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Cuando Aquiles y Pentesilea decidieron hacer el amor y no la guerra

 

 

Aquiles y Pentesilea. De Lourdes Ortiz. Dirección: Santiago Sánchez. Música original: Rodrigo Díaz Bueno. Escenografía: Dino Ibáñez. Vestuario: Elena S. Canales. Iluminación: Rafa Mojas. Movimiento: Gorsy Edú. Reparto: María Almudéver, Marina Barba, Rubén Carballés, Dayana Contreras, Gorsy Edú, Camino Fernández, Astrid Jones, Víctor Massán, Didier Otaola, José J. Rodríguez, Jabao, Verónica Ronda, Rodolfo Sacristán, Cecilia Solaguren. Centro Dramático Nacional. Teatro Valle Inclán. Sala Francisco Nieva. Madrid. Estreno: 8-4-2016.

 

 

El teatro es un viaje. El público se desplaza hasta las salas para trasladarse colectivamente hacia un destino donde mora lo extraordinario. Asistiendo a un espectáculo teatral se puede visitar cualquier rincón del mundo o de la Historia, y no solo presenciando en vivo los acontecimientos históricos (tal y como nos cuentan que sucedieron), sino que las obras teatrales también pueden hacernos contemplar cómo habrían podido suceder los hechos, si las decisiones o los desenlaces hubieran sido distintos a los que fueron. De esta forma, el teatro se convierte en una especie de aleph fabuloso, donde pudiera verse en un solo punto (el escenario) toda la Historia al mismo tiempo, y no solo la de la humanidad, sino también la del Mundo y la del Universo. Pero lo más fascinante de estos viajes teatrales es que, después de realizados, se regresa a la rutina con una certeza y un convencimiento de comprender y apreciar mejor nuestro entorno y nuestro presente.

 

Aquiles y Pentesilea, de la dramaturga y escritora madrileña Lourdes Ortiz, cumple con esos tres objetivos del verdadero viaje teatral: nos traslada a la guerra de Troya, para conocer a Pentesilea, la reina de las amazonas que, aliada del rey de Ilión (otro de los nombres por los que se conocía a Troya, y que fue el que eligió Homero para titular su epopeya) se vio obligada a entrar en ferviente batalla contra el ejército helénico, capitaneado por Aquiles, el gran héroe griego.

 

En segundo lugar, la autora nos enfrenta a lo que podría haberse titulado “El sueño de Pentesilea”, o sea, a cómo podrían haber sucedido los hechos, si el amor que se despertó entre ambos líderes enemigos se hubiera consumado, fundando así un único pueblo de griegos y amazonas, en lugar de aniquilarse ferozmente entre ellos.

 

Y, por último, contemplando la representación, no podemos dejar de reconocer en ella lo que nuestros Informativos nos cuentan, a diario, acerca de los nuevos cadáveres de emigrados de las guerras de Oriente Medio, encontrados flotando yertos en las aguas del mar Egeo. ¿Tantos siglos de civilización para mantenerse en el mismo punto muerto de la Historia?, parece preguntarse Lourdes Ortiz con su obra. El error histórico siempre ha sido el mismo: poner el interés por encima del amor, auténtico motor de la humanidad, por mucho que políticos y economistas se empeñen en demostrar lo contrario. El error es propio de la naturaleza humana, pero el precio que se paga por cada guerra (y todas son y han sido deliberadas) resulta intolerable.

 

 

 

La obra que ha escrito Lourdes Ortiz no solo se orienta a la perfección como ejemplo de lo que puede ser el rendimiento actual de los mitos clásicos, sino que se vale además de un lenguaje y de una construcción dramática tan sólidos como sugerentes. Su pieza es la partitura de una ceremonia teatral, que contiene la liturgia de un sueño de amor que se transforma en pesadilla. Las escenas y sus acciones suceden –aunque en orden cronológico como en el mundo onírico, sin una lógica determinada, haciendo coexistir no solo lo que sucede sino, además, lo que se desea o lo que se sueña. La firme brocheta que ensarta estos ámbitos enfrentados radica en el hermoso texto dramático que teje la autora, trenzando poesía dramática, lenguaje coral y diálogos discursivos, para lanzar con la potencia de un discóbolo su discurso: la supremacía del amor sobre la guerra, y la igualdad absoluta entre hombre y mujer.

 

La “Pentesilea de Lourdes Ortiz” podría ser clasificada como drama poético, pacifista y feminista; pero también como oratorio surrealista de profunda naturaleza dramática. Dos antagonistas irreconciliables como la razón y la pasión se emparejan en esta pieza. La metodología dramatúrgica usada por Ortiz para su obra es la combinación del mito clásico con el lema primordial del mayo del 68: “Haz el amor y no la guerra”, para reivindicar la vigencia de este discurso, en la sociedad actual donde se estrena la obra.

