oil, pero resulta que es la versión original subtitulada, y ni yo gusto de este tipo de bromas con la imagen, ni Werner tampoco, amén de que no puede leer –por su tamaño, pero también a causa de su debilidad ocular– los dichosos subtítulos. Programamos a cambio El profesor loco, de Jerry Lewis, y pasamos un buen rato. Mano a mano con el capitán, quien llegó terciada la película, nos bajamos 3/4 de una botella de Johnny Walker, durante el filme y después de él, cuando hablamos de Benny Goodman y, sobre todo, de su baterista Gene Krupa, en el legendario concierto del Carnegie Hall, el 16.1.1938, una fecha para la Historia. Al mencionarle lo de la oclusión intestinal del MSC Venezuela y lo que el ingeniero jefe me dijo, y también a Diny (que era una cosa que sólo sucedía cuando iban pasajeros a bordo), se puso serio y aseguró que debe ser un malentendido o que el buen hombre se exaltó más de la cuenta por culpa del lógico cabreo ante el nauseabundo trabajo. Me tranquilizo. Y al regresar a nuestra cabina (Diny duerme ya), un cigarrillo de yapa y una última mirada a mi amada nocturna y reencontrada al cabo de 34 años. Pero ésto ya lo dejé reseñado ayer. Pasemos al día de hoy.
A las 7.05 avistamos Punta del Este y la isla de Lobos. Y ya desde esta mañana me vuelvo a sentir atenazado por los nervios, esa especie de fiebre de candilejas que me entra antes de emprender un viaje, y que en este caso se reproduce al final de nuestra singladura. Y ello porque, supongo, a partir del sábado iniciaremos otro viaje: al pasado; y además, porque durante el segundo desayuno el capitán nos comunicó que en Argentina se había decretado el estado de excepción, y que en las algaradas de ayer había habido 10 muertos (16, rectificó luego, durante la cena). He pasado buena parte del día recostado en la cama o sentado en la terraza de nuestra cubierta, reposando sin hacer nada en absoluto. Creo que es el único lenitivo eficaz contra el obsesivo pensar en la situación que vamos a encontrar al llegar a Buenos Aires, eso además de la preocupación que deben estar sintiendo nuestros hijos en Colonia y nuestras familias en Holanda y Huelva, al seguir las noticias en la TV. También he pasado una media hora, de 14.45 a 15.15, en el puente de mando, con el segundo oficial. Me dice que va a echar de menos mis visitas porque de los temas que le gusta charlar, de cine y de literatura, desde hace mucho tiempo no ha podido hacerlo como en este viaje, conmigo. Por cierto, olvidé anotar que en nuestra larga conversación de ayer nos reconocimos ambos deudores del marxismo, y yo le hice una cita de Bertolt Brecht, aquella que dice que “Marx no es otra cosa que un Ricardo llevado a sus correctas consecuencias”. ¿Se la he citado quizás por segunda vez? En cualquier caso, bien educado, no me lo dio a entender, y desde luego no tuve que explicarle quién fue David Ricardo.
Sentado en la terraza de la cubierta 5 distinguí dos correcciones del curso del MSC Venezuela gracias a la estela que dejamos en las cercanías de la entrada al Río de la Plata. Luego, en la cubierta principal, divisé un trío de peces voladores, a estribor, dirigiéndose veloces a nuestra proa: corrí a babor y los vi pasar de nuevo. Ah, y contamos con un nuevo polizón con alas: un bello pájaro negrísimo, que si tuviese el pico amarillo podría pasar por un mirlo, pero no, es negro sin manchas de color. ¿Un zorzal? Y si es así, ¿cantará como Gardel?
Werner ha dejado abierta la puerta de su cabina, los dioses lo bendigan, para que podamos oír la Novena de Ludwig Van en la versión de la Filarmónica de Berlín, dirigida por Herbert Von. Aunque prefiero las versiones de Furtwängler y de Karl Böhm, aquí, frente a Punta del Este, a Ludwig Van regalado no se le mira la batuta que lo dirige.
Igual que anoche regreso muy tarde a nuestra cabina. Hoy no está la Cruz del Sur (oculta por las nubes) para despedirme de ella.
