Parece que ya no basta con estar indignado y mostrar públicamente la indignación por lo que está ocurriendo. Cuando escribo estas líneas, aún no ha cumplido un mes de existencia el movimiento del 15-M y ya se le está pidiendo con tono airado que defina sus propuestas y exponga sus alternativas. Una exigencia tan estúpida como podría ser la del médico que aconsejara a un paciente angustiado que fuera él mismo el que se hiciera responsable directo de su propio tratamiento.
¿Por qué razón los indignados tendrían que plantear alternativas que, por otra parte, nadie ofrece, ya que, al parecer, no hay alternativa posible? ¿Por qué motivo quienes padecen una crisis que ellos no han provocado tendrían que dar soluciones que otros no encuentran desde el ámbito de la política, ganándose, además, el sueldo por no encontrarlas? ¿Acaso no tiene este movimiento un valor en sí mismo, como revulsivo necesario para la acción? ¿Acaso no aporta un toque de racionalidad y de justicia distributiva, al recordarnos que, antes que calmar a los mercados internacionales, o al menos simultáneamente, los poderes públicos tienen que dar confianza a los ciudadanos a los que representan y cuyo voto tienen que retener? ¿O es correcto, políticamente correcto, asumir sin pestañear la enorme capacidad de presión que ostentan los poderes económicos para torcer el brazo a los Estados y no lo es tomar en consideración las demandas de quienes solo cuentan con sus derechos constitucionales para expresar su malestar?
Se ve que no y, por eso, los indignados molestan. Carecen del pedigrí de las fuerzas especulativas internacionales, que durante meses y años han ido extendiendo certificados de buena o mala conducta a los Gobiernos de todo el mundo. ¿Qué quieren esos niñatos?, parecen preguntarse, entre condescendientes y beligerantes, todos los tertulianos y gurús del sistema, que, directa o indirectamente, nos vienen a decir cada día de acampada que pasa: “A ver, que den soluciones o que se callen, que ya está bien de tanto cachondeo”.
En los últimos días, ha sido Tony Blair el que ha puesto voz a ese malhumor generalizado de los sumos sacerdotes de lo establecido. En una reciente entrevista concedida a Televisión Española, Blair ha soltado que él siempre pegunta a quienes protestan: “¿Cuál es vuestra política para arreglar esta situación?”. Una pregunta que invierte la carga de la prueba. Porque no es función del representante público preguntar desafiante a quienes le interpelan qué política tienen que ofrecer. Muy al contrario, su obligación es responder a quienes, por ser ciudadanos, tienen capacidad de elegirle. Su obligación es explicar su política a la gente, cuál es su razón de ser y a dónde está previsto que conduzca.
Y el que tendría que esforzarse en demostrar algo que Blair también ha dicho, pero que, visto lo visto, parece abiertamente cuestionable: y es que “al final, es la política la que va a decidir si salimos de esto en buena forma o no”. Y digo que es cuestionable por dos razones. La primera, porque, en su propia formulación, lejos de eliminar inquietudes, las aumenta. Porque más de uno y más de dos pueden preguntarse con toda lógica: “O sea que la política no está solo para salir bien de la crisis, sino que, además, tiene capacidad para que de ella salgamos mal? ¿Entonces para qué queremos la política?”.
Y en segundo término, ¿quién decide en realidad cómo se sale de la crisis? ¿Cuál es la capacidad real de los poderes políticos, de los Gobiernos, de los Estados, para salir de ella o, para ser más exactos, de salir de ella sin merma de los derechos sociales de la población? Me temo que, hoy por hoy, resulta bastante escasa, a juzgar por lo que hemos ido viendo a lo largo de estos años interminables de imparable deterioro económico. Unos años que, conviene recordarlo, empezaron con golpes de pecho generalizados y propósitos de la enmienda para el futuro por parte de todos los Gobiernos y acabaron como han acabado. Con un golpe de Estado internacional por parte de los poderes económicos, que han sido al final los que han impuesto sus posiciones. Después de un período de silencio, eso sí, porque al principio no estaba el horno para bollos.
Pero ese tiempo hace mucho que se acabó. Se ha acabado ya la etapa de las buenas intenciones, de los propósitos de la enmienda, de la refundación del capitalismo, de la exaltación del papel del Estado y de la política en la resolución de la crisis y en la buena marcha de una futura economía regulada, sostenible, etc. Ha acabado ese margen de espera que las clases dominantes se impusieron; ese margen de concesión a las grandes palabras y a los propósitos sublimes, como peaje necesario al tiempo que necesitaban para que los Estados les sanearan sus cuentas. Se ha acabado hace mucho ese período de relativa esperanza en el que todos hicieron pucheros, todos se escandalizaron por la avaricia que fue la causante de la crisis, todos prometieron controles; y todos hicieron creer a poblaciones asustadas que, esta vez sí, esta vez iban a ser los Reyes Magos, y no los papás, quienes nos trajeran los regalos de justicia y de equidad reclamados tras la superación de este mundial descalabro económico.
