Suena Condolence,
de Benjamin Clementine
Uno recuerda pocos momentos recientes, relacionados con el cine, en los que haya quedado deslumbrado como lo hizo al ver La muerte del Sr. Lazarescu (Moartea domnului Lazarescu; 2005), la ópera prima del cineasta rumano Cristi Puiu. Por su intensidad dramática, causada por el hecho de presenciar el ir y venir de un moribundo de un hospital a otro, por la congoja y el desconcierto que transmite ese relato en forma de vía crucis que se desarrolla entre la absurda burocracia, por el dispositivo puesto en marcha por su realizador, narrador omnipotente que borra todas sus huellas sin dejar ni rastro, otorgándoles a sus imágenes un carácter testimonial propio de determinado cine documental –a lo Frederick Wiseman o a lo Raymond Depardon.- Me sucedió con La vida de Adèle (La vie d’Adèle – Chapitre 1 & 2 (Blue Is the Warmest Color; 2013), pero sin tener que cuestionarme en determinado momento la legitimidad de la mirada de su responsable, Abdellatif Kechiche, o con Boyhood (ídem; 2014), de Richard Linklater, recientemente con Toni Erdmann (ídem, 2016), de Maren Ade.
Con La muerte del Sr. Lazarescu, se dio el pistoletazo de salida a la llamada nueva ola del cine rumano; poco después, el reconocimiento oficial le llegaría a Cristian Mungiu, cuando con su segundo largometraje, 4 meses, 3 semanas, 2 días (4 luni, 3 saptamini si 2 zile; 2007) recibió una retahíla de premios, entre ellos el FIPRESCI y la Palma de Oro en Cannes. A ambos cineastas se unirían otros nombres como Radu Muntean, responsable de la magnífica Martes, después de Navidad (Marti, Dupa Craciun; 2010) o Corneliu Porumboiu de quien no hace tanto se estrenó la maravillosa El tesoro (Comoara; 2015).
Tras el enigmático título de Sieranevada (ídem, 2016), transcripción fonética al rumano del topónimo situado al sur de la Península Ibérica, y cuya sonoridad según su director alude a cierto espíritu aventurero, lo que se confirma es el descomunal talento de un cineasta y su capacidad para deslumbrarnos una vez más. Y de nuevo, la propuesta no puede ser más sencilla. Una familia se reúne para conmemorar al padre fallecido, cuarenta días atrás, a través de un ritual propio de su región consistente en que uno de los miembros de la familia represente al finado, vestido como tal, previa bendición llevada a cabo por un párroco, que no llega nunca, lo que impide a los asistentes sentarse a comer. Es el primer indicio de que estamos frente a una tragicomedia desconcertante, que inteligentemente, por un lado, elude cualquier atisbo de costumbrismo –sin dejar de estar frente a la clase media rumana del s.XXI- y, por otro, no va a ceder frente a la tentación de llevar las situaciones hacia lo absurdo, incluso lo rocambolesco. Por momentos, el cine rumano, con toda su tristeza, con sus ambientes grises, abraza la comedia sofisticada de Ernst Lubitsch, mirando de reojo a Luis Buñuel, y su El ángel exterminador (ídem, 1962).
Así es, porque a partir de esa situación inicial, y a lo largo de cerca de tres horas, se nos describe en aparente tiempo real el (des)encuentro de ese grupo familiar, reunido en una vivienda, a simple vista reducida, pero que se va convirtiendo en una especie de laberinto por cuyas estancias, abriéndose y cerrándose puertas, irán apareciendo los personajes cuyos lazos familiares será imposible establecer. Todo con un dinamismo que parece propio de una improvisación, con una naturalidad apabullante, que nos convierte en invitados de excepción, aunque en nuestro papel de testigos en ocasiones lleguemos tarde a las conversaciones o parte de estas terminen fuera de campo.
Como espectadores asistimos a esa reunión familiar y presenciamos el dolor por la muerte del patriarca, las mentiras, incluso la violencia, conyugal, los secretos, ocultos o compartidos, entre los miembros de la familia, y el resentimiento o el desafecto, a través de unos diálogos fragmentados, en los que, entre la revelación de aquello que se ha callado o alguna hiriente recriminación se intercalan discusiones en torno al comunismo y la monarquía, sobre los atentados ocurridos en la sede de Charlie Hebdo –tan solo tres días antes según el marco narrativo- o sobre la conspiranoia post 11S. Y todo ello desarrollado dentro de una atmósfera de lo cotidiano, pese a la irrupción de lo absurdo, de las situaciones tensas y violentas o de lo anómalo –esa chica en estado de coma etílico, amiga de uno de los familiares-, pero tras la que se esconde una ambiciosa propuesta que camufla, una vez más, una puesta en escena cuyo virtuosismo se disimula por la fluidez con la que se desarrolla, mediante largos y estáticos planos secuencia, y el desconcertante tono tragicómico que la recorre.