21.12.2001, viernes
Ayer, ya muy tarde en la noche, de repente apareció a estribor una cadena de luces que no podía ser sino Montevideo. Subí al puente de mando para confirmarlo y me quedé allí casi una hora, o más (también Diny vino a presenciar el trabajo nocturno en ese lugar). Es una atmósfera que imagino como perfectamente natural y laboralmente congruente para quienes están ahí trabajando. Pero para el espectador lego contiene una magia en la que intervienen tantos elementos como la oscuridad del lugar pespunteada por los monitores circulares de radar y los rectangulares de las cartografías, las luces de diversos colores de las teclas del tablero de instrumentos, los conos luminosos súbitos de las linternas para examinar algún apunte, el diminuto piloto rojo de la máquina del café: y además de esa oscuridad del lugar está la exterior, acribillada por los pilotos de las boyas y las luces de posición de los barcos que aguardan la llegada del práctico, y al fondo el horizonte empavesado de luces que es Montevideo; y además de esas dos oscuridades está el latir de los motores del barco, ronroneando como gato que acaricias a contrapelo, y están también los movimientos precisos y económicos en su funcionalidad con que caminan por el puente de mando el capitán y el tercer oficial, mientras el timonel permanece clavado como si lo hubieran fundido con el suelo delante de la rueda y sólo se percibe su presencia cuando confirma mediante escrupulosa repetición las indicaciones del curso que le da el capitán: “Two–four–two, sir!”, con voz grave y neutral. Se habla en voz baja, no deben sobreponerse nuestras voces a las que vienen desde los altoparlantes, de la sala de máquinas, de la comandancia de marina montevideana, del servicio de seguimiento marítimo uruguayo, del celular del práctico. El práctico llegó en su barquito a los pocos minutos de estar yo en el puente de mando. Lo vi ascender la escala de Jacob del MSC Venezuela y pocos minutos después ya hizo su aparición entre nosotros, vestido de blanco, con esa descuidada elegancia criolla que no sé si es natural o es pose. Se llama Carlos. El capitán me presenta como pasajero hispanoparlante y él me dirige la palabra siempre que hay un hueco en su actividad concentrada. Todo sucede en inglés menos cuando el capitán me hace alguna observación, en alemán, o el práctico dialoga con sus interlocutores de las estaciones que regulan el tráfico por el Río de la Plata, o cuando me habla, en ese castellano montevideano al que por fortuna le falta el tono prepotente y/o compadrito de los porteños. Poco a poco me va haciendo el censo: que de qué nacionalidad soy, que dónde vivo, que si vengo a visitar a mi familia… todo ello como breves entreactos en su laburo. La cuarta pregunta: “¿Tiempo de no venir por aquí?”. “34 años”, le respondo. Y su comentario, de un seco y contable humor: “¡Ah, ayer!”. No tiene mucha idea de lo que está pasando en la Argentina, compruebo al rato. Cuando me despido de él, casi a las 0.30, me da la mano firmemente y me dice: “Siempre a su disposición. Si me necesita, no dude en llamarme”. Se diría que le caí simpático, pero también puede ser un rito suyo, como cuando el español te dice alguna vez, hablando de donde vive: “Allí tiene usted su casa”. Una casa a la que no piensa invitarte nunca.
El capitán me habló ayer de “estado de excepción”, pero en las radios argentinas y uruguayas de FM que logré sintonizar febrilmente en el equipo de alta fidelidad de nuestra cabina, todas ellas, decían “estado de sitio”. Me crecieron la preocupación y los nervios, y decidimos en principio, Diny y yo, que si por alguna razón el MSC Venezuela hiciera escala en Montevideo antes que en Buenos Aires, desembarcaríamos allí y no aquí. Pero esto sucedió previamente a la llegada del práctico montevideano, quien nos ha dejado fondeados, según estimo, frente a La Plata: mañana llegaremos a Buenos Aires, donde entretanto ha sido levantado el estado de sitio (oído hoy en Radio Sacramento, de Colonia, la uruguaya, a las 14.00). ¡Qué suspiro de alivio! Antes, como sacramentalmente, la misma emisora había pasado la versión Madonna de Don’t cry for me, Argentina. Y también antes, en una emisora FM situada en la banda 97.10, y que transmitía en francés, me entero de la muerte de Léopold Sédar Senghor, el primer negro africano que llegó a miembro de l’Académie Française. Gran poeta, no tan feliz político.
La cobertura informativa de los acontecimientos en estas radios de FM es mínima y esquemática: un par de minutos, y no siempre, a las horas en punto. Meros telegramas que a veces ni siquiera se vuelven a redactar para un público propio. Así, el de la agencia Efe sobre la ayuda humanitaria prometida por la Madre Patria a la Argentina y donde no se dice nada más que una vez el nombre del país, el resto de las veces tan sólo es “el país sudamericano”. Con todo, en una radio de La Boca, oigo una cuña con la voz del ya expresidente Fernando de la Rúa al llegar esta mañana a la Casa Rosada para retirar sus efectos personales. Dice que le duele lo sucedido y que se enteró de ello (de los muertos) por la TV. La verdad es que los presidentes que se enteran por la TV de lo que sucede en sus países, pues lo mejor sería que dimitiesen casi antes de posesionarse de sus cargos. ¿O no?
