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AcordeónCuadernos de Barcelona. El desahucio demoledor como concepto transversal en la ciudad...

Cuadernos de Barcelona. El desahucio demoledor como concepto transversal en la ciudad postolímpica

El hondureño Carlos Flores, radicado en Barcelona, nunca había oído antes la palabra desahucio, asociada al verbo desaparecer, que tan descarnadamente ha definido la periodista Eileen Truax: “Desaparecido. Personas que antes estaban y ya no están”.

En algún punto de la bisectriz, desahucio también es irse para no volver.

Uno nunca se recupera del todo de la misma manera que nunca le serán devueltos los enseres desechados, extinguidos (cucharas, maceteros, cubrecamas…). Así, una parte del alma se descuartiza, se corrompe y se rinde.

Los datos de 2021 facilitados por el Consejo General del Poder Judicial mueven a la acción: en Barcelona se produjeron 1755 desalojos; en Cataluña, la comunidad-nación-región-territorio a la que pertenece la ciudad, ascendieron hasta los 9.398; en España, el Estado al que pertenece la comunidad-nación-región-territorio de Cataluña, 41.359.

El nuevo siglo se ha olvidado del espíritu olímpico que, en aquel lejano 1992, trajo a la segunda capital los “mejores juegos de la historia”, tal y como juzgó el a la sazón presidente del Comité Olímpico Internacional, Juan Antonio Samaranch.

Cuadernos de Barcelona narra el desplome de una época, refleja cinco historias escalofriantes propias del terror psicológico distópico del director cinematográfico Darren Aronofsky.

Aquí tenemos un inmigrante que acoge el calzado que otros ya han desgastado.

Aquí tenemos un chico a quien, siendo un bebé, sus padres (su padre o su madre o los dos juntos) abandonaron en la calle, en los contenedores en los que se vuelca la porquería.

Aquí tenemos otro chico a quien le conminaron: “Te vas en enero”.

Aquí tenemos una mujer que pasó un día entero con el corazón en vilo: la administración le había tapiado la puerta en cumplimiento de una orden inaplazable. No se cercioraron de sus códigos profesionales ni de los reales decretos que regulan estos procedimientos. Sus tres hijos se quedaron dentro, apiñados en la habitación, abrazados, conteniendo la respiración. Enterrados.

Aquí tenemos una señora a quien han dado por muerta antes de tiempo y a su hija que ha recorrido un camino kafkiano para reparar la cagada.

Aquí no tenemos el caso de la joven pareja formada por Carlos y Cecilia, que tienen tres hijos menores: Jessica (seudónimo), Jorge Alberto (seudónimo) y Terry (seudónimo). El peluche con el que los peques comparten las noches se llama Koala (tiene forma de koala). Y los agapornis con los que comparten los días se llaman Coco, Cristal, Gringo y Verde (tienen la forma del guacamayo Perico en el hombro del pirata mudo Cotton, personaje de la saga de Jack Sparrow). Y Duke, Drako y Simba, los american stafford que se salvaron de ser ahogados: unos despiadados los iban a meter en el tambor de la lavadora y darle al botón de centrifugado.

Aquí no les tenemos porque, con el desahucio, se precipitaron, se despacharon, rodaron ladera abajo. Y desaparecieron. Estaban y ya no están.

Desaparecido. Personas que antes estaban y ya no están.

El desahucio puede ser legal. Dícese: “Despedir al inquilino o arrendatario mediante una acción legal”.

No es moral.

 

1

No conoce a Koala, el peluche de unos niños que van a perder los juguetes.

Jamás ha viajado a Australia.

No conoce a Coco, Cristal, Gringo y Verde, los agapornis del amor en la casa de Cecilia y Carlos.

No conoce a Duke, Drako y Simba, los chuchos de un matrimonio joven que va a perder la casa.

No conoce a Jessica (seudónimo), Jorge Alberto (seudónimo) y Terry (seudónimo), los hijos.

No conoce ni a Cecilia ni a Carlos, los padres.

No conoce a Sergio, que se ha quedado en la puta calle.

Ni a Albert Aixalà, el chico a quien tiraron a la basura.

Ni a Noemí, madre soltera, ni a sus hijos: Bautista (seudónimo), Dylan (seudónimo) y Thiago (seudónimo).

No conoce a María, la madre de Mireya Masó. No conoce a Mireya Masó, que estuvo a punto de estrangular a un obtuso pazguato en “atención al público”.

Sin conocerlos, siente simpatía por ellos.

 

Alfredo pertenece a una dinastía de hombres con recursos. Nacido sin más posesiones que su propio ingenio, recupera zapatos de las calles, zapatos que otros se han quitado.

Regenta la Zapatería Campos, en la calle de Guadiana, en el barrio de Sants de Barcelona. De lunes a viernes excepto cuando no abre, que puede ser lunes, martes y miércoles.

Alfredo procede de la ciudad boliviana de Cochabamba, se vino al Viejo Mundo en busca de trabajo, posee la altura del palo de una fregona, sus músculos coquetean con las cuerdas destensadas de las guitarras de flamenco. Movimientos de iguana, sencillez en el trato, sulfato en la mirada, la descripción que hizo del corsario Walter Raleigh el Premio Nobel V. S. Naipaul en La pérdida de El Dorado: “Llegó a esa quietud en la que el hecho de la vida y la acción se reconcilian con el hecho de la muerte”.

Arruga el entrecejo, desconfía, como los loritos de Cecilia y Carlos. Recula. Con las manos sujeta un cordel de yute al que le da vueltas, como si quisiera anudar con él los paquetes de Santa Claus.

“No entiendo cómo la gente deja todos estos zapatos si pueden tener otros usos”, dice con la boca chiquita, polarizada entre las oes y las erres, ungido por un trabajo que él considera artesano. Pronuncia la frase y levanta las manos, el cordel colgado del anular, y muestra su catedral, estanterías cromadas con pares de zapatos desahuciados: bailarinas, botas militares, zapatillas para running… De amplia gama de colores: fucsia, blanco inodoro, marrón aromático… De cualquier número para cualquier edad, del tamaño de un siluro o del tamaño de una postal. Más o menos gastados. A precios reventados.

“Mira, estas bambas cuestan más de cincuenta euros en el mercado”, dice Alfredo, que repara en los sillares de cuero y nailon.

“Compro stock en una fábrica de Sabadell. Y también los vecinos me bajan el calzado que ya no usan. Y luego recojo en las basuras”, explica Alfredo, que toca suelas y toca telas y toca pieles curtidas y descosidas y cosidas. Él utiliza la palabra botadero, que no es el de Viejo Mundo sino del Nuevo Mundo, que también es viejo. “Tendría seis años cuando seguí con la bici un camión recolector [de las basuras]. Y le seguí hasta el vertedero, y vi que había muchas cosas útiles en lo que caía”.

Quizá una parte del calzado que recicla Alfredo pertenece a familias que han sufrido desahucios, porque en tales casos lo que uno no puede cargar a las espaldas acaba siendo sacrificado.

Quizá esos zapatos antes tuvieron dueños que prescindieron de ellos por necesidad.

Quizá los zapatos recibieron también su orden: “La parte demandante ejercita acción para la efectividad de derecho…”. Algo que no suena a aquella canción de Los Rodríguez: “Mi corazón es un músculo sano, pero necesita acción”.

Quizá las chancletas de Cecilia y Carlos acabarán en la Zapatería Campos.

Quizá, por carambolas del destino, y en un viaje al pasado a través de los universos paralelos, los patucos de Albert Aixalà peregrinaron a este rincón de Barcelona, de la Barcelona habitada por Los Diminutos.

Quizá, y como la vida es una tómbola, el calzado que alguien compre a precio rebajado en la tienda de la calle de Guadiana vuelva a pasar por las peripecias de sus antiguos compradores, en una reencarnación taoísta de luz y de sombra.

Quizá lo que recoge Alfredo por los contenedores de Barcelona nunca tuvo un final.

Quizá Alfredo es un dios pequeño con el poder de revalorizar las cosas pequeñas.

Quizá los pies, nuestros pies, los “pies de hueso arqueado” de Neruda, simbolizan la expulsión del paraíso, contando con que el paraíso representa un piso de cincuenta metros cuadrados sobre el que pesa un desalojo.

 

2

No conoce a Koala.

Jamás ha viajado a Australia.

No conoce a Coco, Cristal, Gringo y Verde.

No conoce a Duke, Drako y Simba.

No conoce a Jessica (seudónimo), Jorge Alberto (seudónimo) y Terry (seudónimo).

No conoce ni a Cecilia ni a Carlos.

No conoce a Sergio, del Raval, ni a Alfredo, de Zapatería Campos.