 

 

Delicioso banquete mítico

 

El director Santiago Sánchez ha tenido la lucidez de poner toda su creatividad al servicio del texto de Ortiz. Ha sabido reconocer, desde un principio, la brújula tanto ética como estética que contiene esta pieza dramática, y se ha puesto a su disposición, para llevarla al escenario con pleno acierto. Sánchez ya había demostrado su valía en espectáculos anteriores como Don Quijote o Galileo, en los que se percibían tanto su inteligencia teatral, como su buen criterio para afrontar estos “Mihuras” de la literatura dramática, y salir no solo airoso, sino realizando una buena faena.  

 

Vuelve a acertar Sánchez en Aquiles y Pentesilea, con una puesta en escena-semi oratorio, en la que los intérpretes no solo actúan sino que, además, se transforman en músicos o en instrumentos vocales. La música en vivo formó parte esencial (como el verso y el canto del coro) de la representación teatral, hasta que se inventaron los magnetófonos. Cualquier representación teatral se enriquece asistida por la música en vivo, mucho más las piezas dramáticas que remiten a una esfera mítica o sagrada que, alejadas del realismo de la comedia, requieren de herramientas mucho más auténticas y esenciales.

 

 

 

Santiago Sánchez ha entendido la obra de Lourdes Ortiz como la partitura de una ceremonia escénica que transita por las riberas de la pasión y la muerte, y con esas mismas premisas ha dirigido a sus intérpretes para servir el texto al público, como si se tratase de un delicioso banquete mítico, a degustar en cada uno de sus platos y en cada uno de sus sabores. Salvando cualquier tentación –tan habitual, por otra parte, en nuestra escena de “actualizar” la obra, trasladándola al presente (vistiendo a los griegos y amazonas con uniformes verde OTAN o arena del desierto), el director ha mantenido la acción en los tiempos míticos, como bien sugiere el texto de Ortiz, seguros –ambos de la inminente actualidad del discurso de la obra.

 

La escenografía de Dino Ibáñez se reduce a un rectángulo de arena rubia, flanqueado por unas gradas, sobre los que se alzan las torres de focos (normalmente ocultas entre “cajas”), dejando el lugar de la orquesta en un costado del escenario. Junto a la arena, el fuego y el agua vienen a completar la presencia de los elementos primordiales sobre la escena. El colorista vestuario de Elena S. Canales parte de los patrones clásicos arquetípicos, a la par que se recrea en tejidos y texturas de un cierto aire contemporáneo, como si los cueros de los trajes hubieran sido primorosamente labrados por los curtidores, a la par que envejecidos por el paso de los siglos. Solo la túnica turquesa de Ulises el diplomático cortesano transpira un corte helénico clásico. En su conjunto, el vestuario desprende una armoniosa riqueza cromática de fresco pictórico, resaltada por la eficiente iluminación de Rafa Mojas.  

 

Tiene el montaje su pequeño “talón de Aquiles” en ciertas imprecisiones físicas de actrices y actores en las escenas dialogadas (movimientos parásitos de pies y brazos); así como en el potencial desarrollo polifónico de los pasajes corales. Tampoco resulta suficientemente eficaz la decisión de sustituir los cuerpos de los amantes por sus capas, en la trascendental escena en que Pentesilea sufre su trágico engaño. Buenas resultan las coreografías y el movimiento escénico de Gorsy Edú, aunque sobresale la partitura musical compuesta por Rodrigo Díaz Bueno. Cuenta con la virtud de no parecerse a ninguna otra, a la par que se siente como la música natural que requiere la obra y el espectáculo. Muestra, además, versatilidad y transparencia, pasando de atmosférica a melódica o ceremonial, acompañando a las esquemáticas danzas en friso que jalonan el espectáculo. El sugerente y rico espacio sonoro de José Luis Álvarez la complementa.

 

 

 

Otro de los numerosos aciertos de esta representación radica en la elaboración de un reparto podríamos decir “poliétnico”, en el que coexisten distintos acentos y diferentes razas. Destaca Didier Otaola, que compone el personaje de Ulises con una potente presencia escénica, y una alta intensidad interpretativa, convirtiéndose en el verdadero artífice de este gran engaño, que devuelve a la tragedia a tan desventurados amantes. María Almudéver llena de emoción matizada a su Pentesilea enamorada, soñadora enajenada de las razones de la guerra y la muerte. Cecilia Solaguren da vida a Protoe, la amorosa aya de Pentesilea, a la par que vibrante defensora de las tradiciones amazónicas. Al personaje de la Gran Sacerdotisa de Diana le da cuerpo y esbelta figura la actriz Astrid Jones, con majestad racial y rotunda prosodia. Rodolfo Sacristán compone un Aquiles frágil y sensible, más amante contrariado que feroz guerrero y general de las fuerzas armadas helénicas. El resto del elenco (hasta trece intérpretes) se suma con rigor y entrega a la construcción de sus personajes episódicos, así como al eficiente trabajo coral, que funciona como motor implacable del espectáculo.

 

El público del domingo, que abarrotaba la sala, aplaudió con ganas a los integrantes de la compañía, por el regalo de este espectáculo tan inclasificable, como hermoso y brillante que, por desgracia, no resulta frecuente sobre nuestros escenarios teatrales.

 

Juan Antonio VIZCAÍNO

 

Fotos espectáculo: marcosGpunto

Foto Lourdes Ortiz: Pablo Benítez Lope

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