El que esto escribe ya tiene patentado este título, pues el mismo ya encabeza un trabajo que verá la luz editorial cuando lo quiera el destino cósmico. Cuando a Guinea se iba por mar ocurrían muchas cosas con los que llegaban a ella, toda vez que el mar es siempre bravo y lucha siempre por inspirar respeto. Hace poco vimos unas fotos a las que podíamos titular precisamente Cuando a Guinea se iba por mar. No lo haremos por lo dicho arriba, pero las escenas vienen que ni pintado: el barco en alta mar, lejos de los bancos peligrosos de arena. En la costa, los nativos, esperando por su cuenta o por la de la persona que los llevó a aquella costa. Y la foto para enmarcar: unos nativos, llamados en aquellos tiempos, y con otras intenciones, indígenas, con una trona sobre la que desembarcaban primero a los altos funcionarios venidos de la metrópoli, como el gobernador y su esposa, sonrientes sobre los hombros de los aludidos, y luego a los demás personas de raza blanca que por devoción u obligación llegaban en barco a la Guinea Española.
La foto más llamativa, pues, de aquella Guinea a la que se llegaba por mar era la sonrisa de blancos en blanco inmaculado, y ataviados de salacot, a hombros de negros con un trozo de tela ceñida a la cintura soportando el peso de los primeros. Hoy los nativos de la Guinea y todos los no nativos con sensibilidad anticolonial abren sus ojos cuando ven la foto, y creen que los colonos españoles se pasaron con ciertas costumbres y usos civiles. Y como los antropólogos quieren tanto a los negros y aceptan tan bien sus costumbres, ayudan a los guineanos actuales a lamentarse por aquel oprobioso pasado en que unos eran transportados en tronas, los que llegaron por mar, y otros eran obligados a ejercer de meros porteadores, aunque a veces se trate de elevadas dignidades como la nívea belleza de la mujer del gobernador de aquellos territorios españoles del ultramar.
La discusión de la escena fotografiada exige reflexiones profundas, pues en los actuales tiempos de exacerbados sentimientos anticoloniales la toma de partido podría ser superficial. Y es que el aborrecimiento de las prácticas sociales de aquellos tiempos debe pasar por la asimilación o aceptación de las costumbres que las sostenían, en un intento de reconocimiento de una de las cualidades más pregonadas de los pueblos nativos de Guinea Ecuatorial. La pertinencia de este reconocimiento descansa en el hecho de reivindicar el marcado carácter hospitalario de estos pueblos. Y es que ante la hipotética exaltación de los ánimos nacionalistas de los ojeadores de la foto habría que hacer la pregunta de si hubieran sido considerados individuos con un sentimiento anticolonial más acentuado si hubieran permitido que el gobernador, su señora y la corte de funcionarios engalanados que le seguían pusieran su pie en tierras guineanas tras su enojoso paso por las saladas aguas atlánticas y alcanzaran la costa, golpeada por frenéticas olas, tras la breve lucha con los ímpetus marinos, en aquellos tiempos, bastantes notables. Lo cortés, dice la sabiduría popular, no quita lo valiente, y debemos pregonar a los cuatro vientos que la naturaleza de los pueblos nativos de la Guinea de aquellos mares hubiera impedido tamaño disgusto a los representantes de la España colonial. La pertinencia de esta predicación cuatrivental descansa en el hecho de que la concepción anticolonial de nuestros actuales líderes no impide el abrazo de prácticas muchísimo más sumisas con los nuevos pastores de la neocolonización. Como muestra, un solo ejemplo: la falta de puerto permitió la inmortalización de la escena de la carga de hombres, pero la imposición neocolonial facilita la adopción de medidas tan drásticas o llamativas como las inmensas construcciones urbanas o la faraónica infraestructura portuaria de Malabo. ¿Sería eso una forma de resarcirse por los sofocos pasados cuando acá quien ponía su pie en la tierra seca lo hacía previo paso por los hombros de los nativos?
Además, ¿no contrasta tanta monumentalidad portuaria con el hecho de que la misma Guinea no dispone todavía de barcos que transporten a sus nativos a sus lugares de origen o la reducción de la actividad económica a los mercados internacionales de población no nativa? ¿Este derroche de recursos no es una forma de satisfacer a los que vienen de lejos, una repetición de la carga a hombros de los que mandan? La reflexión de este hecho pasa por la consideración de los elementos de poder y la satisfacción de las necesidades de los nativos. Y es que, mirando con otros ojos, desde la producción de los hechos objeto de nuestra reflexión, casi nada ha cambiado entre nosotros. Si se apura, y pese a los fuegos fatuos de los neonacionalistas, en esta nuestra Guinea hay una separación tan profunda entre los que estaban y los que llegan como hace 50 años. Y los que llegan, además, siguen siendo llevados a hombros. Si todos vieran las diferencias y ventajas sociales entre los que llegan y los que sobreviven a costa de ellos, que son los que se relacionan con los hombres de poder en esta Guinea Ecuatorial, dirían que la carga en trona de la esposa de un gobernador, aparte de necesaria, es una menudencia en comparación con la situación actual. Si contamos, además, con el hecho de que durante once años del gobierno de uno de los más feroces nacionalistas que ha dado este país todos los nativos padecimos las consecuencias de su lectura errónea de la Historia, podemos creer que el recuerdo de los blancos alzados por los aires para no sufrir los embates de las olas atlánticas es una forma barata de hacer demagogia. Una demagogia de azotea.