Ni a Noemí ni a sus hijos: Bautista (seudónimo), Dylan (seudónimo) y Thiago (seudónimo).

Ni a María ni a Mireya Masó, a punto de volverse majara.

Sin conocerlos, siente simpatía por ellos.

 

Albert Aixalà vivió un desahucio en carne propia. Él mismo fue uno de esos trastos viejos a los que les llega su hora.

Siendo bebé, le abandonaron en la calle, la letra de una canción roquera.

La calle del arquitecto Bonaventura Pollés, en el distrito de Sants-Montjuïc de Barcelona.

En esa calle, en Bonaventura Pollés, las farolas se parecen a los troncos de Brasil.

En esa calle, los coches híbridos circulan como los zombis de Thriller.

En esa calle, los portales envejecen al ritmo de la noche.

En esa calle, la Iglesia Misionera de los Discípulos de Jesucristo da cobijo a los necesitados, a los asesinos de la paciencia.

En esa calle, los restaurantes se visten de verde para beber cerveza fría.

En esa calle, se pega con fuerza en brazos y piernas. La escuela de artes marciales Chi Shin admite a cualquiera que venga a experimentar y no a pasar el rato.

En esa calle, Vanessa hace la permanente, “cortes, mechas y tratamientos”.

En esa calle, la oscuridad se acumula al atardecer.

En esa calle, las vías de tren se meten dentro de un cajón de metacrilato, chapa y hormigón, debajo de las sóforas y las tipuanas cilíndricas.

En esa calle, no se juega al escondite inglés.

En esa calle, el milagro juega a la pelota.

Esa calle no es curva.

 

Seguramente, si nadie demuestra lo contrario, Albert Aixalà, funcionario del Ajuntament de Barcelona, habría nacido en Barcelona, el 21 de octubre de 1979.

Como las vacas sagradas de la India, Albert recorre las calles con una tranquilidad pasmosa; más que pasear, flambea. Porque imprime a sus pasos el peso de los aranceles del pensamiento. Quiere decirse que Albert piensa mucho y que, por lo tanto, acierta mucho. Con las mejillas angulosas y crecidas, con unos ojos que podrían leerse como epigramas, con una barbilla acuartelada debajo de la boca pequeña, Albert anda mientras voltea las ideas que le vienen a la cabeza, más las que se van y las que se asientan después de un duro proceso de análisis.

Despegado de sí mismo, y feliz de sí mismo, se le notan las ganas de charlar, que, en la psicología lacaniana, se convierten en ganas de socializar. Sus amigos no se clican en Facebook o en las plataformas digitales, sino que se congregan: sus amigos son amigos de sobremesa.

Político de carrera, que es lo mismo que decir atleta de fondo, se le dan bien las encuestas, las metodologías y los enfoques culturalistas. Viniendo de donde viene, que es el hueco del ascensor de la infancia, ha dedicado su vida a la vida de los demás: alimenta los grupos sociales con los valores de la izquierda. La libertad, para hacer, decir, obrar, refulgir y abonar. Libertad de movimientos y de conceptos. La igualdad, que en su visión se extiende a la suma de oportunidades; igualdad y equidad se vuelven sinónimos. La fraternidad, que, como en el lema de la Revolución Francesa, se prodiga en las barriadas más humildes: la fraternidad empieza con la sumisión del hombre a Dios, si es que entendemos que Dios está en los demás y que en ellos se refleja.

Quedamos entonces en que Albert Aixalà, residente de L’Hospitalet de Llobregat, se nutre de verbos que transitan entre la perfección y la osadía: pasear, pensar, hablar… De tal manera que los aprendices del japonés Kurita ensayarían con un lenguaje emoji cien por cien Aixalà. En ese idioma contemporáneo, visual y táctil, el término anglosajón eviction, con sus connotaciones negativas, se representaría con una cuna, un pañal y una sonrisa naciente, particular, imperecedera. Ningún ser humano puede arrebatarle a otro la vida. Como él asegura: “Uno elige la vida que quiere”. En la elección nos lo jugamos todo.

 

Coordenadas de la entrevista:

  1. Forn Vivari (Coffee and Backery). / Y. 18.15 horas de un miércoles de marzo.

 

Albert Aixalà—¿Cuál es mi historia? Yo soy adoptado, lo he sabido siempre…
Reportero Jesús—¿Siempre?
AA—Sí, desde que tengo uso de razón, recuerdo que una vez mi madre me lo dijo. Me lo explicó siendo pequeño: que la persona que me parió no me pudo cuidar…
RJ—¿Recuerdas el argumento que utilizó?
AA—Que hay personas que, por lo que sea, no pueden cuidar a sus hijos. Y que los dan para que otras familias que no pueden tener niños los cuiden. En mi caso fue una adopción legal. Dio la casualidad de que en la escalera en la que vivíamos, en la calle del Corral, detrás de Magòria, éramos tres niños adoptados de la misma edad, y uno de estos niños, probablemente, era un niño robado…
RJ—¿Del franquismo?
AA—No, de los ochenta. Hay muchos casos de niños robados en esos años. Robados o no adoptados legalmente, “atribuidos”. Su madre fue a una clínica de Valencia y salió con un niño a pesar de no estar embarazada. El niño en cuestión de mi escalera no sabía que no era hijo biológico, pero yo sí lo sabía porque mi madre me lo explicó como un secreto. Por lo tanto, yo siempre he tenido presente este hecho. Y luego tuve, años más tarde, una prima también adoptada.
RJ—¿Tu madre tuvo otros hijos adoptados?
AA—No, soy hijo único.
RJ—¿Quiénes son tus padres adoptivos?
A.—Celia, que trabajaba en la confección y en la limpieza, y Josep, que trabajaba en la empresa automovilística Seat. La fecha de mi cumpleaños es la que es por santa Celia.
RJ—¿Por qué?
AA—Claro, yo no sé el día en el que nací. Por los papeles que les dieron a mis padres, a mí me encontraron el 9 de noviembre de 1979, con una edad aparente de uno o dos meses. Se suponía que yo había nacido en septiembre o bien en octubre. Cuando me adoptaron, el 20 de marzo de 1980, con seis meses, y de manera formal, se le propuso a mi madre que escogiera un día como fecha de mi nacimiento. Entonces mi madre pidió si podía ser el día de su santo, el 21 de octubre, supongo que para hacerse más con el niño.
RJ—¿Conoces el sitio exacto en el que te encontraron?
AA—Sé la calle, Bonaventura Pollés. En el informe de la policía que años más tarde leí ponía: “Abandonado en la vía pública”. Y que me habían llevado al Hospital Clínic. Siempre tienes dudas de si buscar o no buscar… Siempre hay esa duda… En un momento determinado, cuando tuve treinta años, rastreé las hemerotecas digitales de los periódicos, y di con una noticia en La Vanguardia, del 11 de noviembre de 1979. En un breve decía que se había encontrado un bebé, al mediodía, en la calle de Bonaventura Pollés, al lado de las vías de tren.

 

Sucesos. Página 38. Segunda columna, debajo, junto al anuncio del curso de acceso a la Escuela Universitaria de Diplomado en Enfermería.

 

“Hallazgo de un bebé de un mes

A las doce horas recibió la Policía comunicación de que en la calle Buenaventura Pollés, bajos, había sido hallada una bolsa de plástico que contenía un bebé de un mes de edad aproximadamente. El niño estaba envuelto en una toalla blanca y fue llevado rápidamente en una ambulancia hasta el Hospital Clínico, en cuya Sección de Cuidados Intensivos de la Sala de Pediatría quedó ingresado”.