Y una vez más la realidad llamó a las puertas para volver a demostrarnos que los Reyes Magos no existen; y que las leyendas infantiles para adormecer y tranquilizar a sociedades adultas muy justamente preocupadas por su futuro tienen su propio tiempo –el necesario para extender las convenientes cortinas de humo- y su fecha de caducidad: la que determinan los poderes económicos en el momento en que se sienten suficientemente seguros. Entonces, la fiesta se acaba. Se acabó la diversión, llegó el Capital y mandó parar. Una vez más, se ha cerrado el círculo y volvemos a la normalidad, tal como habitualmente la entendemos.
¿Y qué ha habido de común entre esa etapa anterior, con sus euforias socializantes, y la actual? Algo que las vincula: el miedo. Ese miedo de la gente de la calle que es superior a la sorda irritación de los desposeídos (o de los que pueden serlo mañana) y que ha permitido a las clases dominantes irnos tomando las medidas, para volver a imponernos sus criterios con todo su cinismo, con toda su crueldad, desprovistas ya de caretas y de contenciones.
Aún recuerdo lo que hace no mucho era un discurso compartido: que la crisis no la habían provocado los trabajadores, sino las fuerzas incontrolables (o incontroladas) del capitalismo financiero y especulativo con su voracidad. Que era en ese ámbito, y no en ningún otro, donde se debía clavar el diente de manera prioritaria. Que era en la regulación y control por los Estados –o por los poderes públicos internacionales- de los poderes financieros por donde tendría que transitar la economía cuando saliéramos de la crisis. Pero no son los Estados los que toman la iniciativa. Son los mercados de capitales los que se permiten “penalizar” a los Estados por el déficit desbocado que ellos mismos han generado en su propio beneficio. Y aunque no fueran los trabajadores los causantes de la crisis, han sido de hecho sus paganos, porque quien manda, manda y es el que, sin haber sido elegido, marca las reglas de juego. Y, además, contribuye a incubar en amplios sectores sociales, no sé si consciente o inconscientemente, una idea letal para el futuro de la democracia: que el voto carece de valor alguno, porque quienes deciden están en otra parte, y no en el ámbito político.
Existen, pues, razones más que suficientes para el descontento y la indignación. Y hasta para la sublevación social. No tendría por qué asombrarnos que al fin se hayan manifestado. Si acaso, deberíamos extrañarnos por qué se hayan manifestado de manera tan tardía. En cualquier caso, es muy saludable que, ante el desmán generalizado de los poderes ocultos que nos gobiernan, surja el movimiento de los disconformes y de quienes no están dispuestos a dejarse avasallar.
Ojalá hayan venido para quedarse, como prueba irrefutable de que no vivimos en el mejor de los mundos o en el único posible, como algunos, demasiados, se empeñan en mantener. Su pervivencia es necesaria para que la política, al fin, se instale en el territorio de la verdad; y para que los representantes políticos se vean obligados a patear más la calle y a expresarse con mayor claridad ante la gente (y no solo ante sus propias maquinarias de partido), a explicar más y mejor el contenido de sus proyectos y a dejar claro que existen alternativas a lo que existe; y que, por tanto, las diferencias entre derecha e izquierda siguen teniendo algún sentido. Para que, en definitiva, la transformación social, de acuerdo con los intereses de las grandes mayorías, vuelva a tener cabida en la agenda política.
¿O acaso habíamos pensado que lo que está ocurriendo en la otra orilla del Mediterráneo no iba a tener repercusión alguna en nuestra propia orilla? Es verdad que el contexto político en que se han desarrollado las revoluciones democráticas del mundo árabe no es el nuestro. Hay una diferencia abismal entre quienes buscan la democracia y quienes, pese a todos los pesares, la disfrutamos. Salvadas, pues, las evidentes diferencias entre las revueltas árabes y las movilizaciones de los indignados en España, no estaría de más señalar lo que ambas pudieran tener de complementarias. Y en este punto quizá no vendría mal aludir a la reflexión que El País del pasado 9 de marzo recogía en una viñeta de ese excelente poeta visual que es El Roto. “Por lo visto –dice en ella una persona meditabunda-, los pueblos árabes quieren ser como nosotros… El problema es que nosotros no sabemos cómo queremos ser”. ¡Y eso precisamente es lo que a unos y a otros nos da una determinada continuidad! Los pueblos árabes están buscando la democracia. Nosotros estamos buscando qué hacer y hacia dónde dirigirnos con ella.
* Javier Arteta es periodista