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¿Cuál es el criterio de los expertos?

 

La democracia representativa es perversa y los ciudadanos, además de mayoritariamente idiotas, nunca podremos tener ni el tiempo ni el saber suficiente para opinar fundadamente en todas y cada una de las parcelas que componen el vasto campo de lo público. Quizás acierten con esto algunos análisis que se vienen haciendo sobre nuestro modelo de democracia. Sin embargo, esos mismos análisis yerran cuando comienzan a explorar en la peligrosa deriva de un saber “experto” que, hoy, según ellos, debería recuperar gran parte de un espacio devorado ilegítimamente por la política; del espacio “politizado”, dicen.

 

Parece que confunden el ámbito público (y por tanto irremediablemente político y discutible) con todo aquello sobre lo que ambicionan controlar los partidos políticos; o sea, que cuando dicen politizado querrían en verdad decir “partidizado”. Es cierto que los partidos políticos deben dar un paso atrás en determinadas instituciones con lógica propia y cuya función democrática no es ser ellas mismas democráticas (si es que por esto entendemos regir su toma de decisiones según la regla de la mayoría) sino servir de contrapoder al conjunto del sistema político democrático. Pero resulta muy peligroso pretender que tales instituciones, dirigidas en principio por el saber científico o técnico del experto, son por ellos directamente neutrales (¡?), ignorando que el funcionamiento y el resultado que de ellas se esperan dependen de nuestro criterio; y que, precisamente por ello, deben ser determinados de acuerdo con un criterio que tienda hacia el interés general. En pocas palabras, aunque el experto trace una línea cuyos vericuetos (que no entendemos) marcan el recorrido exacto a seguir, la estación última debemos siempre exigirla nosotros: el derecho, que regula las pautas que rigen las instituciones, y la política, que escoge sus fines últimos, no deben escapar a nuestros razonamientos.

 

¿Puede alguien explicar cómo unas cajas de ahorro (que no tienen ánimo de lucro) pueden cumplir una función social al margen de un criterio político? ¿O es que se puede conocer el interés general sin antes resolver públicamente qué es lo que más nos interesa a todos? Se responderá que el experto debe centrarse simplemente en aplicar los criterios apropiados para gestionar eficazmente una Caja y, por tanto, evitar correr riesgos innecesarios. Lo que se haga con el beneficio será otra cosa. De acuerdo, pero, ¿sabrán estos mismos dar un paso atrás cuando defienden el coeficiente de “sostenibilidad” para las pensiones?

 

Quizás sepan reconocer que los instrumentos y el marco sobre el que ejercen su saber experto para calcular, ceteris paribus, las pensiones futuras están sujetos a unos hechos que son completamente deudores de nuestras decisiones políticas: el modelo económico, la fiscalidad, la laxitud con la corrupción o con los paraísos fiscales, el reparto presupuestario (quedaría más para pensiones reduciendo el chiringuito), etcétera. Y aún más, el marco con el que pronostican los expertos es también deudor de criterios cambiantes que escapan a nuestro control político: en muchos de sus elementos el marco de fondo no será igual mañana que hoy. Por ejemplo, un aumento de ingresos dependerá, además de nuestra capacidad de reestructuración del modelo productivo, del cambio de ciclo de la economía europea y mundial, de la creación de masa monetaria, de que las mejores salariales de trabajadores de dentro o fuera de Europa absorban los excedentes de producción, de los movimientos demográficos, etcétera. Todo esto debe relativizar cualquier predicción, tanto las más optimistas (las que ayer se hicieron en el marco de una burbuja inmobiliaria políticamente fomentada) como las más catastrofistas.

 

Detrás de todo experto, como de cualquiera de nosotros, se esconden intereses que distorsionan, voluntaria o involuntariamente, la interpretación de realidad, social u objetiva. Un ejemplo del involuntario fracaso experto (en este caso por desinterés hacia los problemas de las mujeres) fue la muerte de un ejército de parturientas por fiebre puerperal, simplemente porque los médicos no se lavaban las manos. Que esto ocurriese en el XIX no exime a la medicina de la época de tan abultado error.

 

Algo más voluntario parece la distorsión del saber experto que sin duda se esconde tras las conocidas “puertas giratorias”, ésas que guían a una gran cantidad de posaderas políticas y administrativas hacia los consejos de administración de las grandes compañías de nuestro país, entre las que destacan sobremanera las eléctricas. El último en renovar (muy a su pesar, eso sí, porque se ve que se aburre mucho), nuestro querido Felipe González. Pero sin duda estará bien acompañado.

 

Otro ejemplo menos patente del bagaje cultural y del suelo político que deberíamos escrutar siempre bajo todo saber experto nos lo brindaba hace no mucho Javier Cercas, desvelando, como en tantas profesiones, una distinción entre la técnica del historiador y el interés de un historiador que participa público-políticamente como intelectual. Resulta que, contrastados los hechos y datos que nos proporciona el historiador, la narración que los ordena y que les da sentido depende de su interpretación, por antonomasia social y política. Y no por ello arbitraria. Desprestigiar la monarquía actual con la voluntad de prestigiar la II República podría hacernos creer erróneamente, opina Cercas, que nuestro actual sistema político no es heredero de la II República sino del franquismo. Interpretar la esencia democrática de la II República como antecesora de nuestra democracia por encima de determinados hechos o deficiencias genéticas del procedimiento es un valioso y fundado juicio político que busca estructurar con sentido los hechos históricos en secuencias o periodos más o menos acertados.

 

Es cierto, repetimos, que los partidos deben dar un paso atrás. En primer lugar, para revisar su democracia interna y para preguntarse sobre el papel que juegan sus juventudes, sobre la calidad de sus criterios de promoción interna, sobre la transparencia informativa y, quizás lo más importante, sobre sus mecanismos de financiación. Si casi todos los partidos contraen ingentes deudas con la banca, ¿cómo esperar que no la rescaten hasta sus últimas consecuencias, o que no indulten a banqueros con probadas conductas delictivas? Esta financiación quiebra absolutamente el proceso democrático, pues, por la cuenta que les trae, los partidos antepondrán sus intereses empresariales a los del bien común. Y, de idéntico modo, toda donación anónima (tanto las que avivan las campañas de unos partidos más que las de otros, como las que, sin registro de entrada A, acaban siendo distribuidas en sobres B) que sólo busque recibir un favor por la puerta de atrás, acabará desvirtuando los resultados del proceso democrático.

 

Pero ese paso atrás que hoy deben dar los partidos no debe implicar la despolitización de instituciones nucleares del ámbito público. Para la cual, por cierto, no tenemos otra correa de transmisión más que los partidos políticos. Acucia por ello su reconversión.

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