 

RJ—¿Eras tú?
AA—Claro, ese niño era yo. No tengo un certificado, pero muy probablemente fuera yo. ¿Cuántos bebés se encuentran en la calle?
RJ—¿Alguna vez has pensado en cómo era tu madre?
AA—Muchas veces, pero no sabes ni lo podrás saber nunca. Evidentemente se podría indagar, y existen plataformas en las que pones tus datos genéticos…, y respeto que haya gente que lo haga, pero… Vivir con la angustia de la búsqueda, obsesionarse, no sé… Me lo he planteado, pero no he querido. Parto de la base de que no hay nada, por el hecho de que me encontraron como me encontraron. Desconozco si hubo una investigación en mi caso, claro que en la época tampoco había cámaras… Quizá nadie se diera cuenta de que una señora dejó una bolsa con toallas al lado de un portal.
RJ—Tu madre es tu madre y lo otro es pasado.
AA—Sí, pero eso no quita… Eso siempre está allí. Aunque lo racionalices, es algo que siempre está. Hay una realidad y es esta: la persona que tiene que quererte más, te ha dejado. Por los motivos que fuera. No la juzgo.
RJ—Tú no la juzgas y consideras que tuvo que ser difícil que hiciera lo que hizo.
AA—Sí, pero aunque llegue a esa conclusión, no quiere decir que eso no te haya marcado en la vida. Sigue estando ahí. No quiero remover lo que supondría conocer y, por lo tanto, es una estrategia de autoprotección. Estoy bien como estoy.
RJ—¿Ese vacío cómo lo rellenas? Porque no tienes fotos ni nada.
AA—No lo puedes rellenar, es algo que te acompaña. Por ejemplo, cuando me casé tuve que ir al Registro Civil para buscar la partida de nacimiento y, claro, tuve que explicar mi situación a quienes me atendían… Sé que estuve enfermo y en cuidados intensivos en esos primeros meses, con anemia, neumonía y distrofia muscular…
RJ—¿A qué achacarlo?
AA—No se sabe, no sé cuánto tiempo estuve en la calle.
RJ—¿Cómo fue el hallazgo, estabas en un capazo?
AA—En el informe hospitalario se especifica que estaba envuelto en unas toallas. No lo sé.
RJ—Tampoco pondría quién te encontró…
AA—No.
RJ—¿Por qué lo has explicado ahora?
AA—Porque me removió el hallazgo de un bebé prácticamente en el mismo sitio y en una época del año parecida. [El 24 de enero del 2023, una vecina descubrió un bebé de un mes en el portal de su casa, en la calle de Begur. A ocho minutos andando, se llega a la calle de Bonaventura Pollés.] Seguramente hace diez años no lo habría explicado, pero ahora tuve la necesidad y lo he normalizado. Poca gente sabía lo que me había pasado, no lo había dicho a casi nadie…
RJ—¿Cómo empezó este proceso?
AA—Salió el caso del niño de la calle de Begur y yo escribí un hilo de tuit diciendo que a mí me encontraron cerca de allí… Subí tres tuits. Y tuvieron mucho recorrido. Más de mil retuits y más de cien mil visualizaciones. Tuvo un impacto grande para una cuenta como la mía. Y durante dos días me llamaron muchísimos periodistas y buscaban mi teléfono. No salí en ninguna parte porque dije que no. Habría ido de tourné durante diez días. A los medios les da chicha. Dije que no a todo. A lo único que accedí es a El Periódico, en un medio escrito, para hablar a fondo. Recuerdo que la periodista me preguntó si perdonaba a mi madre y yo le contesté que no tengo que perdonar nada a nadie. No puedo juzgar.

 

[Primer tuit, 2.17 p. m. · 123,6 mil reproducciones: “Fa 43 anys em van abandonar a mi, també amb 1-2 mesos, un matí de novembre, al carrer de Bonaventura Pollés, a prop del carrer de Begur on avui han trobat aquest bebè. Mai ho havia explicat, però els paral·lelismes m’hi han conduït”. Segundo tuit: “Em van portar al Clínic, on vaig estar més de dos mesos hospitalitzat, i després a la Maternitat, fins que em van adoptar els meus pares. Mai he sabut qui em va abandonar ni quin dia vaig néixer. Potser aquest nen ho arribarà a saber, tot i que potser és millor no saber-ho”. Tercer tuit: “La notícia del meu abandonament va ser un breu l’endemà a @LaVanguardia a la secció de Successos sota l’epígraf “La Barcelona fuera de la ley”. Però aquesta peça d’avui a

@elperiodico_cat m’ha fet pensar en la persona, també desconeguda, que em va trovar”.]

 

RJ—¿No puedes juzgar porque es algo íntimo para ti?
AA—Antes sí, y con los años fui compartiendo con más gente esta historia. La primera vez que lo hice me sentí raro, después ya no.
RJ—Cuando lees noticias de desahucios, en las que casas enteras acaban en la basura y familias enteras, en la calle, ¿te tocan de manera especial por lo que te ocurrió?
AA—Me afecta todo lo relacionado con niños abandonados, y con gente a la que echan. Y yo he tenido una relación compleja con el aborto. Lo entiendo como un derecho, pero desde un punto de vista personal, buf… Una amiga me dijo: “Así tú el tema del aborto no lo debes de llevar muy bien”.
RJ—Pero tampoco sabes si tu madre quiso tenerte o no…
AA—Le expliqué a una amiga que quizá yo no habría nacido si en 1979 el aborto hubiese estado legalizado. Al final la realidad es que todo es contingente e incierto, nos consideramos muy importantes como individuos, pero no lo somos… En una entrevista en un diario, una chica nacida in vitro decía: “No somos el sueño de nadie”. Oye, perdona, tú existes porque alguien ha tenido…
RJ—Un sueño compartido.
AA—Si tus padres, biológicos o no, te tienen, es por su ilusión, su generosidad y su interés por ti. Llámalo como quieras. Este narcisismo millennial de que somos el centro del mundo… Oiga, que no.
RJ—Pero ¿tú no sabes los motivos por los que te tuvieron y por los que te abandonaron?
AA—No sé si ella era joven o no, no sé si tenía dinero o no, no sé su clase social… Entiendo que fue un momento de desesperación. Cuando eres padre…
RJ—¿Eres padre?
AA—Tengo un hijo de ocho años que se llama Marc. …Cuando eres padre, de algún modo te ves reflejado en él. Yo me vi a mí mismo en Marc. Revives lo que te pasó cuando ves la carita de tu hijo. Tampoco puedes ir más allá, porque en las conversaciones habituales de la familia de “se parece a su abuelo”, etcétera, yo no puedo ir mucho más porque no sé quién es mi familia real. Quizá mi madre o mi padre eran pelirrojos, no sé…
RJ—¿Te hace más falta tu madre natural o tu padre?
AA—Siempre es la madre, evidentemente.
RJ—Tampoco sabemos si fue ella quien te dejó allí en la calle. Todo es fabular.
AA—Sí, no sabemos si fue una amiga o una hermana de mi madre o bien fue mi padre. Yo no quería que mi hijo se enterara por otros de que yo era adoptado. Mi pareja, Elena, profesora de formación profesional, también me decía que quizá era demasiado pronto… Así que cuando Marc tuvo cinco años, se lo confesé. Él estaba en la cama y yo le estaba contando un cuento. Él se quedó patidifuso, ojiplático, los ojos como platos. Y su reacción fue: “Pero ¿la mama lo sabe?”.
RJ—¿Mediante la literatura has hecho algún tipo de terapia?
AA—Lo intenté hace más de diez años. Me matriculé en un taller de escritura, en unas clases de la escritora Lolita Bosch, en la Biblioteca Francesca Bonnemaison. En uno de los ejercicios, al final, me puse con una novela… Me salió una trama que empieza así: una chica sale corriendo y deja un niño en la estación de metro de Mercat Nou. Ese era el punto de arranque.
RJ—¿La primera frase cuál era?
AA—No me acuerdo. Luego había un personaje masculino, joven, y su tío vivía cerca de mi casa, y se dedicaba a la política, y ejercía de periodista y colaboraba en los medios de entonces…, y a raíz del caso del bebé abandonado en Mercat Nou, empieza a investigar lo de los niños robados. Vinculé mi historia con lo que se publicaba hace años. Un alter ego mío. El personaje se llamaba Marc.
RJ—¿Tu hijo se llama así por el personaje de tu novela?
AA—Puede ser.
RJ—Pero ¿seguro que no tenía título?
AA—Le di vueltas a este título: El sentit d’un final, de Julian Barnes. Le daba vueltas a su contrario: El sentit d’un origen. No lo acabé de desarrollar. En el taller una chica que estaba trabajando en otro tema similar al mío planteó: “Que te abandonen ha de ser muy duro”. Y yo pensé: eso se perdona escribiendo…
RJ—Y con un final feliz. Tú nunca has guardado rencor.
AA—No, pero te haces muchas preguntas.
RJ—Sin odio.
AA—Con vacío. A veces con mayor incomprensión. He tenido estos puntos. Sobre todo, hay voluntad…
RJ—¿Te ha condicionado?
AA—Sí, aunque se relativice, está ahí.
RJ—Quizá también es un proceso de aprendizaje.
AA—Por supuesto. La verdad de la vida es que yo llegué a casa de mis padres con seis meses, sin vida previa.
RJ—Como la vida es un ciclo, lo mismo el día de mañana…
AA—Encuentras si buscas, y yo no he buscado.
RJ—Dicen que la suerte es para quien la encuentra.
AA—Si la busca.
RJ—Ja ja ja.
AA—Una vez me pasó que vi a una persona con un parecido razonable al mío…, y me dio que pensar. Hay momentos… La cosa más loca fue el 9 de noviembre de hace una década. Me pasé media mañana en la calle de Bonaventura Pollés, mirando las puertas de las fincas en las que alguien me había dejado. ¿Qué estaba esperando?
RJ—¿Pasó algo?
AA—Nada.