Con hoy han sido 21 días de singladura. Cumplida la primera parte del sueño. Surtos en aguas del río color de mierda, agarrados a su lecho por el ancla, nuestro MSC Venezuela hace schwoien, como dicen los marinos alemanes. Desde la mañana, después del desayuno, a las ocho, hasta el momento en que escribo estas líneas, 17.10, hemos dado media vuelta completa sobre nuestro eje, es decir, el del barco. Debo averiguar cuál es el término náutico castellano para schwoien*. Y al frente, a un par de nudos, de millas, de pocas horas, espera Buenos Aires. Ojalá la segunda parte del sueño no sea una pesadilla.
20.00: Sesión de cine en el cuarto de recreo, con el capitán. Acaba de oír la Deutsche Welle y entre las noticias del día la de que el gobernador de la provincia de Buenos Aires quiere pedir el estado de excepción en su territorio. Nos ofrece llevarnos hasta Montevideo por cuenta de la empresa si la situación es grave. Se lo agradecemos pero entretanto hemos reflexionado tras el primer momento de pánico; y pensamos que no hicimos el largo camino de Colonia hasta aquí, al cabo de 34 años, para volver con el rabo entre las piernas apenas vislumbradas las luces de Buenos Aires. En cuanto a la película es una que regalamos a la videoteca del MSC Venezuela, una selección de los mejores sketchs de Mr. Bean. Divertida por lo descabellada. Pero prefiero a los hermanos Marx, y al gordo y el flaco, y a Buster Keaton.
23.00, antes de ir a dormir, el telegráfico noticiero de una emisora de La Plata. Una juez le ha prohibido abandonar el país al expresidente De la Rúa, a su ministro del Interior y al jefe de la Policía Federal, a causa de “los asesinatos” cometidos ayer y anteayer contra manifestantes pacíficos. Dijo “asesinatos” la locutora, me limito a transcribir. Por lo demás, el presidente del gremio de comerciantes de La Plata anima a los ciudadanos a comportarse normalmente y comprar como si nada. Temperatura 27°, humedad ambiente 85%, y se acabó el informativo.
El viento sopla, la Cruz del Sur se ha arropado con una mantilla de nubes y me voy a dormir. El último pensamiento es para Paul y Oskar al guardar en mi bolsa la foto de los dos que nos ha acompañado durante todo el viaje. Queridos niños, cómo os echo de menos…
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* Averiguado a los dos meses y con ayuda de un diccionario : El término náutico es “bornear”.
22.12.2001, sábado, aún a bordo del ‘MSC Venezuela’
8.20: Acabamos de atracar. Situación tranquilizada en el país, me dice el práctico del puerto, a quien sus interlocutores inalámbricos llaman Indio. Ningún problema, pues. Así es que, MSC Venezuela, ahoi! Hola, Buenos Aires, mi Buenos Aires querido, tan querido…Y canto para mis adentros:
Mi Buenos Aires querido,
ahora que te vuelvo a ver,
no habrá más penas ni olvido.
El mismo día, ya en tierra, en Don Torcuato, provincia de Buenos Aires
Malala y su compañero, Jorge, han acudido a esperarnos, estuvieron en la entrada de la terminal de contenedores desde las 7 de la mañana, recién a las 10 los dejaron pasar con el auto hasta el MSC Venezuela. Y la despedida de éste no pudo ser más emotiva. Ya antes, en el propio barco, el abrazo espontáneo de Werner, pero luego, cuando dos de los aprendices y un marinero filipino echaron mano a nuestras valijas para bajarlas por la pasarela, de inmediato una orden del capitán y las dejaron donde estaban. El capitán en persona y el primer y segundo oficial han bajado nuestras valijas y las han llevado hasta el baúl del auto de Jorge. Nunca olvidaremos este gesto inusual ni la cordialísima despedida de los tres hombres.
[Werner, con quien conversamos el 20 de enero, recién llegados de regreso a Alemania, nos dijo que en toda su vida de viajero en barcos de carga y/o crucero jamás había visto que el capitán y sus dos primeros oficiales transportaran a tierra las valijas de unos pasajeros. “Ustedes dejaron una impresión imborrable”, me dice, y yo me limito a transcribirlo, no sin cierto orgullo].
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Una versión más corta de este texto apareció en un número doble, 7 y 8, de la revista La Alegría de los Naufragios, publicada en Madrid en 2003.
Ricardo Bada (Huelva/España, 1939), escritor y periodista residente en Alemania desde 1963. Autor de La generación del 39 (cuentos, 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, 1994), Amos y perros (cuento, 1997), Me queda la palabra(ensayos, 1998) y Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, 2000). En FronteraD, donde mantiene el blog Urbi et interneti, ha publicado, entre otros artículos, El abecedario Mafalda, Julio Cortázar no se encuentra en casa, El limerick, un género poético ¿menor?, Contra Saramago y Heinrich Böll, una conciencia social