 

En los contenedores de una esquina de la calle de Bonaventura Pollés, el mensaje, la profecía, la cochinilla algodonosa: “Deixa els mobles i els trastos vells els dilluns, de 20 a 22 hores, davant del teu portal”.

 

3

No conoce a Koala.

Jamás ha viajado a Australia.

No conoce a Coco, Cristal, Gringo y Verde.

No conoce a Duke, Drako y Simba.

No conoce a Jessica (seudónimo), Jorge Alberto (seudónimo) y Terry (seudónimo).

No conoce ni a Cecilia ni a Carlos.

No conoce a Albert Aixalà ni a Alfredo, el de los zapatos revueltos.

No conoce a Noemí ni a sus tres retoños (en realidad son cuatro): Bautista (seudónimo), Dylan (seudónimo) y Thiago (seudónimo).

No conoce a María ni a Mireya Masó, asqueada.

Sin conocerlos, siente simpatía por ellos.

 

El silencio cartujo puede liarse un cigarrillo de palabras.

Así lo hizo el novelista Antonio Gala (El manuscrito carmesí), que ingresó como monje en una orden monástica, contemplativa, solitaria. Gala lo describió así en la entrevista que le hizo el periodista Joaquín Soler Serrano en los años setenta: “El solitario de verdad, el solitario que acepta su vocación de soledad, porque es una vocación, me parece que es el más solidario de todos los hombres”.

Sergio Marín (Barcelona, 1977) ni ha leído los poemas de Gala (“Tenía tanta necesidad de que amaras”, en “Bagdad”) ni se ha metido en un convento, y habla por los codos. Pero, a su manera, sabe guardar silencio. Digamos que lo que tiene que decir no lo dice a la ligera. Como los saxofonistas callejeros de Nueva Orleans que se subieron al tren del jazz por puro proceso evolutivo, echa el arte por la boca.

El silencio de Sergio lo atamos al silencio de Extremoduro, la banda de rock que se colocaba con los pliegues de sus canciones. ‘Entre interiores’ (del álbum Para todos los públicos): “Quiero decirte en silencio que sobran palabras”.

A todo esto, Sergio –voz de Nacho Cano, mucha mili a cuestas, verbo afilado– se explaya como los poetas urbanos, grafiteros que le echan el aliento al pensamiento.

Las letras de La ley innata.

 

[Su madre, Enriqueta, falleció en un abril de hace unos seis años. El padre, José, falleció en un agosto de hace veintipico años. A su vez, José se había quedado huérfano muy joven. Desde hacía casi un siglo, la familia residía en la calle de San Jerónimo, enfrente de la calle de la Cadena, en lo que hoy es la Rambla de Raval, 32, bajando hacia el mar y a la derecha, en un piso de renta antigua de un bloque de cinco plantas en el que ya vivían los abuelos. Pagaban 239 euros mensuales].

 

«Mi madre murió hará seis o siete años, soy muy malo para las fechas. / Y ellos siguieron cobrando de la cuenta del banco. / Hasta que se acabó. / Entonces yo les pasé mi número de cuenta. / Yo hice mal porque tenía que haber avisado a los administradores de que mi madre había fallecido. / Tenía que haber hecho las cosas mejor. / Yo pasaba por un proceso malo de salud mental. / Desde el 2007, que empezó la crisis, yo no me he recuperado, no lo he hecho hasta hace año y medio. / Así es el país en el que vivimos”.

 

[Fincas Madruga (“Más tranquilidad para ti”) son los administradores, ellos. Gestionan parte de la cartera de viviendas del gran tenedor Patrimonis Bersach (sin página web), con quien nunca se ha comunicado Sergio.]

 

“Los de Fincas Madruga me enviaron un sms diciéndome que se habían enterado por un vecino de que mi madre había muerto, y que abandonara la casa. / Me cité con ellos. / Les quise pagar los atrasos, pero no accedieron; querían que me fuera. / Me dijeron: ‘Te vas en enero’. / Yo les dije que no, que no. / Me denunciaron y fui a juicio, y el juicio fue una mierda. / Entré en la sala y solo dije: ‘Buenos días y adiós’. / No me preguntaron nada. / El juez decidió que desahucio, sin valorar que mi familia llevaba más de noventa años en la Rambla del Raval, 32. / ¿Qué hacía? / ¿Qué podía hacer?”.

 

[Sergio tiene tres hermanas mayores, cada una de ellas independizada a su manera. Él vivía con la madre, hasta que la madre, con 81 años, se despidió de este mundo.]

 

“Entonces, me enviaron una carta del ‘proceso judicial abierto’. / El desahucio. / Ya lo había parado dos veces antes: la primera, hará dos años; y la otra, el 14 de septiembre del 2022. / La última, que fue la vencida, ocurrió el 13 de julio del 2023”.

 

[La comitiva judicial se hizo valer de la fuerza pública, y la Brigada Móvil se presentó con todos sus Geypermans, el jueves 13 de julio del 2023. En la terminología bélica con la que se incoan este tipo de expedientes, se ejecutó el desalojo].

 

“No tenía nada empaquetado. / Recogí todo lo que pude, durante cuarenta minutos o media hora, o igual fueron cinco minutos…; en el momento de tensión no sé lo que pasó. / Me traje una furgoneta cargada de cosas, todo lo que pude meter menos los muebles: ropa, calzado y lo que dio tiempo a meter en bolsas. / Y justo el viernes de la semana pasada, la propiedad me dejó recoger el resto que me había quedado allí. / Pero he dejado una cama y un cuarto pequeño entero con un armario. / En la Rambla del Raval, 32, todo está pagado por mi familia: caldera, grifería, ventanas…”.

 

[El día de autos, el jueves 13 de julio del 2023, Sergio durmió en un pisito del Passeig de Sant Joan, sin luz y sin agua. Una especie de piso franco, una herencia propiedad de una de las hermanas, que espera venderlo. El inmueble, tieso, es largo como las fincas de l’Eixample, con un balcón que da al Arc de Triomf y otro a un interior de manzana mordida. Sergio solo ocupa parte de una habitación; demasiado grande para él].

 

“Aquí yo estoy de paso. / Tengo echado el ojo a un par de ofertas, quiero buscar una habitación en el Raval, que es mi barrio y donde conozco a todo el mundo. / No puedo permitirme gastar más del cincuenta por ciento del sueldo para pagar el alquiler”.

 

[Sergio se ha traído la cama articulada en la que su madre, Enriqueta, dio el último suspiro. A ella la cuidó hasta el final y del somier con las láminas de madera antideslizante no se desprenderá. Las cajas con los libros las ha montado encima de un carrito de Adif de la Estació de França que un colega se encontró (“Prohibido su uso fuera del recinto de la estación”). También ha cargado con la bicicleta, los cedés de música y un cuadro que hizo con cuatro años, en el Día del Padre, y en el que puso sus iniciales. Un barco que surca un mar bravo, un mar cantábrico con un azul intenso, prusiano, férrico].

 

“Yo soy trabajador como mi padre, puntual como mi padre, manitas como mi padre.

/ Yo quiero vivir con mis normas y no me gusta que me mareen y que me magreen como un muñeco de trapo”.

 

[Sergio no cuenta con estudios, “era un mal estudiante”. Ha trabajado de todo lo que ha podido. Ahora, una empresa le ha hecho un contrato indefinido para realizar instalaciones eléctricas por Cataluña].

 

“Transformo locales vacíos en CaixaBanks [‘Cercanía es tener un préstamo cuando lo necesites’], en oficinas del banco, ya sean store o premium. / La de Casp con Bailén la he hecho yo, yo le he puesto las luces. / Estas sillas que ves son de Bankia [‘Integración’], las dejaron abandonadas en uno de esos espacios que ya ha cambiado de manos”.

 

[Odia las entidades bancarias, que chupan la sangre como los mosquitos tigre].

 

“Nadie se queja. / Vas a una manifestación y hay quince personas, cada uno mirándose el ombligo. / A nadie le remueve la conciencia. / Vivimos acomodados, agilipollados. / Fui a Sant Jaume a la concentración contra la decisión de [el antiguo presidente de la Real Federación Española de Fútbol] Luis Rubiales de no dimitir. / Ese tío, que cobra más que el presidente del Gobierno, se cree el dueño del cortijo. / Esto es España. / Aquí vale todo. / Nos tienen la cabeza comida”.

 

[Se sigue apoyando en la organización autogestionada Raval Rebel: “Cap veïna fora del barri!”. Ellos estuvieron a su lado cuando más lo necesitaba. Difundieron un comunicado vía Telegram: “El 31 de mayo del 2023 fuimos a las oficinas de Patrimonis Bersach, S. L. y de Fincas Madruga. Pedimos la suspensión del lanzamiento del 13 de julio y la negociación de un alquiler asequible para Sergio. Se negaron rotundamente a atendernos y dejaron muy claro que no tienen ninguna intención de negociar”].

 

“Si no es por Raval Rebel… / Todo lo que he aprendido es por ellos, cómo hacer las cosas justas. / Me han ayudado mucho, y me han dado mucho apoyo. / Los hay del Barça o del Madrid. / Yo soy de Raval Rebel”.

 

[El piso de debajo de donde hoy se repone el poeta urbano Sergio Marín, en el Passeig de Sant Joan, es un piso turístico].

 

“La vivienda está fatal. / Lo que tenemos que hacer es quejarnos, un millón de personas quejándose para que bajen alquileres y que bajen hipotecas y que pueda haber oferta: si quieres piscina o si solo quieres un cuarto pequeño. / La vivienda es un bien, como el aire que respiras”.

 

[Su mascota, un bichón maltés, se llama Chispa].

 

“Los cambios me van muy mal y a ella más todavía. / Es mi perra y la quiero con locura. / Me ha ayudado más que muchas personas. / Me he tatuado su nombre en el pecho: Chispa”. 

 

[El dramaturgo del teatro del absurdo Eugène Ionesco: “Los hombres han canalizado todo su poder de amistad hacia los gatos y los perros, y no les queda nada para sus semejantes”].

 

Avisada Fincas Madruga para que aporte su versión: Ante todo agradecemos su interés en conocer y hacer saber nuestra opinión, pero lamentándolo mucho, la propiedad no nos permite hacer ningún tipo de declaración sobre este asunto”.

 

4

No conoce a Koala.

Jamás ha viajado a Australia.

No conoce a Coco, Cristal, Gringo y Verde.

No conoce a Duke, Drako y Simba.

No conoce a Jessica (seudónimo), Jorge Alberto (seudónimo) y Terry (seudónimo).

No conoce ni a Cecilia ni a Carlos.

No conoce a Albert Aixalà ni a Alfredo, el de los zapatos agujereados.

No conoce a Sergio, que cuidaba de su madre y le limpiaba el culo en el ocaso de la vida.

No conoce a Mireya Masó, la hija de María. No conoce a María.

Sin conocerlos, siente simpatía por ellos.

 

La Noche de Reyes del 5 de enero del 2019, tres chicos se hicieron una bola en la habitación de un pisito en el barrio de Ciutat Meridiana, en un tercero segunda también maldito. Se hicieron una bola porque se arremolinaron en un abrazo de seis brazos, un abrazo de Armagedón con el que ahuyentar maleficios, malandrines y gestores comerciales de las entidades financieras. Los tres chicos se quedaron todo un día encerrados a cal y canto, una versión fatídica del poemario de Rafael Alberti: “Los carteros no creen en las sirenas/ ni en el vals de las olas, sí en la muerte”. Esa tarde no pudieron ir a la cabalgata de Reyes, no pudieron coger caramelos, no pudieron ilusionarse y colmarse y henchirse, ni sus ojos relampaguearon con el brillo de la luz de los sueños. Esa tarde, la madre, Noemí, no pudo comprarles nada a cargo de Sus Majestades de Oriente. Y esa noche, ya abierta la puerta y roto el sello de la lápida que les habían puesto, los Reyes Magos no se personaron: o no encontraron la dirección o no buscaron lo suficiente o los camellos se desfondaron o no quisieron subir a los cerros de la periferia o sacrificaron a los niños buenos de malas rentas para meterse en las casas de los niños malos de buenas rentas. O Banco Sabadell (“Acompañarte”) compró las almas de Melchor, Gaspar y Baltasar para horadarlas y secarlas: “Oferta Sabadell nuevo cliente: llévate el 2% TAE y un extra de 250 euros al traer tu nómina”. O bien los propios Magos de Oriente se pasaron a Occidente y se reciclaron como funcionarios judiciales, y estamparon su firma en el acta por el que a los niños de hogares que no estén al corriente de pago se les priva de cualquier regalo, artesanal o comprado en ToysRus. O bien los Reyes, y los carteros reales, directamente, se olvidaron de Bautista (seudónimo), Dylan (seudónimo) y Thiago (seudónimo).

 

Artículo entero. Una versión reducida se publicó en el número 151 de la revista La veu del carrer (abril del 2019), órgano de la Federació d’Associacions de Veïns de Barcelona.

 

Noche de Reyes. El Banco Sabadell tapia un piso de su propiedad con tres menores dentro

“Ya vienen los Reyes Magos caminito de Belén”.

El tradicional villancico retrotrae a las tardes de cabalgatas en víspera de Reyes, a los días previos de ilusión, dicha y familia.

El sábado 5 de enero del 2019, el día anterior de Reyes, tres menores quedaron confinados en su casa, sellada como si fuera un compartimento, una tumba zombi.

La hondureña Noemí (Tegucigalpa, 1980) se había ido temprano a trabajar, a fregar fincas (escaleras): “Voy unas horas aquí y otras horas allá”, para ganar un sueldo de unos cuatrocientos euros mensuales como media.

En la otra punta de la ciudad, operando con estropajos y abrasivos y detergentes, Noemí recibió la llamada de David, el tercero de sus cuatro hijos, de 16 años. Eran las 10 de la mañana.

Bautista—Mamá, creo que nos han puesto una puerta metálica, no puedo salir.

Él no había oído al operario trabajar con diligencia, incrustando el blindaje como si fuera la tapa de un sarcófago romano, la chapa metálica con el número de serie 97/E/18.

Noemí—¿Cómo es eso? Estás bromeando, ¿no?

B—No, algo han puesto que no se puede abrir la puerta, está bloqueada.

N—Pero ¿todos están bien? Ahora no puedo ir…

No hubo disyuntiva posible: si abandonaba el puesto de trabajo, Noemí se quedaba sin blanca. Sin microsalario no hay comida.

Curiosa porque no se desalienta, abrumada por los pagos que le pesan como el exceso de equipaje, transparente por el examen al que somete su conciencia, así es Noemí, madre ejemplar que tira adelante como puede.

En el 2007, vino con su hermana a Cataluña. Primero se instaló en el barrio de Santa Eulàlia, en L’Hospitalet de Llobregat; después se juntó con el padre de su cuarto hijo, que acabó pegándole. En diciembre del 2018, se trasladó con sus cuatro chavales hasta el tercero segunda de Rasos de Peguera, 67, en Ciutat Meridiana (Nou Barris), inmueble propiedad de Banco Sabadell.

“Hay una gente a la que le puedes comprar pisos. No es comprar. Tú le das un dinero y ellos te arreglan una casa para ocuparla, una casa vacía que pertenezca a un banco. Se les conoce porque eso corre de boca oreja. Les llamamos Los Que Abren Puertas. Yo les di todo lo que tenía, 1.700 euros. Entonces esta gente, que cuenta con sus propios cerrajeros, me dio las llaves de un piso para entrar a vivir, y eso hicimos”, explica Noemí, reventada por las más de ocho horas limpiando, embotada por los desinfectantes, los desincrustantes y los amoniacos. “Yo entré en este piso [unos cuarenta metros cuadrados] porque no me iba a quedar en la calle. Y así estábamos el 5 de enero [2019], hace unas semanas, cuando me fui a trabajar y en casa se quedaron durmiendo los tres pequeños”.

Se trata de sus tres hijos: Bautista (seudónimo), de 16 años; Dylan (seudónimo), de 12 años, y Thiago (seudónimo), de cinco años.

Otra llamada de teléfono:

B—Mama, que nos han encerrado, ¿qué hacemos?

N—Hijo, estese tranquilo, ¿están todos bien? Cuide de sus hermanos. Le he dicho a un vecino que vaya para que hable con vosotros desde el rellano.

Noemí se apresuró, manchada la ropa de lejía, abrumada por los efluvios de los alcoholes pulverizadores que intoxicaban su razonamiento. Continuamente se repetía: “A ver si les va a pasar algo, a ver si les va a pasar algo, a ver si les va a pasar algo.

 

Sigue Noemí con el relato de la víspera de Reyes: Entonces, yo llamé a mi ‘vendedora’, a la agente de Los Que Abren Puertas. Le apremié: “¿Qué cuesta sacar esa puerta?”. Ella me dijo: “Ahora nuestro cerrajero no está en Barcelona”. “¿Qué puedo hacer?”, le pregunté. Y ella: “Conozco a alguien que te podrá ayudar. ¿Tienes saldo en el móvil?”. “Sí”, le dije. “Pues entonces llama a esta persona.”»

La chica del quitagrasas KH-7 (“Eficacia sin esfuerzo”) llamó a ese contacto, Filiberto Bravo, Fili, presidente de la Associació de Veïns de Ciutat Meridiana.

Fili le puso en contacto con los Mossos d’Esquadra. Los agentes de policía no dieron crédito a las palabras de Noemí: “Mis hijos están encerrados dentro”.

Los Mossos dieron aviso a los bomberos.

En el centro de Barcelona, los pajes reales abrían paso a las engalanadas carrozas que trasportaban a Sus Majestades de Oriente.

Caramelos, cortejos, criaturas fantásticas.

Seis y media de la tarde.

Desde las diez de la mañana, los chicos se habían quedado incomunicados, como enterrados en vida en el mausoleo de su hogar.

Noemí llegó antes que los bomberos.

“Yo no sabía qué hacer. Estaba hablando con mis hijos desde el otro lado de la puerta. Yo probé de abrir con una llave… hexagonal creo que se dice. La mujer de Los Que Abren Puertas me había dicho que la comprara en una ferretería, a ver si funcionaba. No se pudo abrir. Un amigo trajo una taladradora. Tampoco pudo. Me puse preocupada. Yo seguía pensando pensando pensando. Supuestamente los bomberos tenían que llegar enseguida y pasó más de una hora y allí no venía nadie a ayudar”, deplora. “Los dos pequeños se me habían dormido. No habían comido en todo el día. Yo les insistía: ‘No se preocupen’”.

Pasadas las nueve de la Noche de Reyes, llegaron los bomberos, más dos horas después del aviso.

“Los bomberos no tardaron ni diez minutos en quitar la puerta con unos cuantos golpes de martillo”.

Los chicos estaban bien. Los pequeños, somnolientos; el mayor, con el susto en el cuerpo.

Las cabalgatas de Reyes ya habían llegado a destino.

Los mensajeros reales tendrían por delante una noche agitada, cargados con sorpresas: patinetes eléctricos Jetson Glide (“Just roll with it”), vehículos anfibios Tavitoys (“radiofrecuencia de 2.4 GHz”) y los pulpitos alegres Tomys (“Make the world smile”).

 

A la mañana siguiente, Noemí, que está gestionando un alquiler social, andaba lavando ropa y no se había dado cuenta ni de qué día era.

Día de Reyes.

El pequeño de la casa saltó de la cama.

Thiago—Mamá, ¿han venido los Reyes? ¿Me han traído algo?

A Noemí le dio un vuelco el corazón.

N—Hijo, otro año será.

T—Jo, el Cagatió no me trajo nada y ahora los Reyes tampoco.

 

*    *    *

Cinco años después…

Estado de wazap de Noemí, madre de los tres niños que en la Noche de Reyes se quedaron atrapados en el tercero segunda de la calle de los Rasos de Peguera, 67: el banco había tapiado la puerta, sellando el interior como un sobre lacrado.

“Todo me va bien”.

 

Primer mensaje de voz. A las 20.16 horas: Primero tendría que hablar con ellos. Mi hijo Dylan, que ahora tiene 17 años, que en su momento tenía 12 o por ahí, pues ahora está en un centro porque me lo han llevado estos de la Dgaia [Direcció General d’Atenció a la Infància i l’Adolescència] y bueno, ya… Cosas que pasan, ¿no? Entonces el otro hijo, Bautista [seudónimo], ahora tiene 20, y el sí que pasa conmigo aquí en casa. Y con el pequeño, Thiago [seudónimo], que ahora tiene nueve y que juega al fútbol. Entonces ya te diré algo por si pueden estar”.

 

Segundo mensaje de voz. A las 20.18 horas: “Que sepas también que el Banco Sabadell pues nunca nos hizo el contrato tampoco porque el piso pues es del banco, ¿no?, pero en el piso todavía sigue viviendo mi hijo mayor y uno de los que se quedó dentro del piso también, porque el…, el banco se hace el desentendido del desahucio [efectuado en la víspera de Reyes, el 5 de enero del 2019, antes de la pandemia. Tapiaron la casa con los peques dentro], que no sabe nada, dicen que no saben nada, que no sé qué, cuando están las pruebas, ¿no?, y están las fotos y los vídeos y todo eso, y ellos me llamaron en su tiempo y me dijeron que me iban a ayudar a hacer un contrato para que yo no los denunciara. Y mira, y por tonta perdí, porque la gente me decía: ‘Denuncia, denuncia’. Y yo porque me hicieran el contrato no denuncié al banco. Y mira, ahí seguimos en lo mismo. El banco no se hizo responsable y la alcaldesa también dijo cosas en las redes, y bueno, al final nadie hizo nada tampoco. Solo fue el momento y luego pues nada, todo quedó así, y ahí sigo luchando porque yo soy madre soltera, sigo luchando con mis hijos en lo que es verdad, la vida”.

 

Tercer mensaje de voz. A las 11.41 horas: “Como te digo, en casa solo pasan el de 17 y el de 9, que ahora anda de colonias”.

 

Cuarto mensaje de voz. A las 17.48 horas: “Estoy de médicos porque soy hipertensa y ando un poco mal de la tensión. Ahora estos días estoy yendo al médico, ahora acabo de salir, sigo de baja”.

 

Quinto mensaje de voz. A las 17.50 horas: “El sábado juega mi hijo al fútbol, ese es el problema de los sábados. Y entre semana va a la escuela, y luego va al casal, sale a las siete y media. Sobre las ocho llegamos a casa, y ya estamos en casa todos…”.

 

Sexto mensaje de voz. A las 19.13 horas: “Ahora que llegue a casa hablo con mi hijo el Bautista [seudónimo] y te digo algo, ¿vale? Al que está en el centro, Dylan [seudónimo], no lo vas a poder encontrar…”.

 

Séptimo mensaje de voz. A las 15.56 horas: “Disculpa, que se me hace imposible quedar contigo porque solo ando de médicos y de médicos y de médicos. Si no es para mí, es para mis padres o para mis hijos. Ando superocupada, ni al casal ha podido ir mi hijo”.

 

Octavo mensaje. A las 20.46 horas. Ella no contesta.

Noveno mensaje. A las 20.36 horas. Ella no contesta.

Décimo mensaje. A las 14.33 horas. Ella no contesta.

Undécimo mensaje. 13.22 horas. Ella no contesta.

 

5

Reconstrucción libre…

 

No conoce a Koala, el peluche de unos niños que van a perder los juguetes.

Jamás ha viajado a Australia.

No conoce a Coco, Cristal, Gringo y Verde, los agapornis del amor en la casa de Cecilia y Carlos.

No conoce a Duke, Drako y Simba, los chuchos de un matrimonio joven que va a perder la casa.

No conoce a Jessica (seudónimo), Jorge Alberto (seudónimo) y Terry (seudónimo), los hijos.

No conoce ni a Cecilia ni a Carlos, los padres.

No conoce a Sergio, abandonado a su suerte.

Ni a Albert Aixalà, abandonado.

No conoce a Alfredo, superviviente.

Ni a Noemí, madre soltera, ni a sus hijos: Bautista (seudónimo), Dylan (seudónimo) y Thiago (seudónimo).

Sin conocerlos, siente simpatía por ellos.

 

Martes. 31 grados

“Un potente anticiclón impulsa aire muy cálido de África hacia el sur de Europa”, había leído en el diario. Innecesaria la lectura del parte matutino del servicio meteorológico. Experimentaba en carne propia las alertas rojas, los riesgos extremos y las temperaturas máximas. Se superaban con creces los treinta grados en una Barcelona cuya calidad del aire empeora por momentos, con partículas en suspensión y dióxido de nitrógeno tan feos como los estreptococos.

Aquella mañana estaba decidida a matar a alguien… si su carácter de por sí bonancible no se hubiera interpuesto entre el arma afilada y su preceptor en el campo del galimatías.

Respiró hondamente. En la casa de María, la madre de Mireya Masó, urgía comprar un ventilador nuevo. El calor, sin ser abrasador, la mortificaba. Mireya se fue a la cocina para beber un vaso de agua fresca, de una jarra de plástico chino “resistente y duradero”.

A punto de cumplir 90 años, María se encuentra en cuidados paliativos.

Mireya volvió a la habitación, un cuarto desprovisto de ornamentaciones, las paredes blanqueadas con el incienso de los pensamientos optimistas.

Hoy tenía un día de mierda.

Encendió el ordenador, un cacharro coriáceo para enredarse con las gestiones.

¿Por dónde empezar?

¿A quién consultar?

¿En qué página web se puede uno meter para revivir un muerto?

Le dijeron: “Has de ir a la Seguridad Social, seguramente la habrán dado de baja allí”.

El portal de la Seguridad Social está pensado para opositores o estudiantes del MIR o adscritos a una escuela de pensamiento aristotélica.

Sistema de cotizaciones, simuladores para beneficiarse del ingreso mínimo vital, incentivos de jubilación, información económica y financiera, acceso sistema RED…

 

Ninguna pestaña específica para “errores administrativos”.

Mireya tecleó en el navegador “cita previa seguridad social Ciutat Vella”. Se le apareció, entre los numerosos resultados de la búsqueda, un sitio web en el que las palabras apenas podían respirar, con las categorías más diversas picoteando en las esquinas (registro civil, SEPE, ITV…).

Ya habían pasado diez minutos. Los ojos clavados en la pantalla, aumentando las dioptrías, así como la sensación de cansancio típica de la fatiga ocular.

La oficina en la que se tenía que personar para solicitar una reunión con los funcionarios del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones se encontraba en la calle Arc del Teatre, 63, en Barcelona. Debajo, las observaciones, en un cuerpo menor: “Oficina de Registro de Certificados Digitales Observaciones: INTEGRADA CON LA TGSS / Dispone de servicio de CITA PREVIA”.

El horario de verano se había restringido, se había azulado debido a la ola de calor que dejaba registros asfixiantes.

En la habitación contigua, su madre descansaba, o parecía que ya descansaba algo. Se había tomado la medicación, esas pastillas que la chafan. Se había quitado la frazada, empezaba a tener calor. Se rascaba la barbilla de manera imperceptible. A veces, se le oía un ay lastimero, indeciso, gutural. Cerraditos los ojos, en la nada gravitacional, ausente, o pareciera que estaba ausente. La madre, la mujer que la crio, se confundía, se estreñía, se dolía. Ni el On the Nature of Daylight, de Max Richter, la consolaba.

Mireya, con un aire a lo Jane Birkin, llamó por teléfono. Rasgó con crueldad la pantalla, las uñas seductoras. Le dieron cita para…

 

Ha llamado al centro de atención e información de la Seguridad Social de Drassanes. Si desea escuchar este mensaje en castellano pulse 1. Si lo desea en catalán, pulse 2. Atendemos con cita previa de 9 a 14 horas de lunes a viernes. También…

 

Para cerrar la cita previa –porque nadie puede acercarse sin agendar fecha–, se ha de llamar al 90110… Número de pago.

 

Su llamada no puede completarse. Por favor, verifique el número e intente llamar de nuevo.

 

Las 10.30 de la mañana y Mireya tiene una década de sed. Ni el abanico ni la nostalgia le sirven para reponerse, ni el piano de Yaron Gershovsky.

 

En las elecciones municipales y autonómicas del domingo 28 de mayo del 2023, la señora María no pudo ejercer su derecho al voto. Ella, que siempre había votado al rojo, se quedó en casa; igualmente ni se enteró. Desde hacía unos días el bajón había sido tan grave que se despeñaba por el abismo de la inconsciencia, envuelta en esa nebulosa que la mantenía agarrada a los dos sitios, acá y allá, o donde fuera.

No había podido votar porque alguien, esa mano pecadora que la estrangulaba, le había dado de baja del sistema, esa masa amorfa que muerde a la primera de cambio, los xenofióforos de las fosas abisales.

Le dijeron: “Para que la puedan volver a dar de alta ha de estar inscrita en el último censo electoral”, habida cuenta de que el censo de una población, digamos que Barcelona, sufre tantos devaneos que nunca se está quieto.

Se había bloqueado en la tarde escandalosamente caliente y húmeda (55%).

El ordenador se estaba actualizando: las aplicaciones googlianas pueden cobrar vida como los eorlingos de El señor de los anillos.

 

32 grados. Subiendo.

En las noticias: “Noche tropical en Barcelona”.

Se metió en la página web del Instituto Nacional de Estadística (ine.es): “Consulta de los datos de inscripción” y “Presentación de reclamaciones al censo electoral”.

La información la desbordaba, infoxicada: impugnaciones, competencias, plazos de interés…

Se encalló.

Leyó: “Consulta de datos de inscripción en el censo electoral”.

Clicó encima.

Leyó: “Dirección de acceso al procedimiento. Copió esta dirección y la pegó en el buscador: https://sede.ine.gob.es/censo_electoral

Error: “La página solicitada no se puede mostrar en este momento”.

Al día siguiente, llamaría por teléfono.

Buscó: “Teléfono-censo-electoral-Barcelona”.

La oficina del censo posee este teléfono de información: 901101900.

En nomas900.org dio con el teléfono equivalente gratuito: 932959795

Nadie lo cogió.

Probó con centralita: 932957487.

Nadie lo cogió.

Probó con el 901…

 

El teléfono marcado no se encuentra disponible en este momento. Por favor, inténtelo de nuevo más tarde.

 

Las 14.30 horas. Horario de verano.

Leyó en la página: “Para consultar los datos de inscripción es necesario poseer un certificado electrónico reconocido. Los certificados admitidos son los emitidos por las autoridades de certificación incluidas en la plataforma @firma del Ministerio de Presidencia)”.

Mireya solo quería dormir.

 

El sistema la hacía sentir pequeña, más pequeña que un organismo unicelular.

Entristecida, daba vueltas y vueltas. Escuchaba la finura de unas frases torpes, que la vaciaban y la alejaban de esta tierra burocratizada, bunquerizada: “Lo siento, entiendo lo que me dice, pero no puedo hacer nada”; “lo siento, no tengo acceso a eso que me pide”, “lo siento, quizá en otro sitio le pueden ayudar”.

Lo más esperpéntico le ocurrió un viernes, en la franja horaria habilitada para la atención al público. El señor que la atendía, con la mirada baja, un Érebo estrellado contra sí mismo, la recibió con una constelación de palabras reducidas a la interjección: “Hum”.

Mireya se había traído a la madre, que apenas se tenía en pie, una Andrómeda que ya no puede ser salvada. Después de teclear y de acceder en lejanos servidores, el señor, miope, improbable, gafado, le comunicó lo que nunca hubiera creído: “Sí, me lo creo, esa señora es su madre. Ya, sí, el deneí es correcto, sí: es su madre. No lo pongo en duda. Pero en el sistema me aparece como fallecida, y yo no puedo hacer nada. Si quiere puede poner una queja, o enviar un correo a…”.

El sistema recorre las mentes de los hombres parcos, sórdidos, ineptos, y los modela así, en esos parámetros, en los conceptos como lentitud, pereza y aspereza, dificultad y apocamiento, insuficiencia y claudicación. De tal manera que el sistema ya no interactúa con humanos, o al revés, sino que los propios humanos, hombres y mujeres que han cedido su soberanía, su alegría, se institucionalizan y se perturban y se ven incapacitados para obrar en clave cristiana, bueno o malo, según el libro sagrado y los corintios. Entonces, solo se rigen por reglas instaladas en ellos, descargadas en ellos cual aplicación de móvil. Y solo actúan en base a, siguiendo protocolos, atendiendo las normas y las pautas establecidas y dictadas por.

Ellos, los hombres y las mujeres del sistema, o los hombres y las mujeres sistemizados, o los hombres y las mujeres sistémicos o sistematizados, se olvidan de quiénes son: seres libres, iguales entre ellos, dotados de compasión, que se conmueven, y que en tanto en cuanto se apiadan de sus semejantes, se rebelan contra las injusticias cometidas contra ellos.

El verbo rebelar choca contra el túnel en el que se meten los correveidiles, los androides, los muñecos de trapo. Por eso se llaman “marionetas del sistema”, porque son incapaces de corregir un error por sí solos, lo que equivaldría a corregirse a sí mismos. La voluntad se anula, el elixir de la vida se evapora, y ya no viven, perviven; se mueven por inercia sin pasión, como un aparato electrónico o una polea o el diseño de una patente. Ellos se excusarán, educados, cómo no: “Perdone, pero yo…». Antepondrán la primera persona, el individuo se expondrá fugazmente, tan solo partículas del individuo. En consonancia con la cuarta oración de El hombre rebelde, de Camus: “Un esclavo, que ha recibido órdenes durante toda su vida…”.

En realidad, entrelíneas, interpretaremos algo más hondo, tenebroso, tácito: “Perdone, pero nosotros…”. Tan abducidos, que delatarán al compañero, que se creerán el reglamento, que se inhabilitarán con el sistema; no olvidemos que el sistema se nutre de corazones que no laten, diseccionados: lo que el sistema manda, nosotros lo cumplimos.

Perdía el tiempo.

Mireya perdía el tiempo.

No podía influir sobre ningún ser que se hubiera perdido para la humanidad. Aun comprobando que el error deriva en negligencia, o a la inversa, se mostraban incapaces de enmendarlo: ellos obedecen. Esa obediencia se volvía ingratitud. El día de mañana podrían sufrir una lucha interior, como el tribuno Vinicio, en Quo Vadis, de Sienkiewicz: “Por primera vez Vinicio sintió que el mundo debía cambiar y transformarse por completo: sin eso, la vida sería imposible de vivir”.

Lo otro nos imposibilita: persistir en el error, en el enredo, a sabiendas, tiene como consecuencias la incomprensión del otro, eso que los psicólogos clínicos llaman empatía.    

“Maquinaria de sumisión perfecta”, lo delata la escritora mexicana Amelia Suárez Arriaga.

Cansada, azulados los párpados, Mireya tiró la toalla.

 

La temperatura subía porque el cambio climático se imponía con su implacable realidad a pesar de que los gendarmes de Vox y del resto de las formaciones de ultraderecha se coaligaran para negarlo. El negacionismo causa víctimas porque obstruye la posible defensa. (Derogar, desterrar, impedir). Barcelona ardía un poquito más en un verano tórrido en el que los pantanos se secaban como se secan las hojas de los plataneros.

Mireya se duchó nada más levantarse.

A su madre la cuidaban dos auxiliares.

Le dijeron que había de ir al Registro Civil de Barcelona, que allí le podrán arreglar “lo suyo”, que era lo de su madre. Su madre “fallecida” con quien hablaba cada día, como un espectro desmadrado en su longitud de onda.

Mireya, atenta a las indicaciones, bufó, porque ya le habían prometido algo parecido: que la cosa se subsanaría si lo ponía en conocimiento de tal o cual departamento, oficina o sindicatura.

Se levantó con los pelos revueltos, desplegados como tropas de montaña. Se tomó el café proclamado en la mañana como un acto de concordia. Se despejó. Se refrescó. Se regresó. Todo ello antes de entrar en trance, de quedar perpleja, de acorazarse ante las invectivas, los desafíos y las denostadas prerrogativas, el poder omnímodo.

Se metió en la página web del registro (https://www.mjusticia.gob.es/): “En el registro civil se inscriben los hechos que hacen referencia al estado civil de las personas y aquellos que determinan las leyes: nacimiento, filiación, nombre y apellidos y cambios de nombre y apellidos, emancipación y habilitación de edad, matrimonio, modificaciones judiciales de capacidad de las personas, declaraciones de concurso, quiebra o suspensión de pago de personas, potestad, tutela y otras representaciones que fija la ley y defunciones”.

Nada decía de las personas a las que se les da por muertas. Las personas fallecidas en vida.

Llamó por teléfono

Nadie lo cogió.

Leyó: “Antes de acudir al registro civil, es necesario reservar previamente día y hora y tener en cuenta la información correspondiente: requisitos, quién puede hacer la solicitud, etc.”.

La administración de justicia se ensancha con sus órganos, sus tribunales, sus gerencias territoriales, sus guías notariales y sus centros directivos.

El Registro Civil de Barcelona, en la plaza del Duc de Medinaceli, también puede ser un atractivo turístico: “El número 3, esquina con la calle Ample, es la casa natal de Josep Anselm Clavé, músico que vivió en el siglo XIX, creador de los cors de clavé, entidad con fines socioartísticos integrada por trabajadores cantores”.

Esa mañana entraría más tarde en el trabajo.

Se suponía que el fallo debía estar solucionado en un santiamén, pero ya llevaba una semana expuesta a los rigores babilónicos, por la suntuosidad del papeleo: que si firma, que si sello, que si fotocopia consultada, que si original, que si haz, que si envés, que si sí, que si no…

Delante de ella, en la cola, oirá: “Quiero cambiarme el nombre, ¿qué documentos debo traer?”.

Su turno.

La frase, tan extraña, salía de su boca de manera mecánica, pitagórica, como algo cognoscible, material, algo que es posible porque ya ha ocurrido. La frase de marras: “Hola, querría dar de alta a mi madre, que la han borrado del sistema de forma errónea. Ella vive aún, no ha fallecido. Tiene 89 años”.

 

Los días se consumían, perecederos, y el secreto para que cundan tiene mucho que ver con el amor. Por sí solos, los días convalecen, quiere decirse que se orlan con el amanecer y se apagan con el ocaso. En medio quedan las horas naturales que preceden al nuevo día y sus nuevas horas. Depende del amor que la mirada del tiempo venidero sea una mirada de dicha, espaciosa, en la que quepan los demás. Al nuevo día le abrazaremos si nuestra disposición apetece de sentimiento. Si no fuera así, la negrura invadirá la visión del porvenir, violentamente.

María ya no se desenvuelve por sí misma.

Hacía años, cuando la juventud la llenaba con sus precocidades, se enjoyaba con las perlas de su oficio. Como enfermera, se había preocupado de las heridas feas de múltiples grados. Curaba al delincuente lo mismo que curaba al enamorado. Curaba al político lo mismo que curaba al taxista.

Finalmente, tras años de cargar con el fonendoscopio, cribó los casos y escogió el mayor de sus consuelos. Se empleó en la consulta de su marido, neurólogo.

El sistema también afecta a otros sistemas: al sistema nervioso, el panel de mandos de la razón y de la sinrazón.

María ha gozado del amor, por eso jamás claudicó. Ahora, en la imperfección de su edad, yace como una vasija en un rincón de la casa, un jarroncito de cerámica esmaltada.

Reportero Jesús describió la fotografía en la que la imaginó: mandíbula inferior gregaria, sin apenas movimiento, que no acierta a la mordedura; boca de espuma, cerrada y fatigosa, pequeña, de tinta china; ojos cuadrados, ventanitas, alebrijes de cartón: con ellos inspecciona los muebles circundantes y con ellos sonríe, da pinceladas de color a quienes la envuelven. La cabeza, ovalada, pegada al cuerpo por un cuello que podría ser el estrecho de Mesina, una carretera milagrosa. Las orejas, orientales, crédulas, cerradas a los ruidos y a las voces y a las músicas; apenas oye. Aun así, escucha. Puede que discos de La Môme Piaf, que la tranquilizan, o creemos que la tranquilizan, porque las articulaciones y las válvulas interiores ya no le responden.

En la cama, uno de esos camastros con la partitura del amor esplendoroso, María dormita, rosa, la piel cetrina, arrugada por la miel de los prodigios que le acontecieron, y un rumor de siglos la acuna.

Quién sabe si se da cuenta de que traspasará el portal de luz, quién sabe si sueña cuando estaba de novia, relajada, bohemia, sirena.

Su hija, Mireya, se enternece con su sola presencia, porque cuando la tiene delante se acuerda de la infancia, y la infancia es una tierra sin principio ni fin. Se acuerda de la bicicleta, del gazpacho en las tardes de verano, de sentarse en el regazo, de los caramelos de menta y de los besos, sobre todo de los besos.

Mireya quiere tanto a su madre que se acobarda y no se lo muestra lo suficiente. El amor no necesita de adulaciones o actos de representación parlamentaria. Por los raíles de la dulzura que unen a dos personas viaja una locomotora de fuego, imparable.

A Mireya no le cabe en la cabeza que se haya dado por muerta a su madre cuando su madre, hoy, amusga los ojitos como hacen los gatos persas.

Nadie se hace responsable de un fallo del sistema.

Nadie sabe cómo acceder al sistema.

Nadie le ha pedido perdón.

Ha pasado un mes y Mireya, que le habla a su madre viva, piensa en lo que su madre viva haría si supiera que ya no está viva, según ellos.

Les mandaría a freír espárragos.

Les cantaría las cuarenta.

Les pondría firmes.

 

El 20 de marzo del 2023, se procedió a desahuciar a la familia de Cecilia y Carlos, esos desaparecidos.

La Asociación de Vecinos de Ciutat Meridiana, uno de los barrios del distrito de Nou Barris (Barcelona), emitió esta alerta: “Nuevo desahucio en Zona Norte. El próximo lunes 20 de marzo, a partir de las ocho de la mañana, en la calle de los Rasos de Peguera, 90, desahucio de Cecilia y Carlos con sus tres hijos menores, uno de diez años y dos de seis años. Patrocina: Banco Santander, S. A.”.

El desahucio se aplazó.

El 30 de mayo del 2023, se procedió a desahuciarles de nuevo.

También se aplazó.

El 18 de julio del 2023, se procedió nuevamente.

También se aplazó.

El 19 de septiembre del 2023, se volvió intentar.

La asociación de vecinos avisó: “Es necesario que seamos muchos porque vendrán los malos”.

Cecilia y Carlos estaban tan de los nervios, medio desquiciados, que optaron por abandonar la vivienda y alquilar una pensión.

A ver cómo la pagan.

 

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